Sólo Francisco

Horacio Minotti

Recomponer las instituciones, hacer un Estado viable que cumpla sus funciones, disminuir el proceso inflacionario, combatir la marginalidad estructural; todos ellos son desafíos por venir, muy importantes, trascendentales, pero no los únicos, ni siquiera los más importantes. La sociedad argentina necesita además una recomposición cultural, ética, una reformulación de su escala de valores, si se pretende construir un futuro.

Hay diferentes formas de graficar el problema, pero debemos iniciar diciendo que los dirigentes, tanto los que nos gobiernan como los que aspiran a hacerlo y muchos sobre los cuales tenemos grandes sospechas, no son húngaros ni bielorrusos: son argentinos, emergieron de esta sociedad y no de otra, su forma de comportarse y la prioridad exclusiva de enriquecer sus bolsillos cuando arriban al poder venían con ellos al llegar a la cima, no nacieron allí, el poder corrompe al esencialmente corrupto.

Durante el desesperante diciembre de 2013, pudimos observar un fenómeno extraordinariamente preocupante: cuando las fuerzas de seguridad se acuartelaron por problemas salariales, inmediatamente, muchos argentinos salieron a saquear, a robar a otros argentinos, a romper. Las imágenes muestran gente humilde llevándose comida, pero principalmente, a gente de clase media robando objetos suntuarios, a veces en vehículos que los más humildes no poseen.

Seguramente haya múltiples motivaciones para esto, pero resulta claro que a buena parte de la sociedad le importa un comino el prójimo, o al menos si ese prójimo se interpone en su necesidad de poseer bienes. El “tener” ha superado el “ser” en algún momento, se ha transformado en “tener” a cualquier costo. Ser primero, llegar antes, “primerear”. Cuando manejando un vehículo doblamos en una intersección, desconocemos que el peatón está allí y tiene prioridad, con suerte lo esquivamos y lo insultamos por estar cruzando conforme a su derecho.

La tan mentada “solidaridad argentina” frente a las grandes desgracias o hechos extraordinarios no se observa en el desenvolvimiento cotidiano. No somos solidarios en la cola de un banco, ni con el peatón como se ha dicho, huimos cuando se nos pide testimoniar por una víctima de un delito o accidente callejero.

Me resultaron sorprendentes ciertas apreciaciones que se generalizaron cuando se eligió Papa a Francisco. Especialmente una que indicaba que “tenemos a Messi, a la reina de Holanda y al Papa”. No tenemos nada. Lionel Messi es un señor que nació con una brillante habilidad para jugar un deporte popular, la señora Máxima es una mujer que conquistó a un futuro rey. Jorge Bergoglio es una persona que alcanzó la más alta representación que alguien pueda tener a nivel mundial, en base a trabajo, esfuerzo, austeridad, vocación por el prójimo. No puede formar parte de esa ridícula trilogía inconsistente. Integrarlo a ello no es más que una muestra alarmante de la superficialidad con la que observamos la realidad.

Francisco es, a ciencia cierta, todo lo contrario a aquello que se valora cuando salimos a saquear TV de 50 pulgadas, o cuando encerramos a una embarazada al doblar en una intersección. No hay nada más opuesto que Francisco y la forma en que llegó al lugar donde está, que la costumbre de quedarse con un vuelto mal dado perjudicando al empleado flojo en matemáticas. Por eso necesitamos banalizarlo, y valorar de él algo que sí forma parte de los primeros lugares de nuestra escala de prioridades: ahora es famoso, como Messi, como Máxima.

Me resultaba curioso hace solamente un par de años, cuando muchos utilizaban remeras con la imagen de Ernesto “Che” Guevara como una moda. La mayoría sabía quién era sólo de mentas. Pocos conocían en detalle su historia, casi nadie se había molestado en averiguar cómo pensaba, ni había leído sus escritos. Más allá de estar de acuerdo o no con su pensamiento, ideales y forma de ver las cosas, Guevara es un figura que no merecía ser banalizada. Mucho menos Francisco.

En realidad el Papa debería jugar un rol diferente, porque es el único dirigente (al menos de los que son totalmente visibles para toda la sociedad), que cuenta en su haber con todas las características hacia las que deberíamos ir como sociedad. La solidaridad cotidiana, la austeridad y el conocimiento como modo de riqueza personal e interior por sobre la abundancia material como única posibilidad de realización, el trabajo y el esfuerzo como camino para llegar a lo más alto a lo que puede aspirarse. Francisco es un ejemplo de todo eso, no es un famoso.

Su persona y su historia tienen como misión un liderazgo ético, casi más que religioso. Si baja del papamovil a tomar mate con alguien, o viajaba en colectivo a la villa cuando era Arzobispo de Buenos Aires, no es porque sea un personaje curioso y excéntrico, sino para marcar un camino de solidaridad con los demás, pero también de autorealización personal, porque cuando Francisco era Jorge, era feliz viviendo como vivía, y demostrando cada día que “tener” a cualquier costo no es el único modo de ser “alguien”, todo lo contrario.

Es preciso iniciar una profunda recuperación social en términos culturales y éticos, y es el “Papa argentino”, la única figura preponderante de la cual asirse hoy para reconstruir los cimientos de una sociedad cuya escala de prioridades ha sido contagiada de un virus mortal. Francisco no es Messi, ni tampoco Máxima, es todo aquello a lo que deberíamos aspirar, como sociedad y en lo individual, es hora de empezar a mirarlo diferente, no como un rockstar, sino como un ejemplo a seguir, incluso de modo egoísta, porque nos muestra hasta dónde se puede llegar con inteligencia, estudios, austera solidaridad y pensando en los demás.