Ganancias ya casi grava la pobreza

Daniel Sticco

Históricamente el Impuesto a las Ganancias, que sucedió al original bautizado a las rentas, comprendía a las empresas y a trabajadores, asalariados y autónomos de elevados ingresos, con el explícito propósito de contribuir a una mejor distribución de la riqueza hacia los que menos tienen, sea a través de su aporte indirecto al financiamiento de los planes sociales, sea para encarar obras de infraestructura en todo el país. Por eso lo recaudado con ese tributo es coparticipable con el conjunto de las provincias.

Sin embargo, desde la salida de la convertibilidad y el regreso a un ambiente de alta inflación, como mecanismo histórico de las políticas populistas para financiar el gasto social, se dejó arbitrariamente de actualizar los mínimos no imponibles en forma automática por la variación de los precios para el caso de los trabajadores (con muy limitadas excepciones) y no se reactivó la autorización de los ajustes por inflación de los balances de las empresas, en ese caso por la variación de los precios mayoristas no agropecuarios que calcula el Indec.

De este modo, se pasó a gravar de modo creciente a los ingresos nominales de los asalariados, pese a que en una economía con inflación de dos dígitos altos al año eso no constituye un indicador de mejora de la capacidad de compra y de la calidad de vida del trabajador.

Según la metodología que utiliza el sociólogo Artemio López se puede catalogar de hogar de clase social media al que suma un ingreso mensual habitual de entre 4 y 8 salarios mínimo vital y móvil, esto es, entre 18.864 y 37.728 pesos. De ahí surge que el mínimo imponible de $15.000 actual significa que se pasó en la última década de gravar las altas rentas a un rango inferior cada vez más cercano a la base de pobreza.

Conforme a ese método de estratificación de la sociedad por nivel de ingreso relativo, el mínimo no imponible debería elevarse a un piso de $38.000 por mes, si se respeta el principio objetivo de abarcar exclusivamente a los sectores de ingresos medios altos (hasta $150.000) y altos, superiores a ese rango, los cuales en la serie de Distribución del Ingreso del Hogar a fines de 2014 sólo comprenden a un 3 ó 4% de las familias argentinas.

Presión tributaria insoportable
Otra forma de verificar la creciente voracidad fiscal sobre los trabajadores, más aún sobre los autónomos que sobre los asalariados y jubilados, para “sacar plata hasta de abajo de las piedras”, para hacer Economía frente a un gasto público desbocado, es ver la serie que relaciona el mínimo no imponible con la remuneración promedio que surge de la estadística de variación de los salarios que elabora el Indec.

A fines de 2001 era de 3,96 veces y se redujo hasta 2,56 a fines de 2005, ya que en el año siguiente se decidió subir la base de imposición y elevarse las escalas de la denominada “Tablita de Machinea”, repuntó a 3,22 y volvió a casi 4 en el primer mes del último año de mandato del ex presidente Néstor Kirchner, cuando se dispuso una nueva elevación del mínimo no imponible. Pero rápidamente volvió a “licuarse”, al punto que, al asumir Cristina Kirchner la primera presidencia, esa relación había retornado a 3,27 veces.

En ese rango se sostuvo, como punto de referencia el cierre de año, hasta fines de 2008, pero en el recesivo 2009 la relación se agravó a 2,8 veces, cuando cualquier política de incentivo al consumo hubiese recomendado volver al origen.

Y si bien en los dos años siguientes Economía se mostró más flexible que ahora para elevar el mínimo no imponible, y también las escalas de las deducciones generales y personales, se trataron de ajustes cosméticos, porque en términos relativos los trabajadores continuaron no sólo aumentando la entrega de parte de sus ingresos en relación de dependencia al fisco como si fueran ganancias especulativas, o fruto de contingencias, sino que además se amplió el universo de contribuyentes al fisco, porque pasaron a tributar los salarios superiores a 2,5 veces el promedio de la economía, en valores brutos.

El cuadro se agravó sustancialmente desde la imposición del cepo cambiario a fines de 2011, porque no sólo disparó la inflación, que forzó un ajuste nominal de las remuneraciones, y también el punto de quiebre de la bonanza que arrastraba la actividad productiva, porque fue complementado con el congelamiento del mínimo no gravado por un año. De ahí que pasaron a tributar las remuneraciones mayores a dos salarios promedio.

En 2013 Economía sorprendió con una ingeniería tributaria particular que introdujo mínimas correcciones, pero al costo de generar severas inequidades, en particular a futuro, con la ruptura de un principio internacionalmente aceptado que establece que “a igual ingreso y condiciones familiares, la carga impositiva debe ser idéntica”, pero no cambió mucho la tendencia de aceleración de la presión fiscal sobre los asalariados, y más aún sobre los autónomos e independientes. El mínimo no imponible pasó a representar 2,33 veces el salario promedio para los beneficiarios del decreto 1242/13 y 1,94 para el resto. Hoy esas relaciones se achicaron a 1,65 y 1,37 veces, respectivamente. Para volver a la relación de 2001 el mínimo no imponible para asalariados y autónomos debería elevarse a 45.000 pesos.

Semejante distorsión del ahora mal llamado Impuesto a las Ganancias no sorprende que haya llevado a que surjan cortocircuitos en el área económica, entre los técnicos especialistas en el tema que saben que están cometiendo atrocidades que no podrán mostrar como ejemplo en ningún seminario nacional, regional y menos aún internacional de tributaristas, y los políticos dominados por una ideología arcaica y probadamente fracasada, que ha llevado a la vuelta de altas tasas de inflación, déficit fiscal descomunal y persistente pérdida de mercados internacionales, con el consecuente efecto depresivo sobre el ingreso real de las familias.

Más eficiente y conducente a la declamada “inclusión social” sería que de una vez por todas las autoridades recurran a los libros y experiencias recientes, que enseñan que la mejor manera de recaudar más sin aumentar persistentemente la presión tributaria es fomentar la inversión y la apertura comercial, para que se constituyan en los pilares del crecimiento del empleo, la productividad y el salario real, y alimenten un sostenido incremento del consumo de las familias.