Rara coincidencia: una ministra y una adolescente de 16 años

Luis Novaresio

La Ministra Nilda Garré y los estudiantes que permanecen tomando más de una decena de escuelas porteñas coincidieron, de manera sintomática, en un concepto llamativo: hay que democratizar la toma de decisiones. La integrante del Poder Ejecutivo nacional consideró, hablando de la inseguridad y las comisarías, que son los vecinos de la Capital los que tienen que ser llamados para que “diagnostiquen y propongan cosas; para que ellos controlen la actividad policial”. Ana, una alumna de 16 años que pasó ya dos noches en una escuela de Flores, exigió a Mauricio Macri que convoque a una junta de docentes, padres y alumnos para que “todos en conjunto diseñen la currícula que queremos en nuestra escuela pública”.

Consideradas ambas posiciones de manera superficial, correspondería rápidamente decir que nadie seriamente puede oponerse a la mayor participación popular en dos instituciones clave de la democracia como la Policía y la Escuela. Sin embargo, uno cree que detrás de esos dichos en realidad se esconde un poco serio espíritu que atenta contra la elemental organización de una república.

Ciudadano policía

No hace falta aclarar que el actual gobierno nacional no se caracteriza por la amplitud de criterios a la hora de aceptar la opinión de los que disienten. La descalificación de quien critica puede venir desde el modo en que el otro tiene para vestirse hasta la procedencia política lisa y llana. No importa que  la gran mayoría de los que hoy detentan el poder haga gala de gran cuidado estético y de sus indumentarias o que en el elenco gobernante haya otrora partidarios de la izquierda más revolucionaria y “derechosos” que prefieren olvidarlo. Ni qué decir, en tren de graficar esta incapacidad de admitir disensos, del axioma oficial a la hora de legislar que resume con el “no se toca ni una coma del proyecto del Ejecutivo”. El disenso no es su fuerte.

Por todo eso, es raro que la encargada de la seguridad nacional, proponga una suerte de cooperativización de la responsabilidad a la hora de combatir la creciente repetición de hechos delictivos invitando al ciudadano a controlar al policía y a diagnosticar con él lo que pasa. Por esto último, el ciudadano común (incluido el anatema clase media) sabe que la inseguridad no ha decrecido. Ni en sensación ni en los hechos. No hace falta más diagnóstico. Por lo otro, ¿es tarea de los habitantes de una república controlar a una fuerza de seguridad proponiendo soluciones en un sistema en donde no se delibera ni se gobierna sino a través de sus representantes?

Tal propuesta entraña un riesgoso contenido cual es el de licuar la natural verticalidad de una actividad tan específica y técnica, poniendo en un permanente juicio de residencia a la policía profesional. Si esta es la idea, ¿por qué sólo con la Federal? ¿Se podría proponer  que los ciudadanos controlen y diagnostiquen a los ministros, a los titulares del INDEC o a los legisladores que no tocan ni una coma? ¿Aceptaría la ministra Garré ser “auditada” diariamente por los habitantes de la Argentina?  La respuesta debería ser no. Porque para eso, un ministro tiene la legitimidad de haber sido designado por quien se validó en las urnas para que asuma la responsabilidad de diseñar una política, diagnostique que, en este caso, sí hay inseguridad y que no decrece y, por fin, tienda a solucionarla bajo la consecuencia de dejar el cargo si no lo consigue.

Estos dichos de la doctora Garré implican, o una preocupante desconfianza a priori de ella con todo lo que sea la fuerza policial o un inexplicable nuevo modo de gestión social de la cuestión seguridad.

Los alumnos al poder

En el mismo sentido de una “pretendida democratización” se inscribe el pedido de los alumnos que toman escuelas (es ilegítimo, de paso, si no ilegal), que reclaman el derecho al diseño de la currícula. Suena participativa una asamblea en la que autoridades, docentes, padres y alumnos debaten, cual ágora aristotélica, el destino de la actividad educativa. Superada, otra vez, la lectura rápida de la imagen, uno se pregunta: ¿deben ser considerados los alumnos actores del diseño de la política educativa? Los que no son ni capaces civilmente para el Código Civil ni (todavía) para votar, ¿pueden ser puestos en igualdad de condiciones que los que se formaron para educar o se sometieron a la consideración pública para ser votados? Eso no es participación democrática como suele alentarse desde el Ministerio de Educación de la Nación, cartera que, de paso, no tiene desde hace años y años una sola escuela a su cargo. Eso suena a demagogia usada para torpedear a una administración que es opositora y a innecesaria cooperativización de las responsabilidades.

Ni los ciudadanos tienen que hacer de policías que diseñen cómo combatir a los delincuentes ni los alumnos jugar a ser ministros de educación.  Una cosa es ser escuchados y otra, so pretexto de prestar oídos, ser usados como involuntarios cómplices a la hora de saber gobernar con éxito o con deficiencias, haciéndose cargo de las consecuencias.

Aunque merezca la calificación efectista de retrógrado, dejar el ejercicio del poder de manera monopólica en manos de adultos, policías y autoridades educativas,  para evitar la inseguridad o para mejorar la escuela pública abreva en la misma la base que permitió el paso de la ley del Talión al sistema político civilizado.