El despertar de un sueño que se creyó que no era tal

Durante dos períodos presidenciales muchos argentinos disfrutaron de un sueño placentero que les mostraba estar participando de un Estado ideal, de baja inflación y alto crecimiento sustentable de la economía, porque generaba empleos y de ese modo aseguraba la continuidad de la fiesta del consumo, y no existían costos de vivir en default parcial de la deuda pública permanente, y tampoco por la pérdida o el achicamiento de mercados externos, porque el cepo cambiario reducía las importaciones y se creía que así se contenía la fuga de capitales.

Sin embargo, gran parte de la población que no llegó a vivir ese sueño y que, por el contrario, se mantuvo despierta (aunque muchas veces dudaba de ese Estado porque advertía que estaba sumergido en una pesadilla), un día pudo decidir que era tiempo de cambio y por tanto se debía no sólo comenzar a reencauzar la economía para revertir una insoportable realidad social de una singular legión de excluidos que nunca aparecía en la siesta profunda en la que estaban muchos de los votantes: 30% de pobres, producto de más de 11% de la oferta laboral desempleada y creciente desaliento en el mercado de trabajo que había marginado a casi un 3% de la población, un 6% de la oferta laboral total que pasó a formar parte de los “desalentados”.

Frente a ese escenario el nuevo Gobierno se propuso seguir una hoja de ruta compleja, porque optó por medidas de shock para unos casos, que resultaron exitosas, y por el gradualismo para otros, con saldo parcial.

En el primer caso se ubicaron las medidas para salir del cepo cambiario, eliminar la mayor parte de las retenciones a las exportaciones, cerrar un rápido acuerdo con los holdouts para superar un pleito judicial después de casi 10 años con pago en efectivo, subir las asignaciones familiares y corregir parte de las distorsiones que generaba el congelamiento del mínimo imponible de Ganancias sobre los salarios de una pequeña parte de los asalariados y menos aún de jubilados y pensionados.

Mientras que en el segundo caso se situaron los aumentos de las tarifas de luz y gas, principalmente para sincerar los cuadros tarifarios en la limitada, pero amplia, área del Gran Buenos Aires; luego las correspondientes al transporte público de pasajeros para la misma región, y luego el agua, a lo que se agregó el sostenido aumento del precio de las naftas, aun en momentos en que baja la cotización internacional del barril del petróleo.

Hacen, pero no se ve
Y si bien el Gobierno nacional implementó la creación de la tarifa social para todos esos casos, con una cobertura que abarcó a más de tres millones de familias, a excepción de los combustibles, y elevó el alcance de las asignaciones familiares, de efecto inmediato, que se agregó a la estacional suba semestral de las jubilaciones y de la asignación universal por hijo, la sensación generalizada y la prédica diaria de los principales formadores de opinión, con muy pocas excepciones, es que “el Gobierno hizo una fenomenal transferencia de ingresos a los sectores más fuertes, como los empresarios del campo, la industria y la minería, mientras aún no le dio nada a los sectores postergados”, como los trabajadores, los desempleados de antes y los nuevos que se dispararon por el efecto de dichas medidas.

No sólo eso, la elección del gradualismo para los aumentos espaciados de las tarifas de los servicios públicos, los combustibles y también los servicios privados, junto con las autorizaciones de alza de los precios todavía “administrados”, como la medicina prepaga, la televisión por cable y otros, han provocado el resurgimiento de expectativas fundadas de un cuadro inflacionario sostenido que no sólo impide al Banco Central delinear un sendero de baja de las tasas de interés al nivel compatible con una meta de 25% de inflación, y con ello demorar el esperado ingreso de capitales de inversión productiva, sino que, peor aún, ha disparado decisiones de despidos en algunas industrias, en particular en las ramas de la construcción y de la altamente dependiente del ritmo de la economía de Brasil y del valor del petróleo en el mundo.

Con ese escenario, ya hay economistas que vaticinan enormes dificultades para que el Gobierno no sólo logre cumplir la meta de 25% de inflación, sino la de bajar el déficit fiscal a un 5% del PBI, casi el doble del promedio mundial.

Sin embargo, desde el presidente Mauricio Macri hasta sus ministros y secretarios de Estado se muestran confiados en que el cuadro cambiará radicalmente en el segundo semestre, porque ya habrán cesado los ajustes de tarifas y combustibles y los asalariados registrados volverán a contar con “ingresos nuevos” para “precios nuevos”.

No obstante, para llegar a esa instancia no sólo faltan transitar dos largos meses, sino que aún queda pendiente una respuesta de alivio para quienes están desempleados y diariamente se suman otros, más los sectores carenciados de menos de 18 años y de más de 60, que no están en condiciones de concurrir al mercado de trabajo.

Subestimación del pasado y sobrerreacción del presente
Durante los últimos cuatro años la economía no generó empleos privados netos, y el sector público, pese a haber creado una enorme cantidad de puestos por año, no llegó a absorber a la totalidad de las más de 230 mil personas que anualmente deberían haberse sumado al mercado de trabajo, para no agravar el desempleo, por lo que quedaron sin respuesta en ese período más de quinientas mil personas en todo el país.

Sin embargo, el sueño en el que estaban muchos de los beneficiarios de un modelo que dejó pesadas hipotecas por todos lados hizo que ese fenómeno no adquiriera la entidad que ahora ha tomado la denuncia sindical de más de 127 mil despidos en tres meses, mientras que nada se dice de los esfuerzos que está haciendo la mayor parte de las empresas para sostener e incluso incrementar levemente la nómina.

De ahí que se aliente desde las fuerzas de oposición a tomar medidas antiempleo, porque incluso en los casos en los que no se prevean despidos ni reacciones anticipadas en esa dirección, se deberán incrementar las previsiones contables, con el consecuente impacto alcista sobre los costos laborales y, por tanto, de subas de precios, esto es, de la inflación.

No es fácil despertarse de un largo sueño y encontrarse con una realidad que durante años se negó a gran parte de la sociedad, porque se consideró que vivía de “sensaciones”, y reaccionar rápidamente para no caer en estado de angustia. Y menos aún, recuperarse de una larga pesadilla.

El Gobierno todavía está a tiempo de abandonar el gradualismo y disponer de una vez todas las correcciones tarifarias que considere que restan y, al mismo tiempo, acordar con empresarios y sindicatos medidas de emergencia para compensar a los trabajadores y a la sociedad del impacto real de esas acciones sobre los sectores carenciados y con ingresos inferiores al promedio nacional, para esperar inmediatamente después un cambio de las tendencias inflacionarias como ocurrió en los primeros meses del Plan Austral, en junio de 1985; de la convertibilidad, en 1991 e incluso luego de la crisis de fines de 2001, principios de 2002.

Quienes aseguran que ya se está en la última etapa de los aumentos y que se quiere evitar un daño social, por eso no se encara una drástica reducción del desequilibrio fiscal, que es una de las claves del desmadre de los precios, no advierten que no sólo muchos economistas dudan del logro de una baja efectiva de ese déficit, sino que, peor todavía, aventuran un nuevo aumento de la presión tributaria.

Esa línea fue abonada al cierre de abril, cuando el ministro Alfonso Prat-Gay anticipó a la prensa la decisión de disponer una drástica suba del impuesto a la venta de cigarrillos, bajo el argumento de buscar recursos para asistir a las provincias, cuando es posible esperar enormes ahorros con sólo no validar los sobreprecios denunciados en la obra pública pendiente de pago y en los nuevos proyectos de obras de infraestructura, así como eliminar de la nómina los empleos y los subsidios inexistentes, sólo registrados para alimentar las fuentes de corrupción que también se denuncian a diario en los tribunales.

Ahorramos poco y escondemos mucho

La economía argentina arrastra una larga historia con muy pobres registros de tasa de inversión interna, reflejo de una débil vocación por el ahorro doméstico y de una recurrente fuga de capitales.

Claramente, la insistencia de los gobiernos de los últimos 80 años en querer volver a empezar, desconociendo los pocos y raros logros de las administraciones anteriores, explica gran parte de la debilidad que caracteriza a la moneda nacional y la pobre propensión a encarar emprendimientos de envergadura que no aseguren rápidas y altas tasas de ganancia.

Ahora se está frente a un escenario similar, después de cuatro años con estancamiento de la actividad económica y receso de la capacidad de generación de riqueza promedio por habitante, en un contexto de altísima inflación, y cepo para girar utilidades a casas matrices radicadas en el exterior.

Los datos a julio de la consultora de Orlando Ferreres sobre el desempeño de la inversión bruta interna fija, es decir, en construcciones y máquinas y equipos para la producción, dan cuenta de que no sólo se estancó en el nivel de marzo, sino que cayó a un paupérrimo 17% del PBI en valores corrientes, y 20% si se lo ajusta por inflación y tipo de cambio. Se trata de niveles que ubican a la Argentina por debajo de la mitad de la tabla en un listado de 179 países, posición 101, con 2,5 puntos porcentuales menos que el promedio mundial.

La consecuencia de semejante atraso, agravado por la veda al acceso al mercado internacional de capitales, aunque para algunos pueda ser un consuelo que esa tasa de inversión es mayor a la que registran países vecinos, como Brasil o Uruguay, es que se traduce en destrucción de fuentes de trabajo, porque la economía pierde competitividad, al punto que ya está en el puesto 104 sobre 144 países, según el último ránking del World Economic Forum.

Si a eso se agregan los efectos nocivos de una amplia vocación por el exceso de gasto público sobre los ingresos que se obtienen con el cobro de impuestos, al punto que no son pocos los políticos, incluidos algunos de los candidatos a la presidencia de la Nación, que sostienen que el déficit fiscal se puede corregir con el crecimiento de la economía, se comprende la costumbre que tienen muchos argentinos y residentes con capacidad de ahorro de atesorar en moneda extranjera, o en activos dolarizados.

Pero además, la larga historia de prohibiciones, exceso de regulaciones y hasta cepos, como el que en la actualidad rige para diversas operaciones de cambio, reservadas para muy pocos -menos del 6 por ciento de los trabajadores pueden comprar divisas para ahorro- incentiva la marginalidad de la economía, la cual se resiste a bajar del 40 ó 35%, sea en el mercado de trabajo, o en la generación agregada de riqueza.

De ahí que una de las metas que debería proponerse una buena administración del país es generar las condiciones para que los habitantes y empresas puedan recuperar capacidad de ahorro y se desactiven todas las normas y medidas que directa o indirectamente contribuyen a mantener altos índices de informalidad, como claramente acaba de pedir de Coordinadora de las Industrias de Productos Alimenticios.

De lo contrario, no sólo en la Argentina se continuará “ahorrando poco y escondiendo mucho”, como sintetizó en una conferencia el economista jefe de un banco, sino también con repetidos episodios de tensiones en el mercado de cambios, como los que reaparecieron desde fines de julio.

Mejor que lo previsto, no significa estar mejor

La tasa de inflación continúa dando muestras de desaceleración, tanto respecto de los últimos meses como más aún en comparación con el desborde que tuvo lugar en la primera mitad de 2014. Eso puede llamar a engaño de creer que se está mejor.

Pero la realidad social que acaba de difundir el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina reveló que el cuadro de pobreza e indigencia a fines de 2014 resultó sustancialmente peor que el estimado para el año anterior, y nada indica que en el primer semestre de 2015 se verificó un punto de inflexión.

Una de las causas de ese deterioro no es otra que la persistencia de una elevada tasa de aumento de los precios al consumo, provocada por el creciente déficit fiscal que se financia con emisión de dinero por parte del Banco Central.

Aún así hay quienes creen ver entre los empresarios de compañías líderes que “el pesimismo mostrado en la medición de fines de 2014 no se vio convalidado en la realidad de este período”, según una de las conclusiones que surgieron de la Encuesta de Expectativas de Ejecutivos que realiza D´Alessio IROL para IDEA.

Sin embargo, a la hora de hacer una evaluación de la situación económica del primer semestre sólo 17% de los ejecutivos, esto es uno de cada seis, dijo que su empresa estaba mejor o moderadamente mejor, en contraste con 53%, poco más de uno cada dos, que estaba moderadamente peor o mucho peor. De ahí surgió un saldo de respuesta negativo de 36% de los 182 consultados.

Y si bien las previsiones para la segunda mitad del corriente año se interpretaron como mejores, el sondeo de marras también dejó un resultado neto de nuevo deterioro de 12% de los casos, habida cuenta de que frente a 29% de respuestas positivas se contrapuso 41% que indicaron que presupuestan nuevo retroceso, se agrega al arrastre desfavorable de los últimos años.

Frente a ese cuadro, que ha llevado a un sostenido debilitamiento de la inversión productiva, por inquietante aumento de la capacidad ociosa en las fábricas, pero también en el mercado laboral y en el sistema financiero en su conjunto, no parece descabellado pensar que “ya finalizando el actual mandato, los empresarios prevén que no habrá mayores sobresaltos”, concluye el trabajo de D´Alessio IROL para IDEA.

Esa reflexión no implica que “lo peor ya pasó”. Por el contrario, el sondeo de expectativas determinó que “se ha ampliado la brecha de la capacidad disponible, como consecuencia de la retracción de las ventas y sólo una de cada cuatro empresas opera por sobre el 85% de su potencial, cuando antes del cepo cambiario esa proporción se daba en la mitad de las compañías consultadas”.

Demasiado sesgo economicista

Un punto que parece inquietante es que según el citado relevamiento de D´Alessio IROL para IDEA es que muchos empresarios “requieren de los candidatos presidenciales definiciones sobre cuatro puntos: educación, justicia, seguridad y política impositiva”, y agregan que “la competitividad cambiaria está más determinada por el tipo de cambio que por factores estructurales”.

Sin negar la relevancia de esos cuatro puntos, parece necesario resaltar la importancia de recuperar las instituciones básicas de respeto a la división de poderes; velar por preservar el valor de la moneda con un Banco Central que cumpla con su rol de regulador en lugar de actuar como un prestramista de útima instancia del Gobierno nacional; la solvencia fiscal; honrar los fallos judiciales, tanto nacionales como internacionales; fomentar la innovación y desarrollo como prerrequisito para impulsar el emprendedorismo y con ello la generación de empleos de calidad, con apertura de la economía. Sólo así se podrá llegar a una genuina política inclusiva, que potencie el mercado interno, la inversión y el comercio exterior.

Un nuevo informe del Foro Económico Mundial (WEF, en sus sigas en inglés) observa que “en general el país sigue enfrentando condiciones macroeconómicas adversas”, que lo ubican en el puesto 102 sobre 144 naciones evaluadas, y que afectan su acceso al crédito (134); padece de débiles instituciones (137), y se ubica negativamente en el ránking de corrupción (139). También calificó al gobierno de ineficiente, con un puntaje que lo encasilló en el lugar 142, casi al final de la tabla. Con ese escenario, no sorprende que también catalogue a la Argentina como altamente ineficiente en los mercados de bienes (141), laboral (143), y en el financiero (129).

Estos indicadores que revelan los obstáculos para el desarrollo del país y la consecuente reducción del strong>elevado núcleo duro de pobreza y de economía informal, no parece que sólo se puedan corregir con una revisión de la política tributaria y cambiaria, como surge del informe de expectativas de los ejecutivos que hizo D´Alessio IROL para IDEA.

Y tampoco pareciera que se pueda lograr con acciones gradualistas, en particular en lo que respecta al objetivo de volver a la tasa de inflación de un dígito anual abajo, como proponen muchos economistas que temen hablar de políticas de disciplina fiscal de shock para reimpulsar la actividad productiva con el énfasis puesto en la inversión productiva y en infraestructura, junto con las exportaciones, que incentiven el empleo privado para absorber no sólo a los desocupados sino también a los activos ociosos en el sector público.

En medio de un desbarajuste no se puede ganar competitividad

“Para que una economía crezca y pague sus compromisos debe crecer, ser competitiva y evitar ajustes que deterioren su capacidad de pago”, escribió el lunes último Alejandro Vanoli en Twitter, utilizando un canal de comunicación poco común en el mundo para un presidente del Banco Central.

Dicho así parece una receta muy sencilla, casi de sentido común, que no requiere haber pasado por los claustros universitarios y mucho menos haber hecho cursos de especialización y masters en economía, microfinanzas y managment, para comprender por qué es así, y no hay otro modo.

Pero estamos en la Argentina, y la autoridad monetaria que se hace tiempo para comunicarse por la red social con sus seguidores, no necesariamente con sus pares, y probablemente menos con sus vecinos de Economía, no se ha dedicado a analizar por qué hace ya varios años, como mínimo cuatro, que las empresas radicadas en el país no logran crecer y el propio Gobierno no les deja pagar la totalidad de sus compromisos, porque la política así lo ha decidido unilateral y discrecionalmente.

A eso y no a otra cosa han contribuido en primer lugar el cepo cambiario, las DJAI y otras restricciones que desde fines de 2011 se dispusieron para el movimiento de divisas por parte de la economía real, y la continuidad de la no actualización de los balances por inflación, mientras que en los últimos tiempos se sumaron mayor flexibilidad para la venta de dólares para tenencia o ahorro de las familias, el atraso cambiario y tarifario, y la consecuente destrucción de oportunidades laborales.

Además, se fueron agregando otros factores que día a día contribuyen a ahondar la pérdida de competitividad de la producción nacional, tanto de los sectores con mayores ventajas comparativas con el resto del mundo, como el agro, en particular de explotación extensiva como la producción de cereales, oleaginosas y la ganadería, como más aún de la industria manufacturera, como la inflación en un rango de dos dígitos altos; consecuente suba de los salarios en una proporción similar, junto a la creciente presión tributaria, también a tasa de dos dígitos porcentuales, en tanto que el tipo de cambio sube a la mitad y hasta la tercera parte de esas variables.

Eso no es todo. La restricción energética lleva en este invierno en el que por el atraso tarifario y manejo discrecional, ya que gran parte de los sectores de mayores ingresos pagan por sus consumos mucho menos que los que están limitados por no tener acceso al sistema interconectado de luz y gas natural, y a los que se les corta el suministro, como a industrias, porque se las fuerza a operar con generación alternativa con mayor costo.

La lista podría ampliarse, pero creo que la descripción es suficientemente extensa y comprueba que ese coctel de discrecionalidad y la persistencia en varios rubros de precios administrados, han erosionado al extremo la competitividad y rentabilidad de la producción nacional, la cual se manifiesta no sólo en una sostenida aceleración del ritmo de caída de las exportaciones, y también de las importaciones, sin que eviten esos movimientos la extinción del superávit de la balanza comercial con el resto del mundo, sino también en la contracción del consumo de bienes durables y también no durables.

El Indec emite señales de alerta pero no se las toman en cuenta

La consecuencia de esa política ya no la puede ocultar ni el Indec, porque en la última Encuesta Anual de Hogares Urbanos, correspondiente al tercer trimestre de 2014, reveló que no sólo en el último año se destruyeron 409.000 empleos netos y sino también que hay más de 43% de los desocupados que llevan más de seis meses parados, según el último análisis del Instituto de Estudios Laborales y Sociales de la UCES, y otra porción importante de ex ocupados que no aparecen en la estadística por haber abandonado la búsqueda de una nueva oportunidad laboral, al verse desalentandos por el continúo fracaso que provoca una economía cerrada y con baja inversión en capital físico.

Es más, expertos internacionales mostraron en un seminario organizado por el Banco Ciudad y el IAE que “una economía aislada del mundo y que desalienta la competitividad no permite promover el emprendedorismo, para generar empleos y mejores salarios, en base a la innovación e incorporación de tecnología de punta”.

Para peor, sin anuncios ni publicidad, la Secretaría de Finanzas actualizó la serie de la deuda pública que estaba limitada al primer semestre de 2014 al total del año, y mostró que a tono con el desequilibrio creciente de las finanzas públicas, creció en sólo seis meses en u$s22.800 millones, a un ritmo de casi 20% por año, sin que se observen en contrapartida mejoras relevantes en la infraestructura.

Por el contrario, el fuerte aumento de la deuda pública proyecta más necesidades financieras para su repago, con sus consecuentes efectos sobre las finanzas del sector privado, y consecuentemente sobre las posibilidades competitivas de las empresas, en particular las PyME que fueron las más afectadas desde que se impuso el cepo cambiario y las restricciones comerciales y financieras a fines de 2011, y se sostienen en la actualidad.

Pese a ese cuadro, hay algunos economistas, no sólo del oficialismo, sino incluso de algunas consultoras privadas, como Elypsis, que consideran que “el aumento de la pérdida de competitividad ya no es tal, porque la diferencia entre la tasa de inflación real y la de devaluación nominal del peso comenzó a ser neutralizada con la depreciación del dólar en el mundo”.

Y no sólo eso, sostienen que “los desequilibrios que enfrenta la economía, principalmente la falta de dólares, podrá corregirse a partir de 2016 con políticas gradualistas, a partir de la solución del financiamiento internacional con un acuerdo del próximo Gobierno con los holdouts, cualquiera sea el signo que triunfe en las elecciones presidenciales, dado el poder del presidente sobre cualquier aparato partidario”. Incluso, afirman que “el abultado desequilibrio fiscal, del orden de 5,5% del PBI, no genera impacto inflacionario, porque en la actualidad tiene efecto monetario neutro”.

Sin embargo, los mismos analistas observan que “la desaceleración de la inflación habría encontrado un piso en torno a 1,5 a 1,7% al mes, con 0,5% en los precios controlados y administrados y 1,8 a 2% en el resto”, mientras que el tipo de cambio oficial sube 1%. De ahí surge una brecha negativa de competitividad cambiaria cercana a 1% nominal y 0,5% real por mes, que se agrega a la que se arrastra en forma acumulativa desde hace cuatro años, con magnitudes elevadas y variables según los sectores de actividad.

Kicillof no hace buenos pronósticos

El ministro de Economía advirtió el último martes que los economistas ortodoxos son “eunucos de teoría y, por eso, no entienden la realidad y llevan 12 años de pronósticos fallidos”.

Mientras el ministro apelaba a esas descalificaciones de muchos de sus colegas, del país, de la región y del mundo, a pocas cuadras se reunía un grupo de dirigentes empresarios con editores de diarios, agencias de noticias y portales, e invitaban a la sociedad en su conjunto, comenzando por la dirigencia política, a tomar la posta de la Constitución y volver al respeto de las instituciones y la legalidad.

El funcionario -que disertó en un encuentro organizado por la Asociación de Economía para el Desarrollo de la Argentina (AEDA), sostuvo también que “el Estado es la herramienta más poderosa para crear mercado” y que “generar demanda es la mejor política para el crecimiento, porque si no hay demanda no va a haber inversión en la oferta”.

Claramente, me quedo con la “ortodoxia” que marca la Constitución y no con la heterodoxia de un ministro que en la teoría se dice que ha mostrado suficientes galardones académicos, pero que en la práctica es uno de los responsables del estancamiento de la economía, la consolidación de los niveles de pobreza, aunque le resulte “estigmatizante” hablar del tema y se resista a habilitar a los técnicos del Indec para que cumplan con la tarea de cuantificar esa realidad social, para poder diseñar las mejores políticas para erradicarla; y el cierre creciente de la economía, junto al retorno de un abultado déficit fiscal y del endeudamiento improductivo del fisco.

Es muy común entre la dirigencia política ver los defectos del vecino y opositores, e ignorar los propios, en particular cuando se tiene función ejecutiva y por tanto se influye en los resultados que tanto se critican.

Kicillof no pasa la prueba ácida de dar crédito a sus denuncias, porque es uno de los que más ha fallado en los pronósticos económicos. Claro está que me refiero a los que el Indec aún permite constatar, porque el cotejo con los datos reales lo degradarían mucho más.

Desde que asumió el cargo de ministro quien ahora trata de “eunucos de teoría” a los economistas del sector privado y más aún de partidos políticos opositores al gobierno nacional no ha logrado cumplir con las metas que fijó en sus presupuestos nacionales y que obligó a sus legisladores a aprobar casi a libro cerrado. “Mis pronósticos no son pasibles de cambios, porque yo no soy un eunuco de teoría”, parece pensar el ministro y lo hace saber a sus dependientes. Haz lo que digo, no lo que hago. Las pruebas están a la vista y grabadas en las páginas de Economía en Internet.

Como Axel Kicillof asumió la conducción de Economía en diciembre de 2011 cuando la presidente Cristina Kirchner lo había designado secretario de Política Económica y Planificación del Desarrollo, con funciones de viceministro, se puede decir que es el responsable de los supuestos del Presupuesto 2013 que se presentó en septiembre de 2012 al Congreso y siguientes, ya como ministro desde diciembre de 2013 cuando el anterior, Hernán Lorenzino dijo “me quiero ir”.

Para 2013 había previsto un aumento del PBI y del consumo de 4,4 y 4,3%, pero la realidad que midió el Indec marcó una suba de la creación de riqueza de apenas 2,9%, aunque alcanzó la meta de consumo. También cumplió con la meta de inflación oficial de 10,8%, pero no pudo lograr lo mismo en materia cambiaria, puesto que frente a un objetivo de 5,1 terminó el año en 6,52 pesos por dólar, tampoco la estimación de exportaciones e importaciones, las cuales quedaron más de 10% abajo.

El fenómeno se agravó en 2014, porque insistió con sus estimaciones optimistas y alejadas de la realidad, en lugar de tomar nota de los errores del pasado reciente. El PBI que había previsto que iba a crecer 6,2% terminó con un suba de apenas 0,5% y el consumo que había proyectado una expansión de 5,7%, cerró con una contracción de 0,1%. Y la inflación que había estimado en 9,9% terminó en 24%, casi una vez y media más. Otra vez, los datos del comercio exterior quedaron más debajo de las metas.

Probablemente, los pronósticos oficiales y privados mejorarían sustancialmente si de una vez por toda la dirigencia gobernante se limitara a respetar la ortodoxia, entendida por las enseñanzas y reglas que durante siglos fueron enriqueciendo a las sociedades modernas y que tienen ambiciones de desarrollo y progreso, en lugar de empeñarse con quedarse y volver al pasado donde abundaban las prácticas dictatoriales, absolutistas y cada vez más lejos de las buenas costumbres de convivencia.

La heterodoxia es necesaria en ocasiones, pero cuando se la adopta como regla, es señal de fracaso, como se advierte en la vigencia de la Ley de Emergencia Económica por más de 15 años, o en la multiplicación constante de los planes asistenciales, porque no se siguen políticas ortodoxas para terminar con el flagelo de la pobreza e indigencia, más aún en un país que produce alimentos para abastecer al equivalente a 11 argentinas, y podría duplicarse si se implementaran medidas pro empresa y pro argentina.

Lección aprendida a medias
La última. El ministro sostiene que “generar demanda es la mejor política para el crecimiento, porque si no hay demanda no va a haber inversión en la oferta”. Con esa definición Axel Kicillof parece haber olvidado que la inversión es también un componente vital de la demanda agregada, junto a las exportaciones. La oferta se compone por el PBI y las importaciones.

Se sabe que la inversión bruta interna fija representa alrededor de un tercio del consumo interno. Pero haberla descuidado con políticas de precios administrados; tipos de cambios múltiples; cepo al giro de dividendos por parte de las empresas multinacionales; y asfixiante presión tributaria, entre otras inseguridades jurídicas, han gravitado en contra del consumo de las familias, porque no sólo desalentaron a los emprendedores con capacidad de generar empleos y elevar la calidad de vida del conjunto de la población, sino porque, peor aún, derivó en la destrucción de puestos de trabajo privados, los cuales no pudieron ser compensados con una exagerada expansión de la dotación en el sector público.

Así se llegó a la situación actual de creciente déficit fiscal, inflación firme en el 2% por mes y sostenido deterioro de la balanza comercial, prenunciando un nuevo fracaso de los pronósticos que el ministro selló en el Presupuesto 2015.

Ganancias ya casi grava la pobreza

Históricamente el Impuesto a las Ganancias, que sucedió al original bautizado a las rentas, comprendía a las empresas y a trabajadores, asalariados y autónomos de elevados ingresos, con el explícito propósito de contribuir a una mejor distribución de la riqueza hacia los que menos tienen, sea a través de su aporte indirecto al financiamiento de los planes sociales, sea para encarar obras de infraestructura en todo el país. Por eso lo recaudado con ese tributo es coparticipable con el conjunto de las provincias.

Sin embargo, desde la salida de la convertibilidad y el regreso a un ambiente de alta inflación, como mecanismo histórico de las políticas populistas para financiar el gasto social, se dejó arbitrariamente de actualizar los mínimos no imponibles en forma automática por la variación de los precios para el caso de los trabajadores (con muy limitadas excepciones) y no se reactivó la autorización de los ajustes por inflación de los balances de las empresas, en ese caso por la variación de los precios mayoristas no agropecuarios que calcula el Indec. Continuar leyendo