A los jueces minimalistas, las víctimas no les importan

Ricardo Ernesto Risso

Una de las cuestiones que la política penal que se aplica en la Argentina desde hace dos décadas pasa por alto es la relación entre el dolor sufrido y el castigo de quien lo ocasiona como recurso para borrarlo.

Richard Goldstone, primer fiscal del Tribunal de La Haya, dijo: “La justicia no es solamente una cuestión de castigo a criminales… es también una cuestión de reconocimiento del sufrimiento de las víctimas. Y para los afectados, en muchos casos, este reconocimiento es una parte esencial de su proceso de rehabilitación”.

Nos hemos acostumbrado a percibir prejuiciosamente a la Ley del Talión como un castigo de una severidad inconcebible. Sin embargo fue, en su momento, una ley sumamente “progresista”, porque ponía un claro límite a la venganza y también preveía penas para quienes se excedieran en ella.

El proceso civilizatorio, la aparición del moderno Estado-nación, la división de poderes y la creciente complejidad de la vida en sociedad propiciaron un pacto social que fue reemplazando la venganza privada por el castigo penal. El hombre siempre sentirá la necesidad de venganza aunque haya ido renunciando a ejercerla por mano propia. Se pide justicia y no venganza, sin ver que la pena judicial ya incluye la venganza, nos dice el filósofo chileno Augusto Klappenbach en Apología de la Venganza.

Beccaria, el creador de la penología moderna, sostenía en 1764 que el castigo era necesario para que los hombres sintieran la obligación de no volver al “estado primitivo de guerra permanente”, y no cedieran al “principio universal de la disolución que domina todo el mundo físico y moral”.

Doscientos cincuenta años después, sabemos que, además de las cuatro funciones que Beccaria asignaba a las penas, hay otra que, con notable atisbo psicológico, señalaba el fiscal Goldstone: la recuperación psicológica de la víctima.

A diferencia del Talión, en los códigos penales las sanciones son equivalentes (no idénticas) al crimen, y buscan restablecer en la medida de lo posible el equilibrio perdido por el crimen. El equilibrio alterado es jurídico, pero también es social y mental (individual).

La duplicidad semántica de la voz “pena”, que significa a la vez “dolor” y “castigo”, muestra con elocuencia algo necesario para el equilibrio legal, social y anímico individual. No sólo es la pena una retribución por el daño causado (castigo), sino que la pena debe causar un sufrir, un dolor de orden moral en el criminal.

Más allá de esta función de retribuir, reformar y apenar, la sanción judicial tiene la finalidad de mantener vigente un sistema de valores en la comunidad. Si la justicia penal se desentiende de esta tarea, los valores quedan irreconocibles, primero para los malhechores que pierden su mala conciencia, y después para las víctimas, que pierden su fe. La condena –y la falta de condena– son orientaciones imprescindibles en una sociedad. Un crimen sin castigo no tarda mucho tiempo en perder su carácter de crimen.

En La Memoria y el Perdón, Alicia Valcárcel dice que justicia y perdón están relacionados con el mal y su cancelación, pues ambos buscan detener la espiral de violencia que cualquier tipo de mal infligido a otros desencadena. Pero pertenecen a ámbitos distintos. La Justicia está fundamentada en que quien causa un daño contrae una deuda con su víctima. Para que se restablezca el equilibrio y el orden, esta deuda debe ser pagada. Un mal se cancela, pues, con otro equivalente. Y esta ontología de la deuda es la que explica que la venganza, es decir, la devolución del mal recibido, fuera considerada, durante milenios, no solo un derecho, sino prácticamente una obligación de las víctimas. Y las sociedades han ido organizando “tablas de equivalencias” entre delitos y penas.

La justicia, por tanto, pertenece al ámbito de lo público y de lo comunitario-social. El perdón, en cambio, pertenece al ámbito de lo personal, lo que significa, entre otras cosas, que sólo puede perdonar quien ha sufrido el daño.

Nadie tiene derecho a perdonar el mal infligido a otros. Además, que la víctima perdone no evita la pena que la justicia impone. El arrepentimiento del victimario tampoco evita la acción de la justicia, ni genera, necesariamente, el perdón de sus víctimas, como tampoco se lo asegura quien cumple su sentencia íntegramente.

¿Cuáles son, para las víctimas, las consecuencias de esa infausta combinación de ataque y pérdida para un lado, e impunidad para el otro? En primer lugar, el encierro emocional que sobreviene en la víctima. Si no hay justicia-revancha, la elaboración del duelo y el procesamiento de la pérdida pueden ser inviables. Al mismo tiempo, la posibilidad concreta de que el ofendido se vengue por mano propia es casi impensable, y pertenece más bien al terreno de la realización fantaseada de deseos (“ensueño diurno”).

La venganza retributiva privada permanece en el terreno de la fantasía también por el hecho de que la víctima no se identifica con su victimario. Se sabe distinta y en el fondo está convencida de que no podría hacerle lo mismo que le hizo el agresor.

El Súper Yo (o conciencia moral) de la víctima y el victimario no les permiten ni les prohíben a cada uno las mismas cosas. La víctima lo sabe, o por lo menos lo intuye, y eso sujeta su mano. El psicólogo social James Merril Carlsmith ha planteado también un descubrimiento paradojal: los castigadores o vengadores suelen sentirse peor que los que no pueden vengar un mal. Su conclusión es que estamos dispuestos a sacrificar nuestro bienestar para castigar al que se ha portado mal. O sea que, si la víctima se vengara, probablemente terminaría sintiéndose peor.

La venganza es un sentimiento inherente a la condición humana. Si la justicia no cumple su función, la víctima queda imposibilitada de venganza, porque su punto vulnerable no es la inclinación permanente a la venganza sino, precisamente, lo opuesto: la supresión demasiado rígida, prematura y masiva del deseo –incluso inconsciente– de venganza. Freud hablaría de “sofocar las pulsiones en su origen”. El origen de las pulsiones está en el cuerpo, que es el que pagará la cuenta de tan brutal represión. La cantidad de enfermedades psicosomáticas en víctimas de violencia impune es perfectamente constatable.

Aquí atisbamos ya el futuro poco venturoso de las víctimas sin justicia-revancha: resignación, negación y bloqueo emocional. Libido no disponible y, por ende, desinterés, falta de concentración y de voluntad. Trastornos con un intenso entorpecimiento de los proyectos vitales, enfermedades del cuerpo y melancolización de la existencia.

Más allá del desequilibrio social que ocasiona el delito, parece indispensable para la recuperación de la víctima que a su victimario no le vaya bien, por así decir. Que el delincuente tenga una “pena” –en el doble sentido de castigo y aflicción– impresiona como algo ínsito en la “naturaleza psíquica” de las personas. Digo naturaleza y no cultura porque la necesidad del equilibrio mental a partir de la pena del agresor ha trascendido todas las épocas, culturas y organizaciones sociales. En tanto, la cultura sería la que diseña la forma y la intensidad de las penas.

¿Qué es lo que pueden esperar las víctimas de delitos comunes, y la comunidad, del sistema de justicia tal como ahora se aplica entre nosotros, en el que hemos delegado –por renuncia a la venganza– la guía del valor y la sanción del dis-valor? Esta no parece ser una pregunta que se hagan los jueces minimalistas y abolicionistas. Y las pocas respuestas que he escuchado son tan hipócritas que sería mejor que dijeran, con toda sinceridad, que las víctimas no les importan.