¿Tu también Mauricio?

Luis Novaresio

El jefe de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires acaba de estampar su firma en el decreto que veta la norma recientemente sancionada  sobre protocolo de abortos no punibles previstos por el Código Penal y por la resolución de la Corte Suprema. Con esta decisión, suma casi 110 vetos en lo que va de su gestión, convirtiéndose en el intendente de la Ciudad que más ha objetado, en toda la historia, las leyes sancionadas por la Legislatura desde su constitución. Más que De la Rúa, más que Olivera, más que Ibarra o Telerman. Más que todos.

El veto es un instituto jurídico legal, es cierto. Pero tiene un resabio monárquico. Cuando los movimientos republicanos horadaron el poder absoluto de los reyes autodesignados hijos de Dios consiguieron dividir funciones y desprender del máximo monarca la actividad legislativa y judicial que debe residir en poderes independientes que se controlen recíprocamente. Que el titular del Ejecutivo pueda vetar es, por definición, una posibilidad excepcional, rara, que se le da al encargado de administrar el día a día de una comunidad y que, se supone, conoce de las dificultades de implementar una norma que sanciona el Poder Legislativo. Ciento ocho vetos en un poco más de cuatro años, ¿es excepcional?

Que sea legal no lo hace menos molesto. En la Ciudad o donde sea. Cuando la Presidente de la Nación impidió que los jubilados accedieran al 82% móvil consagrado por la Constitución no se apartó de la ley. Pero sí, claramente, sentó una proscripción sobre nuestros abuelos que tienen que vivir con 1900 pesos por mes y convencerse de que no son pobres como dice el Indec. Tanto, que a muchos de ellos les quitaron los miserables 40 pesos de subsidio que daba el PAMI y casi nadie salió a reclamárselos.  Ese decreto de Cristina Fernández mereció la queja, el enojo y la crítica del caso.

El Ingeniero Macri suma hoy un nuevo veto que, más allá de la existencia del protocolo aún vigente para mujeres violadas o en riesgo de salud, podría abrir a una innecesaria dilación burocrática y debate judicial que esta ley venía a zanjar definitivamente. Así, actúa como un supremo monarca que entiende que tiene más legitimidad que todos los legisladores de la Ciudad. ¿No merece una crítica? ¿Debe analizarse individualmente o en el contexto de una práctica recurrente del vetar?

Supongamos que en este caso es muy polémico. Imaginemos que el jefe de Gobierno no resistió la presión de los sectores religiosos que él mismo frecuenta. Paréntesis: presión que llevó a que toda la Legislatura denuncie a la inclasificable María José Lubertino ante el Inadi por la paparruchada de mal gusto en forma de tweets que ofendió a católicos y judíos. Aún se espera, de paso, que los mismos legisladores denuncien al Presbítero Fernando Llambías del Hospital Ramos Mejía, empleado de la Ciudad, que ofició una misa en la puerta de una mujer violada que quería acceder a la interrupción del embarazo, ceremonia que nos remonta al peor Medioevo. Lo van a hacer, ¿no es cierto? Cierro paréntesis. Pergeñemos, por fin, que Macri vetó ahora por íntima convicción moral. ¿Y el resto? Fueron objetadas por el Ejecutivo normas tan diversas como, por ejemplo,  impedir la formación de una comisión contra la tortura, otra que obliga a dispensar medicamentos sólo en farmacias, una para la regulación de la publicidad oficial o para subsidiar el teatro por la identidad. ¿Cuál es la lógica? ¿Razones mayestáticas?

Cuando un inquilino del poder, porque eso es quien ocupa un cargo electivo ungido por las razones de las urnas, se convence recurrentemente que sabe, conoce o puede más que  las mayorías representadas por diputados y senadores, bordea  el egocentrismo. Esa extrema discrecionalidad se emparenta con la arbitrariedad. Aunque en las formas sea legal.  Ha de restar fuerza para criticar al que se califica como intransigente y sordo institucional cuando en la práctica uno, con el veto, actúa como tal.