Malas compañías

Roberto Funes Ugarte
Quizás les resulte algo extraño que en esta ocasión escriba respecto a las relaciones íntimas, pero que son tan humanas como quien les habla. En lo cotidiano y desde hace tiempo me relacionan con el lifestyle, en el llano nuestro el estilo de vida, o el glamour o vaya saber qué palabra para decirme con elegancia que soy frívolo y vacuo. Créanme que tener el mote de un hombre que disfruta de la buena vida, a veces no es tan generoso. En este artículo me referiré a aquellas personas que en algún momento del camino, ese que todos recorremos, no aportan más que objeciones y malos tragos a nuestra integridad. No importa la profesión que ejerzamos o la religión que practiquemos, ni siquiera las preferencias personales, siempre habrá personas que no nos quieran bien. Aunque de una mala respuesta a una agresión, la diferencia es notoria y dañina. No hacen falta los golpes, jamás justificados bajo ninguna circunstancia, para que un momento pleno mute a un estado de incomodidad y nula felicidad. Hay formas de manifestar el descontento para con el resto de la vecindad, pero la descalificación y la soberbia son dos armas letales para quienes ejercemos y defendemos la integridad. De veras que son un hueso duro de roer. ¿Por qué a los hombres nos resulta tan práctico trasladar la culpa hacia el otro? Dónde radica esa cruel satisfacción, pues no lo sé. De lo que sí tengo certeza es de que, antes de decir cualquier frase infortunada refiriéndonos a algo o alguien, es más conveniente respirar hondo, contar una decena o bailar un chamamé antes de escupir el veneno que todos, en mayor o menor dosis, transportamos. Hace poco –para ser exacto, este fin de semana que pasó– fui testigo de un suceso tan infértil y carente de razones que decidí escribir este atípico texto, según mis críticos. Presencié cómo una persona le decía a otra lo mucho que la quería y cuánto significaba en sus vidas tal sentimiento. Al parecer eran dos buenos amigos compartiendo una pizza y un par de cervezas en esas noches pegajosas de Buenos Aires. Léase noventa por ciento de humedad. Nada menos elegante que la humedad. Uno de ellos le recriminaba al más tímido lo mala que había sido su actitud al no responder ante una situación límite de la cual ni con dos perros de riña uno sale airoso. "Qué poca cosa sos, ¿cómo no fuiste capaz de saltar por mí?, te conozco de toda la vida. Qué hijo de perra resultaste".  A medida que mi oreja se despabilaba, los litros de malta se cobraban el crédito en el verborrágico pelirrojo. El otro, el acusado, un castaño con chapas al estilo Adolfo Cambiasso. ¿Ubican, no? El rojizo le recriminaba con énfasis a su íntimo su poca hombría por no haberlo defendido ante un suceso poco afable. Es que el recriminador fue descubierto in fraganti con las manos en la masa y con botín a bordo. Según lo que allí se decía, este sujeto robó a su mujer una cantidad importante de dinero para poder huir con su amante al Uruguay, dejando tres críos a la buena de Dios, según sus epítetos. "Te dije que me cubrieras, te lo pedí desesperadamente. Y en vez de tirarme un centro elegiste correrte a un lado. Me dejaste solo en esto. ¿Qué clase de amigo sos?". Y sí, qué clase de amigo le pide a otro que ante un engaño tal éste salte con su ballesta a tapar su cobardía. Azorado escuchaba, dentro de lo que se podía, ya que el bullicio se interponía entre los dos señores y yo, una verdadera ametralladora de improperios y sandeces. Y el desenlace fue lo mejor. No les diré cómo terminó todo este embrollo, lo dejo a su libre interpretación. Lo que sí puedo contarles es que allí, en esa noche chiclosa porteña, entendí que ni mil años o dos días son argumento para permanecer al lado de alguien, sea cual sea la relación que tengamos con una persona que nos hace menos dignos. Las malas compañías hablan mucho de nosotros, y si estás transitando una escena que no te aporte nada positivo, pues "soltar" es un verbo maravilloso. Alivianar la mochila es una tarea costosa pero peor es no querer cortar el hilo por lo más delgado, lo cual se puede transformar en una soga al cuello.