De los vicios en tiempos del Estado regulador

Julio María Sanguinetti

Es notorio que la juventud contemporánea vive amenazada por el riesgo de adicciones, que se han transformado en la mayor causa de frustración. El alcohol y las drogas, empezando por la marihuana, son una oferta constante que aparece en un cierto momento de confusión y se va transformando, a veces por contagio, en ocasiones por simple rutina, en una adicción inmanejable. Desde hace algunos años se ha agregado la ludopatía, el vicio del juego, que en la muchachada ha entrado por dos vías: las “maquinitas” difundidas fuera de los casinos y el juego por internet, que felizmente en Uruguay -todavía- no es muy grande, pero está ya a punto de expandirse.

El tema es gravísimo. Tan grave como las drogas -y desgraciadamente desde hace ya tiempo-, se viene insistiendo en un proyecto que pretende crear un “superente” regulador, con facultades para regular el juego y dar permisos a voluntad, incluyendo a las “maquinitas” o slots, que pululan por todo un país transformado en un peligroso casino. Se habla de que existen 15 mil máquinas y sus propietarios hasta han constituido una sociedad gremial que pretende legalizar su actividad bajo el eslogan absurdo de “democratizar” el juego.

La realidad es que, desde 1911, todo el juego es monopolio del Estado. Solo él puede otorgar, como lo ha hecho, autorizaciones de casinos, a los que se le ha impuesto condiciones fundamentales como construir un hotel o refaccionar uno abandonado (caso del Hotel Carrasco). Dado el vicio, el Estado asume así su control absoluto a fin de que las ganancias tengan, por lo menos, un retorno social importante. Es lo mismo que hace con la lotería, la quiniela y sus aledaños.

Suele repetirse que no hay ley que prohíba el juego. No es verdad. La hay y, como consecuencia, la actividad es ilícita, tal cual lo ha dicho recientemente el fiscal de Corte. Es ilícita desde 1911.

Otra cosa, bien distinta, es si el Estado tiene el derecho de “requisar” las máquinas y esto es lo que la Justicia ha negado por violar el derecho de propiedad. Lo que es entendible: nada impide que alguien pueda tener una maquinita para jugar él y divertirse. Lo que no puede hacer es explotarla para organizar un juego de apuestas.

Así lo entendió siempre, por otra parte, la Dirección de Casinos. Y así debe ser.

Como dijo en su tiempo el Dr. Gonzalo Fernández, evacuando una consulta de padres preocupados, esas máquinas “son una poderosa oferta de incitación al juego y hasta poseen efectos adictivos en el jugador, tanto más si se trata de jóvenes adolescentes capaces de instalar en el apostador el primer paso de un proceso de ludopatía”.

Paralelamente, está la presión -aun más difícil de controlar- del juego por internet. En los EEUU, sin embargo, en los estados en que se ha prohibido ese contralor, éste se hace a través de las tarjetas de crédito que se usan para ese ejercicio que se practica desde la propias casa.

La prensa ha informado que el viejo proyecto del gobierno anterior está de nuevo a estudio. Se insinúa que el presidente Vázquez estaría en contra. Sería muy deseable que así se expresara y que se procediera en consecuencia.

Comprendemos que hoy por hoy hay cientos de pequeños comercios, acosados por impuestos y otros gravámenes, que encuentran en los slots un ingreso adicional, la pequeña parte que les conceden los dueños de las máquinas, verdaderos beneficiarios del sistema. El hecho es que más allá de ese interés particular, media un poderoso interés general. El de la salud psíquica de los adolescentes y el de los recursos del Estado, hoy disminuidos por esta oferta ilegal de juego que se ha ido expandiendo como unas lenta marea. Parece llegada la hora de terminar con ella.