No creo en Dios. Sí en él

Luis Novaresio

No creo en Dios. Diría que no creo, casi a mi pesar. Si fuera un mero acto de voluntad, ningún agnóstico que se respete dejaría pasar la oportunidad de poder creer que el origen y el sentido de la existencia es algo más que la duda del desconocimiento o la incertidumbre de la falta de respuestas. Pero el “don” de la fe, como mera revelación de los sentimientos, no me fue concedido. Y uno respeta y tributa a su razón. 

No creo en las jerarquías eclesiásticas que por mera invocación burocrática se sienten como dueños de la balanza del bien y del mal moral de sus feligreses y no trepidan al repartir amenazas terrenales o del más allá con infiernos de terror irredimibles para los que osen no creer. A ellos, sobre todo. Y, de esos, “habemos y hubimos” muchos por estas pampas. 

Me molesta la opulencia de los patriarcas. No la de los irrepetibles museos y riquezas que son tesoros del mundo bien custodiados para todos, sino la de la irrefrenable verborragia para montarse en el comando mayor de una iglesia (no, muchas veces, en sus bases) que optó por los pobres hace 2000 años y hoy vive en la frivolidad exterior de sus mayores responsables. O que supo verse beneficiada por ese peso público para ocultar atrocidades tan históricas como sus nombramientos. 

Con todo eso, no debería alegrarme el Papa Francisco. Muchos menos emocionarme o, definitivamente, no debería creerle. Si no se cree en lo más, el Creador, para nada en lo menos, uno de sus Pastores. 

Y, sin embargo, la llegada al trono del Vaticano de Jorge Mario, me alegra. Me emociona. Y le creo. 

¿Cómo no alegrarse de que un conciudadano de la patria chica sea el primero entre sus pares de todo el mundo? Sólo una miopía reaccionaria y conservadora (y de derecha) puede haber titubeado como lo hizo el sector que despreció con adjetivos increíbles, como “imperialista al servicio del mal del continente” y otros tantos disparates, al cardenal Bergoglio o levantó el dedo tan recurrente para hablarle desde el atril de las admoniciones de los césares locales. Sólo Francisco, que pidió no tener rencor ni memoria de desprecio, podrá hacer olvidar las torpezas de los que ahora pegan afiches o twitean algarabías apenas la fumata fue blanca. 

Impacta que este hombre sea el primer Papa no europeo, latinoamericano y argentino. Sin embargo, en lo personal, me emociona mucho más que (¿por primera vez en la historia?) sea el Jefe de este culto el que puede hablar sin reproches a los que no creemos. “Como muchos de ustedes no pertenecen a la Iglesia Católica”, dijo el Pontífice, “e incluso otros no son creyentes, de corazón doy esta bendición, respetando la conciencia de cada uno”. Emociona pensar que semejante gesto, tan natural como infrecuente desde Roma por años y años, puede ser el principio de una revolución verdadera que sepulte para siempre las hogueras (las reales y las virtuales como la discriminación) que persigue al distinto, al diferente, al disidente e incluso al opositor. 

Y genera credibilidad. Porque quien hoy vive su primer día de Pontificado reina, más allá de la tumba de Pedro, desde la historia contada por los hombres que nos trae a un profeta muerto injustamente a los 33 años que predicó el amor. Y no cualquiera, por descarte o con reticencias: sino el amor al otro como a uno mismo. Que dijo que nadie tiene el derecho de arrojar la primera piedra ni dejar de ofrecer la otra mejilla, aún cuando la ofensa parezca insoportable. El mismo que eligió, dicen los que creen, ser en primera persona  la metáfora más humana y desgarradora, la vida de un hijo sacrificada, simplemente para que le crean. 

A los emocionados agnósticos no nos hace falta semejante ofrenda. Nos basta con ver que quien ejerce un poder terrenal puede despojarse de riquezas personales, del oro y de las auto atribuidas superioridades (¡tan autoritarias!) para contagiar a todos: a los que afirman honrarlo en el cotidiano y real hacer del día a día; a los príncipes y gobernantes temporales y temporarios que se resisten a serlo; pero esencialmente a los ciudadanos de a pie, creyentes o no, que merecemos ser bienaventurados en estos tiempos de mucha soberbia e injusticia. Francisco fue una alegría.