No entrar en la lista

Walter Habiague

El Senado acaba de aprobar la ley de inmunidad recíproca para bancos centrales internacionales y, por su generosa amplitud, los activos de los bancos centrales extranjeros pueden quedar fuera de la jurisdicción de la Justicia argentina.

La primera duda que surge es qué tipo de reciprocidad puede existir respecto de inmunidad entre bancos centrales tan desproporcionadamente desiguales como el argentino y, digamos, el chino.

Pero con esta ley el ejecutivo da muestras de coherencia en varios aspectos.

El primer lugar lo ocupa la urgencia internacional con la que el Ejecutivo “corre” a nuestro parlamento. Ahí está, fresco aún, el apuro oficial por aprobar el Memorándum de Entendimiento con Irán por la causa AMIA. De ese apuro solo ha quedado un enorme papelón geopolítico. El único resultado visible de ese acuerdo parece haber sido que EE.UU. logró correr un poco a Irán del centro del Eje del Mal e Irán logra un socio de buenas perspectivas para sus relaciones con el vecino Irak. Mientras, nuestra Justicia y nuestro Poder Legislativo solo pueden exhibir el orgullo de haber sido una útil profilaxis.

En segundo lugar, el gobierno nacional vuelve a manejar la legislación argentina como si fuera una solicitada de buena voluntad unilateral. Esta ley establece que esa inmunidad se prevé recíproca, es decir, que gozarán de ella los bancos centrales que también la otorguen al nuestro. Pero, ¿podemos imaginar a Brasil legislando para excluir a su Poder Judicial como jurisdicción válida?

En tercer puesto, cumple con su línea histórica al vaciar de autoridad al Poder Judicial de la Nación. Pensemos en las facultades otorgadas al ex juez español Baltasar Garzón para investigar el desempeño de nuestros tribunales en juicios por crímenes durante la última dictadura.

Algunas incoherencias abonan la incredulidad

Con la ley de inmunidad, la Justicia argentina solo puede actuar en caso de que el banco extranjero tenga una “actividad ajena a sus funciones”. Pero, claro, el problema está en distinguir cuándo actúa fuera de sus funciones sin una investigación judicial previa. Esto recuerda, como un gemelo a otro, la normativa internacional por la “transparencia financiera” según la cual solo se puede pedir información bancaria de un paraíso fiscal si se conoce de antemano… la información que se solicita. Esta similitud abona un sub ítem de coherencia gubernamental: el tratado Chevón-YPF lo firmaron empresas desprendidas de éstas pero radicadas en sendos paraísos fiscales y, claro, con jurisdicción en esos mismos Estados ante cualquier conflicto, con esta manía ornitológica de andar alimentando pichones de buitre.

Por la ley aprobada los bancos centrales extranjeros que adscriban a sus normativas, tienen la “autoridad” de auto excluirse de sus beneficios por tratados, acuerdos o declaraciones explícitas sobre causas previas. Es decir que aprobamos una ley que les da a bancos centrales extranjeros la facultar de no ser alcanzados por ella. ¿Y si la reciprocidad llega hasta ese punto, de qué nos serviría tal cláusula si el fin casi confeso de esta ley es proteger de embargos los activos del Banco Central Argentino en el exterior? Bastaría con que un banco central se excluyera (digamos nuevamente chino), para que los activos argentinos en ese país corrieran la suerte judicial que otro país quisiera (por ejemplo el socio chino, EE.UU.).

Viendo en perspectiva la “coherencia” entre esta ley con otros desastres internacionales, su apurado tratamiento y las recientes “casi promesas” sobre nuestra inclusión internacional, uno puede pensar que si la Ley de Inmunidad Recíproca para Bancos Centrales Extranjeros fuera la llave de entrada al BRICS, por esta puerta trasera entrarían China y Rusia.

O peor, constatar que una vez aprobada la ley, Brasil y Rusia ponen en duda el ingreso argentino a los BRICS. “No está en agenda”, dicen. “No ha entrado en la lista” le decían a Fierro en el fuerte de frontera.

La diplomacia nacional en la era K parece consistir en dos pilares: pagar y tropezarnos con los pantalones en los tobillos. En un Mundial de diplomacia, seríamos la pelota. Para colmo, una pelota que nadie parece estar dispuesto a patear, siquiera.