Retroceder nunca, ceder jamás

El fantasma de la salida anticipada del gobierno por parte de Cristina Kirchner sobrevuela las cabezas de los actores políticos. Desde el regreso de la democracia (de lo cual se celebraron 30 años hace menos de dos meses) hay dos antecedentes de incumplimiento del período constitucional. Primero fue Raúl Alfonsín quien tuvo que dejar la presidencia 6 meses antes de cumplir su mandato en manos de un Carlos Menem ya electo presidente; el segundo antecedente fue en 2001, cuando Fernando de la Rúa abandonó la Casa Rosada en helicóptero apenas dos años después de haber asumido. Ambas situaciones funcionan como memoria emotiva.

Paradójicamente, quienes más divulgan la posibilidad de una salida anticipada, aunque utilizando una retórica por la negativa, son miembros del oficialismo. Fue el gobernador de Misiones Maurice Closs quien primero “disparó” la posibilidad de que haya actores que jueguen para que Cristina se vaya del gobierno. Entre los ministros también hubo voces que se alzaron para negar la posibilidad de una salida anticipada. Confirmando la paradoja, no hubo casi ninguna mención de político opositor que haya esgrimido esa posibilidad; por el contrario, se han mostrado dispuestos a colaborar para que la Presidente termine su mandato y esto es porque nadie quiere recibir un gobierno bajo esas circunstancias. Quizás la explicación más descarnada de tales declaraciones en el oficialismo la haya dado el dirigente gastronómico Luis Barrionuevo para quien “si tienen miedo de irse antes es porque se van a ir antes”. En cualquier caso, no se explica que dirigentes del Frente para la Victoria (FpV) pongan esa posibilidad sobre la mesa cuando saben que confianza y expectativas son dos fundamentales ingredientes de los cuales se nutre la sociedad.

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Etica del capricho

En medio de los primeros coletazos dados por la devaluación del peso, la cual cobró alta velocidad la pasada semana, la presidente Cristina Fernández decidió partir antes hacia la II reunión de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) que se realizó en La Habana, Cuba. Allí compartió un almuerzo con el dictador cubano Fidel Castro, reconvertido ahora también en objeto de museo viviente con el cual muchos desean tomarse una foto. Emocionada por ese encuentro y por poder cumplir con todos los pedidos de fotos autografiadas que le hicieron antes de su partida desde Buenos Aires, la presidente decidió comunicarse por la red social twitter para explicar las sensaciones que le provocó ese encuentro, entre las cuales explicó haber pasado un “domingo memorable” con Fidel.

Le guste o no a Cristina, la mayoría de los argentinos ya no están encandilados con el anciano líder cubano y mucho menos esperan de él consejos en materia política y económica. Es nocivo usar el gobierno para regodeo personal cuando millones de argentinos ven deteriorarse su salario día tras día y mientras se deja al frente de la lucha antiinflacionaria a un equipo económico que tiene evidentes contradicciones y una marcada confusión respecto a la situación imperante. Tampoco ayudan a la calma los delirantes discursos donde los funcionarios explican la actual crisis económica por la intención de espurios intereses que vienen en busca  del petróleo y las reservas de agua o cuando la propia Presidente insiste con su teoría de la complicidad de bancos y grupos económicos de importadores y exportadores que conspiran contra el gobierno nacional y popular para obtener algún objetivo político y económico no declarado.

Como corolario de su participación en la cumbre de la Celac, el título de uno de los principales diarios argentinos fue que “Cristina buscó en Cuba apoyo regional ante la suba del dólar”. Incluso en el contexto de una cumbre donde los países más enemistados con los valores democráticos, como Cuba y Venezuela, tienen una presencia fuerte, el gobierno nacional no pudo incluir en el documento final la mención a las “maniobras especulativas” que siempre denuncia ni a la reiterada “desestabilización por intereses económicos” que los miembros del gabinete y la propia presidente flamean cual bandera exculpatoria. Cristina Kirchner también se refirió a una reunión con Dilma donde se habló de “las presiones especulativas sobre los tipos de cambio de los países emergentes”, pero esta afirmación no pudo ser corroborada desde el lado brasileño. En rigor de verdad, los únicos países latinoamericanos que sufren esta situación son Venezuela y Argentina pero está claro que optar por generalizar, como lo hace la presidente, alivia el peso de los groseros errores cometidos.

Estamos ante una presidente que es rehén de dogmas ideológicos que le impiden resolver los problemas de la forma más conveniente para los que habitamos el país. La situación ya ha llamado la atención fuera de nuestras fronteras y los diarios más prestigiosos del mundo lo señalan en sus editoriales. Por cada dicho u acción de la Presidente que va en sentido contrario a la generación de confianza es mayor el tiempo que demandará recuperarla, tanto aquí como en el exterior, ambos componentes necesarios cuando el gobierno busca afanosamente hacerse de la moneda que funciona como referente para las economías del mundo y que, como siempre repite la presidente, no se “imprime” en el país.

El reconocido sociólogo Max Webber hizo una categorización del accionar político entre dos polos que se atraen y se repelen a la vez: la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. Las funciones de gobierno requieren de ambas cualidades y en tiempos de crisis sin dudas es la responsabilidad la que debe estar a la cabeza. En el caso argentino, hubiera sido ampliamente más fructífera una visita al foro de Davos por parte de la presidente que su extensa visita a la isla del Caribe. A la luz de su almuerzo con Fidel, ni siquiera corresponde asimilar el comportamiento de la presidente a una ética de la convicción sino, más bien, si tal cosa existiera, a una ética del capricho.

No termina de entenderse cuál es la lógica que subyace en pelearse con todos aquellos sectores a los cuales se necesita. Está claro que el reto a los exportadores para que liquiden sus divisas tiene un resultado contraproducente; lo que deberían intentar es darles certeza de estabilidad monetaria y buenos precios (menores retenciones) para que quieran ingresar sus dólares al mercado. Un gesto de distensión hacia los agentes económicos (todos lo somos en mayor o menor grado) es infinitamente más útil que reunirse con todos y cada uno de los sectores de la economía para analizar sus “cadenas de valor” en busca de acuerdos que, está sobradamente probado, no funcionan aquí ni en ninguna parte del mundo.

Es realmente complicado pedirle a un gobierno que acostumbra a ser sumamente hostil con todo aquel que no se rinda a sus pies que tenga gestos de distensión para con los políticos de la oposición y con todos los sectores a los cuales se ha enfrentado durante la “década ganada”. Tal vez pueda ser leído como un gesto de debilidad pero la imposibilidad de la presidente de ser reelecta puede ser una oportunidad para encarar un diálogo sincero con los referentes de una oposición que lo que más desea es recibir en 2015 la conducción de un país que no esté sumergido en el caos. Para esto ni siquiera debería esperarse una actitud altruista de su parte sino más bien una combinación de cálculo egoísta, en pos de culminar con la mejor imagen posible su presidencia, y una toma de conciencia acerca de la responsabilidad que como gobernante tiene sobre la vida de millones de personas.

Hay que dejar de militar por dos años

Uno de los aspectos que más destaca la presidente Cristina Fernández de Kirchner como favorable de la gestión que comenzó su esposo es la recuperación de la militancia política (en el ámbito del kirchnerismo, por supuesto). Si bien está claro que no es un tema que surja con esta corriente política sino que es de larga data aquí y en el mundo, sí ha habido una revalorización y una resignificación del concepto, sobre todo en el ámbito de la juventud.

Me parece que es momento de cuestionar si realmente es tan valiosa esa militancia. Se han hecho críticas circunstanciales sobre ella sin meterse con el fondo de la cuestión; incluso muchos opositores valoran este cambio dado en el período kirchnerista donde “se ha puesto a la política nuevamente en el centro de la escena”.

Está claro que nadie puede estar en contra de que haya personas que tengan interés por los asuntos públicos y que en base a ese interés desarrollen una militancia que los acerque a una u otra organización política, pero no creo que eso sea lo que el kirchnerismo entiende por militancia. Más allá de la definición que le hayan dado, sí podemos decir que los K han sido eficaces en su organización. Haciendo base en La Cámpora, cuyos líderes tienen altos cargos de gobierno o de parentesco, han logrado filtrar miembros de esta organización en todas las instancias político-institucionales del país. Sin dudas que este posicionamiento es un negocio ampliamente favorable para ambos lados del mostrador. Del lado de los militantes de base, les resultó importante adquirir una identificación a un grupo, algo que siempre es relevante para los jóvenes; y si encima a eso le suman cargos públicos, posibilidad de ascenso económico y desarrollo “profesional” (en el amplio sentido de la palabra), la ecuación es completa. Del lado del jefe político, el vértice del poder (Néstor antes y ahora Cristina), éste logra la fidelidad del fan.

Militante y fan serían, según el ideario nacional y popular que fogonea el kirchnerismo, dos términos contrapuestos, pero veamos que no es tan así. Tomemos por caso a la adolescente que concurre a ver a Justin Bieber y que se la pasa todo el recital gritando; es muy difícil decirle a esa niña que en ese recital el joven cantante desafinó alguna nota o pifió algún paso, porque mínimamente uno se expone a recibir un insulto (o alarido en este caso). Esto es lo que sucede con el militante político fanatizado, es imposible establecer allí una charla política con matices, un razonamiento conjunto, aunque finalmente no se coincida. En estos militantes está presente lo que bien define Margarita Stolbizer como “épica emocional” construida minuciosamente durante los diez años de régimen kirchnerista.

¿Ha ayudado el aumento de esta militancia política a mejorar la calidad democrática de nuestro país? Creo que no, más bien, todo lo contrario. El nivel de participación política que mejora la calidad de una democracia está dado por el grado de injerencia y control que los gobernados hacen de sus gobernantes; esta militancia, lo que menos hace es controlarlos. Puede idolatrarlos o maltratarlos (como pueden contar algunos dirigentes opositores que gobiernan distritos atacados por el kirchnerismo) pero nunca controlarlos. Sus acciones siempre están encaminadas a darle más opacidad, tapar, encubrir la cosa pública, en lugar de transparentarla.

Es también necesario decir que es difícil para todos, oficialistas y opositores, catalogar a un ciudadano comprometido, informado, analítico e interesado pero que no es militante; cuesta encontrarle un lugar donde “ponerlo” dentro del universo político y por lo tanto es discriminado, cuando en realidad es el único que podría lograr una mejora en la calidad de las instituciones. Es más, creo que “peticionar a las autoridades” es una acción que nuestra Constitución Nacional menciona pensando en este tipo de persona. Lo que quizá más desconcierte de este individuo es que no aspire a un cargo público.

Efectivamente, este sector está interesado en la cosa pública pero sabe que su principal actividad está en el ámbito privado. Al mismo tiempo tiene bastante claro que las decisiones que se toman en el ámbito político influyen directa e indirectamente sobre sus actividades y por eso quiere controlar y participar aunque le resulte difícil encontrar canales para hacerlo. Uno de los canales debería ser tener bien aceitado el acceso a la información pública, cuyos proyectos de ley duermen bajo los aposentos de los legisladores del oficialismo.

Hay un ejemplo cercano en el tiempo y el espacio que muestra de manera contundente esta contraposición entre calidad democrática más desarrollo y la militancia política. En Chile, desde fines de los años ’60, con el ascenso al poder de Salvador Allende en el comienzo de los ’70, su posterior derrocamiento a manos del general Augusto Pinochet y sumando todo su período de gobierno autoritario, se vivieron momentos de alta enfervorización política y activa militancia. Sin embargo, durante ese período, la sociedad chilena, politizada y dividida como nunca, vivió dos décadas de zozobra económica e institucional. Fue necesaria una vuelta de página para que el país comience a desarrollarse. Como afirma el escritor chileno Carlos Franz, “del noventa en adelante, Chile se fue despolitizando. En paralelo a su importante desarrollo económico y democrático, la mayoría se desinteresó de la política. Las ideologías que alineaban al país en bandos irreconciliables se difuminaron y entrecruzaron”.

En una inclinación masoquista que trato de mantener controlada, tiempo atrás miraba el programa de propaganda política oficialista 678 en la TV Pública, y un colega politólogo que es panelista allí decía que lo que más destacaba del proyecto K es que ahora él sabía de qué lado debía estar, ya que hay dos bandos bien diferenciados, uno absolutamente virtuoso y el otro que, por supuesto, tiene todos los defectos del cipayismo extranjerizante. Es entendible que este politólogo, como también me sucede a mí, haga de la política un aspecto central de su vida; lo que no es lógico ni saludable es pretender que para todos sea así y, mucho menos razonable, es poner en una virtual “vereda de enfrente” a quien no acompaña este proyecto.

Necesitamos una década con militancia natural (no forzada) y libertad, y no la militancia invasiva, agresiva y fomentada desde el poder político. Una década donde cada uno haga su trabajo y así colabore con el bien de todos. Una década donde el sector público deje de crecer a base de militantes en detrimento del sector privado, al cual debe dejar de ahogar. Una década, donde crezca el empleo privado, moderno, competitivo y productivo y no el empleo estatal, amateur y parasitario.