Sobre la cadena nacional y la esquizofrenia del relato

Gonzalo Sarasqueta

Lo controlable nunca es totalmente real,

y lo real nunca es totalmente controlable.

Antonio Escohotado

 

Inauguración de puentes, carriles, satélites o piletas. Improperios por acá, descalificaciones por allá. Ovación de los presentes. Proselitismo para algún dirigente obediente del espacio. Avalanchas de guarismos macroeconómicos. Otra chicana. De nuevo, el coro de aplaudidores. Una letanía para Él. Un poco de marketing del dolor, otro de épica. Y, por supuesto, egotismo. Siempre el erotismo del yo para desandar el reality presidencial.

Así han pasado las 44 cadenas nacionales de CFK en este 2015. Todo un número. Y más teniendo en cuenta su extensión: un promedio que oscila entre los treinta y cuarenta minutos. Pero más allá del factor cuantitativo —en el que han hecho hincapié la mayoría de los medios—, sería apropiado colocar los reflectores sobre el carácter cualitativo. Bucear en las profundidades del uso compulsivo de este recurso comunicacional extraordinario, reservado para “situaciones graves, excepcionales o de trascendencia institucional”, como reza el artículo 75 de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. ¿Qué subyace, políticamente hablando, a este abuso?

Para empezar, lo que flotó en la opinión pública: su veta autoritaria. La Presidente demuestra una interpretación unidireccional y restringida de la comunicación. La información es impuesta verticalmente de arriba hacia abajo, sin mediación, sin posibilidad alguna de refutación, corrección o discusión. Perspectiva atemporal, por no decir arcaica. En tiempos donde la narrativa transmedia prolifera, tratando de estimular a la ciudadanía mediante el diálogo, el feedback y la participación, la jefa del Ejecutivo se enfrasca en una decodificación pasiva del destinatario. Los asimila como recipientes, listos para llenar de contenido veraz, valioso y clasificado.

En segundo lugar, le permite elaborar un relato sin goteras. Esta es la función rectora de la cadena nacional: ser la pluma que escribe sin interferencias ni distorsiones la crónica impoluta del kirchnerismo. La materia prima para erigir el mito, que, al menos en vivo y directo, necesita obturar todo atisbo de contrarrelato. La intervención del Instituto Nacional de Estadística y Censos, Julio López, el Proyecto X, Hotesur, las casi tres mil vidas que se cobraron las fuerzas de seguridad estatales en 12 años de gestión “nacional y popular” (informe de la Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional), la desnutrición infantil en un país que —según la misma ministra de Industria, Débora Giorgi— le podría dar de comer a 400 millones de personas, por enumerar algunos bemoles, quedan fuera de cámara. Esas fracturas narrativas son relegadas a los márgenes de la realidad. Son ficciones. En jerga oficialista, forman parte del repertorio “golpista”, “gorila”, “destituyente” o “neoliberal”.

Si cavamos más, llegamos al mapeo dual de cualquier arena: política, económica, cultural, social o mediática. Todo escenario complejo, plural y heterogéneo, el kirchnerismo lo transforma en una cancha de dos jugadores: patria-imperio, democracia-grupos hegemónicos, militantes nacionales-cipayos. Y acá entra la simplificación del periodismo no obediente. Todo aquel que no acepte las dádivas estatales (o calafateñas) es categorizado como un actor político manipulado por el control remoto del Darth Vader vernáculo, Héctor Magnetto. Nada de Novaresios, Sietecases o Varskys, comunicadores que intentan hacer equilibrio entre las dos orillas de la grieta. Sólo existen periodistas “fieles” y de “la corpo”. La secuela de esta miopía es la equivalencia que trazan entre rueda de prensa y “apedreo corporativo-mediático”.

Y ahí llegamos al fondo de la olla. O, mejor dicho, a la esquizofrenia del relato. ¿Cómo es posible que la “jefa”, con su retórica todopoderosa, sus argumentos de calado y su altura intelectual, no pueda “domesticar” —una vez al mes, por lo menos— a un puñado de “periodistas desestabilizadores”? Si el presidente de Ecuador, Rafael Correa, adepto también a la crítica acérrima del periodismo watchdog, enfrenta —en conferencias, entrevistas y encuentros espontáneos— a los “medios opositores”: ¿por qué CFK no? ¿Cuál es el obstáculo? ¿Qué le impide “sacar a pasear un ratito a los preguntones”? La respuesta, sin duda, no la tiene su capataz bonaerense, Daniel Scioli, que, con su faltazo al debate presidencial, ya dejó en claro que piensa seguir los atajos de su promotora.

A cambio de esa esgrima intelectual que podría entablar con periodistas y donde, claro está, la única ganadora, empapándose de información diversa, sería la sociedad, CFK nos entrega una levedad discursiva que, a veces, raya con el déjà vu menemista. ¿Algunos ejemplos? Hablando sobre los fondos especulativos: “Nadie quiere ser rubia y de ojos celestes. Soy orgullosamente morocha y argentina”. Acerca de la deuda externa: “¿Sabés quién pagó la primera cuota? Adivinen. ¿Napoleón, Julio César o Néstor Kirchner? Acertaste: Néstor Kirchner pagó la primera cuota”. En la creación de un polo audiovisual: “Debo ser la reencarnación de un arquitecto egipcio porque amo construir. No puedo con mi vocación de arquitecta”.

El balance, siendo benevolente, es curioso: una fuerza que se jacta de haber puesto en valor la política deja como herencia una escuálida cultura deliberativa, retazos de autismo político y una intolerancia galopante que anula cualquier intercambio entre pares. Claro, además de una invitación semanal para posarnos inertes frente a la pantalla de televisión, consumir un cóctel de muletillas autoritarias y atrofiar nuestro sentido crítico.