Umberto Eco, Occidente e Islam

Umberto Eco fue un escritor y un intelectual con impronta global. Con motivo de su fallecimiento, el último 19 de febrero, me gustaría, a modo de homenaje, hacer una breve mención sobre sus pensamientos relacionados con mi campo de investigación: el intercambio entre Occidente e Islam (con mayúscula, el mundo musulmán), y el fenómeno del extremismo islámico contemporáneo.

Eco fue, sin lugar a dudas, un espíritu lúcido como crítico. Respetado mundialmente, el docto italiano se sumó al debate que nació a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando intelectuales y comentaristas por igual comenzaron a tratar la tesis del choque de civilizaciones.

Para comenzar, desde el punto de vista del rigor académico, Eco era un tradicionalista que advertía sobre la importancia de lo metodológico en las ciencias. El literato se alarmaba frente a la actitud prepotente de muchos intelectuales, que tratan cualquier tema sin los debidos conocimientos que imparte el estudio. Con esto se refería a los opinólogos que abordan los temas de actualidad como si fuesen oráculos, preparados para dar respuestas instantáneas a cualquier aflicción. Por ello, a razón de esta observación, se puede decir que Eco reconocía honestamente sus propias limitaciones. Un intelectual cauto, prefería recurrir a las enciclopedias antes que a internet. Sospechaba de las nuevas tecnologías mediáticas, porque —según lo insinuaba— competían contra la “función de filtro” que tiene la cultura para determinar lo que es importante de lo que no, como asimismo qué opinión es calificada y cuál no. En su resquemor a los medios, expresaba lacónicamente: “La verdad no se encuentra en el tumulto, sino más bien en una búsqueda silenciosa”. Continuar leyendo

El peligro del terrorismo islámico en Europa

A partir de una nota del Sunday Express, la semana pasada los medios conjeturaron que alrededor de cuatro mil yihadistas habrían entrado a Europa, camuflados entre los refugiados sirios. Sacando ventaja del enorme flujo migratorio hacia el continente, a suerte de caballo de Troya, el Estado Islámico (ISIS) habría infiltrado a combatientes experimentados con el objeto de reclutar nuevos miembros, formar células locales, y perpetrar ataques terroristas. Lastimosamente, lejos de ser esto solamente una especulación mediática, es una realidad severa que podría llegar a materializarse en un atentado. Cualquier estimación contraria es lisa y llanamente negligencia. Se trata de un escenario adverso que ya ha sido vociferado por varios funcionarios, entre ellos el ministro de Interior español, el ministro de Educación libaneses, el director de Inteligencia estadounidense, e incluso el Papa.

Ahora bien, ya desde un principio no haría falta poner la lupa en los refugiados para sonar la alarma. Europa viene atestiguando en la última década un auge en actividades terroristas llevadas a cabo por musulmanes radicales. En contexto, y para ilustrar, alcanza con pasar revista a sucesos como los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid, del 7 de julio de 2005 en Londres, del 29 de marzo de 2010 y del 21 de enero de 2011 en Moscú, entre tantos otros. Más recientemente, entre el 7 y el 9 de enero de este año, los atentados en París (Charlie Hebdo, Hyper Cacher) volvieron a manifestar la vulnerabilidad de las capitales europeas frente al terrorismo. Lo peor del caso es que los responsables, asesinos, cómplices y perpetradores, no siempre provienen de un país musulmán extranjero, pero suelen ser nacionales del Estado atacado -españoles, británicos, rusos o franceses. Continuar leyendo

La previsible revelación de los cables sauditas

La semana pasada la polémica WikiLeaks comenzó a difundir cientos de miles de documentos clasificados del Ministerio de Relaciones Exteriores de Arabia Saudita que, desde ya, por la naturaleza de su contenido, complican la imagen de la conservadora, rica y reservada monarquía del Golfo. Según lo reportado por la organización presidida por Julian Assange, entre los cables se encuentran reportes altamente secretos que dan cuenta del modus operandi de la política saudita, basado esencialmente en la compra de influencia mediante sobornos y el flujo de dinero a individuos e instituciones clave. Sin embargo, pese a lo revelador que resulta este Saudigate a los efectos de comprender mejor las intrigas sauditas, el contenido extraído por WikiLeaks difícilmente sorprende. Arabia Saudita es después de todo un país cuya relevancia en la escena global se expresa en términos de petrodólares; sus funcionarios tienen a su alcance una chequera que no conoce límite y que le permite al país comprar la preeminencia que de otro modo no tendría.

La publicación de los cables no ha trascendido como noticia en América Latina, y aun así es una primicia que creo que podría ser tomada para estudiar. Quizás, en términos más generales, el comportamiento de los Estados que utilizan el caudal monetario que deviene de sus riquezas fósiles para financiar su política exterior. En el caso que aquí nos compete podemos extraer algunas observaciones. Según lo constatado hasta ahora por los cables filtrados, los sauditas no tienen escrúpulos a la hora de comprar el silencio de medios e instituciones. También ha quedado (otra vez) en evidencia que el Gobierno saudita mantiene vínculos con terroristas y que se destinan recursos públicos -aunque en rigor todo le pertenece a la familia real y no al pueblo- para monitorear la actividad de sauditas en el extranjero. Continuar leyendo

¿Qué significa la disolución del Gobierno de unidad palestino?

La semana pasada los medios anunciaron que Mahmud Abás, el presidente de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), disolvería a la brevedad el Gobierno de unidad palestino, formado un año atrás para reconciliar al partido tradicional Al-Fatah con el islamista Hamás. Si bien las cadenas de noticias hicieron bien en hacer eco de esta novedad, a mi criterio no han sabido explicarle al público en general cuáles serán las implicancias venideras, o cómo será el panorama político de los territorios palestinos de aquí en adelante. Lo más importante que debe ser dicho es que la ruptura formal de Fatah y Hamás era algo que los analistas ya se veían venir desde hace tiempo. Partiendo de la base que ambas organizaciones han probado ser mutualmente excluyentes en reiteradas ocasiones, podría inferirse que la ruptura de la supuesta unidad no representa otra cosa que la decisión de Abás, heredero de Yasir Arafat, de prescindir de las apariencias de fraternidad y entendimiento con Hamás.

Para situar el caso en contexto, Fatah es la facción que históricamente ha tenido más predominio en el foro multipartidario que representa la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Si hay algo para decir a grandes rasgos del partido que encabeza Abás es que es una plataforma autocrática y populista por excelencia. El movimiento fue fundado en 1957 por Yasir Arafat y llegó a adquirir fama internacional por su notorio accionar terrorista durante las tres décadas que precedieron la firma de los tratados de paz (Oslo) en 1993. Detrás del telón del conflicto palestino-israelí, Arafat, un oportunista nato, consolidó su poder haciendo malabares discursivos para atraer a su causa a representantes de todo el espectro político palestino. Ávido planificador, Arafat supo amasar una red de financiamiento ilegal sin parangón en ningún otro grupo no estatal, dándole el lujo de financiar su propio mito, y eventualmente el poder de manejar las arcas palestinas a discreción, y sin ningún tipo de control. Abás, también conocido como Abu Mazen (por su nom de guerre y kunya) asumió la dirigencia palestina cuando Arafat falleció en 2004. De acuerdo con la ley vigente su mandato debió de haber terminado en enero de 2009, pero aun seis años más tarde continúa en el cargo, y a esta altura ya no hay indicios creíbles de que vaya a renunciar.

Hamás, desde otro lado, fundada en 1987, tuvo que trabajar diligentemente durante dos décadas hasta arrebatarle el poder a Fatah en la franja de Gaza. En contraste con la facción tradicional, caracterizada por tener una orientación secular, Hamás es y siempre fue una agrupación islamista que nunca se molestó por ocultar su identidad. Su éxito sin embargo no vino ligado, al menos no enteramente, a la atracción que la idiosincrasia política y religiosa del movimiento podía ejercer, pero sino también al hecho que Hamás en su momento representó la única alternativa viable a la veterana – y muchos dirían corrupta – guardia de Fatah. En enero de 2006 la agrupación islamista obtuvo una victoria contundente en las elecciones generales marcando un hito; demostrando en efecto que la dominación por parte de los dirigentes de siempre podía caer. Siguiendo el protocolo, a continuación siguió un Gobierno de unidad que resultó en un estrepitoso fracaso. Pese a los comicios, Abás alienó a la comitiva parlamentaria de Hamás y en breves cuentas los islamistas perdieron la paciencia. En junio de 2007 en Gaza se llevó a cabo, a manos de Hamás, una purga violenta de la dirigencia de Fatah, resultando en la cabal división de Palestina en dos entidades diferentes. Está la palestina basada en Cisjordania, el bastión de Fatah, y la palestina de “Hamastán”, el reducto comandado por los islamistas en Gaza.

Desde entonces, y como sería de esperar para el observador del conflicto palestino-israelí, las hostilidades y los bretes con Israel han provisto causa suficiente para fomentar la unidad palestina. Sin embargo, más allá de las fotos y los discursos, lo cierto es que nunca hubo una verídica reconciliación entre las fuerzas que disputan la representación de la causa de los palestinos. Ambos partidos son mutuamente excluyentes porque los dos comparten una aversión hacia compartir el poder. Siendo que las dos plataformas se afianzaron bajo fundaciones ideológicas maximalistas, cada una de estas estructuras ve en la otra una amenaza – sea porque la misma representa toda la decadencia de un modelo agotado e inoperante (como ve Hamás a Fatah), o bien porque signa la irrupción en la política de fanáticos e insulsos aficionados (como ve Fatah a Hamás). Se trata en definitiva de un juego de suma cero, en donde la desconfianza y el escepticismo han prevalecido sobre cualquier acuerdo. Vale recalcar en este sentido que el supuesto Gobierno de unidad acordado el año pasado significó el sexto intento por alcanzar una conducción mixta.

Crónica de un fracaso anunciado, la crisis contemporánea fue atribuida a la irritación de Abás por no pinchar ni cortar en Gaza, donde Hamás se niega a compartir influencia, sobre todo en lo que respecta a la cuestión de seguridad y defensa, que eufemismos de lado, significa el patrimonio para hacerle la guerra a Israel. Parte de lo que explica el juego de suma cero entre las facciones contendientes pasa por una pugna por ver qué organización tiene más credenciales combatiendo a la entidad sionista enemiga. En cierta medida cuando Hamás le tira cohetes a Israel Fatah pierde credibilidad; y cuando hay algún evento o conmemoración, a veces parecerían verse en el aire más banderas verdes de Hamás que amarillas de Fatah. Explicando la reticencia de Abás a compartir el poder, sucesivas encuestas vienen mostrando que entre los palestinos Ismail Haniyeh de Hamás suele ser más respetado que la investidura de Abás, de modo que el líder, ya octogenario, no podría revalidarse convocando a elecciones sin antes arriesgar perjudicarse. A Abás el tiro le podría salir por la culata, y de ser así, posiblemente estaría abriéndole la puerta a un Gobierno islamista en Cisjordania, cosa que indubitablemente oscurecería todo prospecto de paz en la región.

En los últimos años Abás ha querido mostrar su faceta de combatiente llevando la lucha por el reconocimiento de un Estado palestino a los foros internacionales de las Naciones Unidas, donde ha obtenido victorias simbólicas, que aunque prematuras y carentes de impacto real, le han valido repuntar puntos como cabecilla. Desde luego, en términos de la realpolitik, un Abás fuerte es naturalmente preferible a un Haniyeh fuerte, en tanto con el primero se puede discutir de paz y con el segundo no. En la medida que no deponga la vía de las armas en sus tratos con Israel, en lo que concierne a la política internacional, Hamás seguirá siendo considerada una organización terrorista por los grandes actores. Abás hasta ahora ha sabido capitalizar la indecorosa posición de sus rivales islamistas, justificando su mandato prolongado y la perpetua postergación de reformas democráticas en la necesidad de trabarle la puerta a Hamás – y por así decirlo, en la máxima diablo conocido mejor que diablo por conocer. El problema de esta postura es que la urgencia al corto plazo ha inhibido el desarrollo institucional de los palestinos, y ha enceguecido a los ministros de exteriores frente a los abusos cometidos por Abás, a quien rápidamente tildan como moderado y amante de la paz.

Los detractores del hombre fuerte de Fatah, y no necesariamente los islamistas, le inculpan gobernar con un impúdico nivel de autoritarismo, nepotismo y corrupción. Se concede que en sus dominios no hay libertad de prensa, que hay arrestos extrajudiciales, y que en suma, cuando se presta atención en los problemas internos palestinos donde Israel tiene poco que ver, aparece una gran concentración de poder en torno a la figura del presidente. La pauta de este flagelo no solamente viene dada por la disputa partidaria entre Fatah y Hamás, mas también se percibe dentro del propio entorno de Abás. Ejemplo de ello, en 2013 Salam Fayyad tuvo que dimitir de su cargo como primer ministro por impulsar políticas antípodas a la visión cortoplacista oficialista. Laureado economista reconocido internacionalmente, Fayyad era celebrado por sus esfuerzos por consolidar gobernabilidad al largo plazo empoderando a las comunidades locales de forma apartidaría. Ilustrando el mismo punto, en los últimos días han salido informes que indican tensión entre el sucesor de Fayyad, Rami Hamdallah, y su benefactor.

Los eventos recientes exponen la inviabilidad de un Estado palestino dividido territorial y psicológicamente entre un polo islamista y otro secular, mas también muestran la decadencia de las instituciones políticas locales. Con independencia del rol que vaya a jugar Israel, esta realización dificulta por lo pronto la concreción de un acuerdo de paz comprensivo porque no es posible determinar a un solo interlocutor para tanto Cisjordania como Gaza. Por el contrario, cada territorio tiene a su propia autoridad y su propia agenda, y esto implica una complicación al proyecto de un Estado palestino unificado. Por otra parte, dado que el Gobierno israelí había anunciado que no negociaría con la ANP en tanto Hamás tuviera representación en ella, la ruptura podría allanar el paso a una nueva ronda de negociaciones, que podrían decantar en resultados positivos.

Juzgada por sus propios méritos, parecería que la política palestina necesita una tercera opción. De momento lamentablemente la coyuntura complica este anhelo, pues para ganar legitimidad y credibilidad como líder, entre los palestinos no se valoran tanto las credenciales de pichón como aquellas de halcón.

El precio de la retirada estadounidense de Yemen

La situación en Yemen puede derivar en un escenario como el de “Irak, Siria y Libia”, indicó Jamal Bonomar, el enviado especial de las Naciones Unidas para este país, en una videoconferencia con el Consejo de Seguridad. Formalidades aparte, este escenario ya es una realidad que no sorprende en lo absoluto, pues Yemen, uno de los países más corruptos y pobres de Medio Oriente sino el mundo, tiene una larga trayectoria de penosas divisiones marchando desde hace siglos.

La comunidad internacional ha tomado nota de la gravedad de los sucesos recientes en el país arábigo, librado a una guerra civil entre militantes chiitas zaidíes de Ansar Allah, “partidarios de Dios”, mejor conocidos como los hutíes, y las fuerzas leales al presidente sunita Abdu Rabu Mansour Hadi, derrocado a finales de febrero. Sin embargo, tomar nota no necesariamente implica tomar cartas en el asunto, o por lo menos no en función de la resolución del problema. En este sentido, lo que los círculos diplomáticos naturalmente se preguntan es cuál será la acción de Estados Unidos. De momento la respuesta parece apuntar a un “nada”. Después del golpe que depuso al presidente Hadi, Washington decidió cerrar su embajada en Saná, la capital, tras lo que Londres y París hicieron lo mismo. Finalmente, este sábado se anunció que el Pentágono retiraba a un centenar de tropas del país, debido al deterioro de la seguridad y la inestabilidad creciente.

Como lo sugiere el comentario de Bonomar, la pregunta que vale es qué pasará con Yemen. Estados Unidos y sus aliados europeos indirectamente han dejado en claro que por ahora no intervendrán. Además, por más voluntad política que pudieran tener por hacer algo y preservar los intereses occidentales, lo cierto es que no están en condiciones de plantear una estrategia. Ya bastante problema es la situación en Siria y en Irak con el clan al-Assad y el Estado Islámico (ISIS), y aún no hay indicios de que Estados Unidos haya adoptado una estrategia contundente para poner coto a las ambiciones de dichos actores. ¿Qué esperar entonces del futuro de Yemen?

La respuesta viene dada por las fuentes de conflicto. La cita atribuida a Mark Twain, “la historia no se repite, pero rima” cobrará aquí mucho sentido.

Las raíces del conflicto

El conflicto se sustrae a las históricas diferencias sectarias entre sunitas y chiitas. Mientras que el primer grupo representa el 65 por ciento de la población, el segundo compone el 35 por ciento restante. Desde la generalidad, la minoría chiita resiente el trato de la mayoría sunita, culpa a sus dirigentes por la pobreza y el estancamiento del país, y maldice los intentos que estos han llevado a cabo por crear una identidad común yemení basada en las preferencias confesionales de la mayoría. Visto en perspectiva, la inestabilidad resultante de este clima no es nueva. De acuerdo con la historiadora Jane Hathaway, “los zaidíes han sido un elemento volátil desde la adquisición formal de Yemen por el Imperio otomano en 1538”.

Los zaidiés, resumiendo su beligerancia en pocas líneas, lanzaron en 1566 una importante revuelta – una jihad, “guerra santa” – contra la potencia sunita de la época, casi expulsando a los otomanos del territorio yemení, y eventualmente lográndolo en 1635. En 1872 los otomanos volvieron a intervenir, en parte como respuesta a la ocupación británica de Adén de 1839, y retuvieron su presencia, aunque con severas dificultades, hasta la desintegración del Imperio luego de la Primera Guerra Mundial.

Con el colapso del Imperio otomano, los chiitas, mayoría en el norte, declararon un imanato alrededor de Saná, a la par que los sunitas, mayoría en el sur, constituyeron sus vidas bajo dominio inglés alrededor de Adén. El imanato duró hasta 1962, cuando nacionalistas partidarios del líder egipcio Gamal Abdel Nasser tomaron las riendas del poder, dando no obstante lugar a una sangrienta guerra entre revolucionarios y reaccionarios que se prolongó durante ocho años. Por otro lado, en el sur, con el proceso descolonización y la subsecuente retirada de los efectivos británicos en 1967, pronto apareció en escena un Estado comunista afín a la Unión Soviética.

En el contexto de la Guerra Fría, Yemen quedó dividido en dos Estados de orientación secular, y dejando de lado algunos traspiés, la línea de fractura religiosa no fue tan importante como lo fue la fractura política entre socialistas y conservadores. Sin embargo, la guerra en Yemen del Norte deterioró la situación de los chiitas considerablemente. Vale recalcar que en términos de jurisprudencia religiosa, el zaidismo fue el principal lazo de solidaridad entre los yemeníes del norte desde finales del siglo IX, cuando se formó está rama dentro del chiismo.

Siguiendo la unificación de Yemen en 1990 bajo la dirección del dictador Alí Abdalá Saleh (depuesto en 2012) aparecieron los primeros indicios de que las fisuras de índole religiosa comenzaban a reabrirse. Fue precisamente a comienzos de los años noventa cuando los hutíes dieron sus primeros pasos para “promover un renacimiento zaidí”. A raíz de la creciente violencia que sacude Yemen, varios medios internacionales han reportado que la invasión estadounidense de Irak en 2003 fue el catalizador de la insurgencia de esta milicia chiita. Si bien esto es cierto, lo que no ha sido tan difundido es que los hutíes aparecieron antes que nada como una reacción ante la también grave influencia de los wahabitas; intencionalmente alimentada por una Arabia Saudita preocupada ante la marca que sus vecinos chiitas meridionales, acaso en liga con Irán, podrían dejar sobre sus asuntos domésticos.

Sunitas contra Chiitas

El wahabismo es considerado como la rama más ortodoxa y militante dentro del sunismo. Para los wahabitas, los chiitas no solamente son herejes por identificar y deificar a una línea de descendientes de Mahoma, pero lo que es más, en este caso antagonizan particularmente con los zaidiés por su proclividad hacia lo que en la terminología legal islámica se conoce como ijtihad o “pensamiento independiente”. Esto se ve reflejado en que los zaidiés son más laxos que otros chiitas en cuanto a la sucesión del imanato, y sus líderes religiosos permiten la innovación religiosa – la formulación de nuevas leyes basadas en la interpretación de las fuentes islámicas. Un rasgo clave de los partidarios de ijtihad es el reconocimiento que el Corán y los hadices (los dichos orales de Mahoma) deben ser juzgados a la luz del contexto en el que son estudiados. Esta es una actitud que los wahabitas aborrecen, porque se atienen a que la religión es lineal e inflexible, y no consideran que los recados divinos estén sujetos a ningún tipo de innovación, de modo que despotrican contra la interpretación humana de las fuentes.

Paradójicamente, pese a que los zaidiés son los chiitas que más se parecen a los sunitas en ritos y costumbres, esta diferencia teológica prueba encrudecer el conflicto intestino yemení, y empaparlo con toda la tenacidad de la conflagración que se está dando entre sunitas y chiitas en todo Medio Oriente. Yemen es uno de los principales bastiones de Al Qaeda, la renombrada organización wahabita y terrorista; y no obstante, si uno tuviera que guiarse por los eslóganes de las facciones, a simple vista esta organización estaría perfectamente de acuerdo con el lema de los hutíes: “muerte a Estados Unidos, muerte a Israel, muerte a los judíos, victoria al islam”.

Dadas las vicisitudes propias de cualquier país configurado sobre una polarización sectaria latente, en la última década el Gobierno yemení pasó a cortejar abiertamente a los elementos wahabitas para diluir la influencia zaidí. Como suele ser el caso en los anales de Medio Oriente, la autoridad central temía que la primera minoría sea una quinta columna en potencia, con intereses y sentimientos ajenos a aquellos de la mayoría, y que ergo conspirara contra ella. En la medida que los hutíes tomaron predominancia en el norte del país, el Gobierno acusó al grupo zaidí de querer revivir el tradicional imanato a costas de la unidad nacional. La guerra entre las fuerzas gubernamentales y las milicias houtíes comenzó en 2004, y condujo a una crisis humanitaria extensiva que no tiene final en vista, y que ha dejado ya un saldo de decenas de miles de muertos y desplazados.

Al inicio de la contienda, los houtíes enmarcaban la sublevación contra el Gobierno en agravios de índole socioeconómica, la corrupción, y la política exterior del país cercana a Washington. Por estas razones, “los partidarios de Dios” ciertamente cumplieron un rol directo en la caída de Abdalá Saleh en 2012. Mas la “primavera árabe” terminó temprano para los houtíes, en la medida que pronto se sintieron excluidos del nuevo Gobierno, por cuestiones que ya no solamente hacían a una mera disputa de poder. Si hace unos años se hablaba de que el conflicto “se había transformado de uno ideológico y religioso a uno más relacionado con una insurgencia clásica”, con el trasfondo contemporáneo, todo apunta a que esto podría estar corriendo a la inversa.

Crónica de un fracaso anunciado

Además de las complicaciones derivadas de las divisiones sectarias, desde el punto de vista de la gobernabilidad, al analizar Yemen hay que sumar sus características topográficas. Las zonas montañosas en el interior del país han entorpecido los esfuerzos por sentar una administración central en el pasado bajo distintos gobernantes, y las montañas seguirán causando el mismo efecto en el futuro. Fue debido a ellas que los zaidiés pudieron obstaculizar los anhelos otomanos por dominar el extremo sur de la península arábiga, y es gracias (o pese) a ellas que todos los intentos por asegurar un dominio férreo del país sostenidamente en el tiempo se verán severamente perjudicados.

El fracaso de Estados Unidos en retener Afganistán e Irak en el tiempo pone de manifiesto que las fuerzas sociales del sectarismo y las condiciones naturales de la geografía son barreras implacables al fatídico proyecto de democratización y estabilización. Desde una lógica pragmática, la “Primavera Árabe” ha dejado en claro que este primer interés puede resultar contraproducente a los efectos de resguardar este último. Pero aun así, dejando de lado la agenda de “libertad y progreso”, la estabilidad regional prueba ser elusiva, y la administración de Barack Obama da la sensación de haberse rendido frente a la adversa realidad desplegada sobre su mesa.

El dilema de los estrategas castrenses y civiles estadounidenses en relación a Medio Oriente es ahora cómo promover una agenda de estabilidad sin invertir demasiado dinero, ni sacrificar vidas norteamericanas en el proceso. La débil respuesta de Obama al Gobierno sirio y al ISIS, y su determinación por apaciguar a Irán para que este abandone su programa de desarrollo nuclear son ángulos de este dilema.

La retirada estadounidense de Yemen es por supuesto simbólica, siendo que el número de tropas es muy reducido. Ahora bien, al corto plazo tendrá un precio elevado, que se verá reflejado en la falta de información de primera mano sobre lo que ocurre en el país. Más importante, el hecho motivará a los militantes y terroristas de todo espectro del islamismo a plantear batalla a Occidente, añadiendo sustancia a la ya difundida creencia entre los yihadistas de que “Estados Unidos es un tigre de papel”. En este aspecto, la comprensible baja tolerancia de la sociedad norteamericana a las bajas civiles y militares en países lejanos, por causas que no se comprenden del todo, es uno de los principales capitales que los yihadistas han aprendido a aprovechar para el reclutamiento y motivación de sus miembros. Por otra parte, la de la retirada estadounidense también asienta la creencia de que Estados Unidos eventualmente abandonará a sus aliados cuando el panorama se oscurezca – “tirándolos debajo del bus”, para utilizar la expresión norteamericana.

Al largo plazo, lo más triste, trascendental e importante es que la retirada estadounidense no influye en el pronóstico: Yemen estará condenado al fracaso por el futuro previsible. La guerra civil no tiene instituciones públicas que atrofiar porque en principio no hay instituciones por las cuales velar. Dado su historial, falta de estabilidad y pobreza sistémica, Yemen viene en camino a convertirse en Irak, Siria y Libia, pero también en Afganistán y en Somalia. Yemen es el ejemplo rotundo de que no todo Estado puede ser salvado por una intervención militar internacional.

Combatiendo la yihad en La Meca

Entre el lunes y el miércoles de la semana pasada se celebró en La Meca una cumbre entre predominantes figuras de la escena clerical musulmana para discutir la reforma del islam y combatir al terrorismo. Organizada por la Liga Islámica Mundial (MWL), un grupo no gubernamental patrocinado por el Gobierno saudita, el objeto de la cumbre era deslegitimar la insurgencia del ISIS, y revindicar – por supuesto – la posición de la monarquía.

Con el visto bueno del nuevo rey Salman bin Abdulaziz, la cumbre contó con la participación estelar del jeque Ahmed al-Tayeb, el gran imán de la prestigiosa universidad sunita de al-Azhar, de Egipto. En teoría, el motivo de la cumbre era evitar la radicalización de los musulmanes y explorar la naturaleza del terrorismo. Ahora bien, el problema es que la organización convocante, cual agente del Estado saudita, representa a la rama ortodoxa del establecimiento religioso sunita. La Liga Islámica Mundial tiene una orientación wahabita, y es a través de ella que en las últimas décadas se han distribuido las obras de pensadores islámicos radicales por todo el mundo. Alimentada por los petrodólares inagotables del Golfo, esta organización subsidia organizaciones islámicas por el mundo, pero lo hace sobre la base de una agenda conservadora y definitivamente peligrosa, que ha propagado posturas extremistas en relación con la cotidianeidad y el odio a Occidente.

Algunos medios reportaron las declaraciones políticamente correctas del jeque al-Tayeb, acaso induciendo al lector o al televidente a pensar que se había producido un hito, cuando tal autoridad dijo, por ejemplo, que “la lucha contra el terrorismo y el extremismo religioso no se contrapone con el islam”, o que “el terrorismo no tiene religión o patria, y que acusar al islam de estar detrás del terrorismo es injusto y falso”. Abdullah bin Abdelmohsin al-Turki, el secretario general de la MWL fue un paso más lejos al admitir que “el terrorismo al que nos enfrentamos en la Umma (comunidad) musulmana está religiosamente motivado”, aunque “haya sido fundado en el extremismo y en una descarriada concepción de la sharia (la ley islámica).

No obstante, pese a estas declaraciones, todo se hizo por faltar a la verdad y poco por incentivar un verdadero cambio en la educación musulmana. Debe tenerse presente que dejando de lado las formalidades, el jeque de al-Azhar culpó a Israel y al “nuevo colonialismo” por el colapso de Medio Oriente:

“Nos enfrentamos a grandes conspiraciones contra los árabes y los musulmanes. Las conspiraciones quieren destruir a la sociedad, en una forma que se condice con los sueños del colonialismo del nuevo mundo, que está aliado con el sionismo global; mano a mano y hombro con hombro”.

“No debemos olvidar que el único método usado por el Nuevo colonialismo ahora, es el mismo que fue usado por el colonialismo durante el siglo pasado, y cuyo mortífero eslogan es divide y conquistarás”.

Estas son las declaraciones que importan. En suma muestran que la cosmovisión predominante en la cúpula religiosa sunita no ha cambiado. La misma consiste en explicar los agravios del presente en la injerencia de Occidente en Medio Oriente, y en el establecimiento de Israel en la casa de los árabes. En algún punto es cierto que la colonización europea, la creación de un hogar nacional judío, y el proceso de modernización en general alimentaron el fuego de sucesivos movimientos islamistas. Pero fenómenos como el Estado Islámico (ISIS) se ven mucho mejor explicados en la continuada tradición ortodoxa sunita.

Si el wahabismo no pondera papel alguno para el razonamiento independiente (ijtihad) en la práctica religiosa cotidiana, Occidente, Israel, o cualquier otro chivo expiatorio tiene poco y nada que ver con esta anacrónica creencia. La realidad coyuntural es que los Estados del Golfo no están ni cerca de convertirse en países “progresistas”, y aunque el extremismo del ISIS resulta para muchos una flagrante desviación, sus doctrinas son las mismas que dieron fundación a Arabia Saudita. Este es un país que pudo solamente consolidarse gracias al fanatismo religioso y belicoso de los Ikhwan (hermanos), un grupo que hoy resultaría muy similar al ISIS. Para consagrarse y formar un Estado, eventualmente la monarquía saudita tuvo que enfrentarse y purgar a esta guardia, siempre hambrienta por mayores conquistas.

Ahmend al-Tayeb es considerado “moderado” porque bajo su conducción, al-Azhar le dio la espalda a Mohamed Morsi, de la Hermandad Musulmana, y avaló a Abdel Fattah al-Sisi. Sin embargo no por eso al-Tayeb deja de ser conservador. Su adherencia a teorías conspirativas no es la excepción, y la falta de una verídica autocritica en su discurso muestra que esta figura no es quien emprenderá la monumental tarea de adaptar la práctica religiosa a la contemporaneidad. Como formador de opinión, al-Tayeb no hace otra cosa que propagar estereotipos, y postergar el llamado a que los árabes tomen responsabilidad por sus propias acciones. En este aspecto, el discurso del jeque se parece al que adoptan los propios yihadistas, como si todos ellos se desprendieran de un mismo tronco, y apelaran a las mismas audiencias.

Llevado este caso al plano general de la cumbre, el tiempo dirá si el encuentro se traduce en un impacto positivo en la mediación del establecimiento religioso. Por lo pronto esto dista de ser así. La cumbre no resultará en una ulema (comunidad de juristas) más flexible o liberal. El evento debe ser visto como un hecho simbólico destinado a disputar la legitimidad del ISIS, señalando en todo caso que el verdadero Estado Islámico es Arabia Saudita, o que son los juristas, y no los yihadistas, quienes tienen la voz cantante sobre los asuntos del credo.

Imagínese usted si Corea del Norte llamara a una conferencia en Pyongyang para reformular el comunismo, bajo el patrocinio de Kim Jong-un, convocando a los principales pensadores comunistas del globo. ¿Se reformaría el régimen, o sería un acto de relaciones públicas? Sin ir más lejos, con Arabia Saudita ocurre lo mismo. Se trata de un Estado que durante mucho tiempo ha activamente exportado una ideología que se entrecruza con una doctrina religiosa ortodoxa e inflexible. Los sauditas, y más específicamente los clérigos ortodoxos y wahabitas, no pueden minimizar su responsabilidad culpando a terceros por el extremismo islámico que hoy causa tantos estragos.

Al-Sisi: ¿un nuevo Nasser?

Desde que Abdel Fattah al-Sisi asumiera la presidencia de Egipto en junio del año pasado, analistas y comentaristas de distintos medios han jugado con la comparación entre su figura y aquella de Gamal Abdel Nasser. ¿Se ajusta el perfil de al-Sisi, militar de carrera, con el del icónico populista de la Guerra Fría, también militar convertido en Jefe de Estado? Y si lo hace, ¿en qué sentido, y hasta qué punto?

El contraste, para empezar, es precisamente a lo que apostó al-Sisi cuando dio a conocer su intención de ser presidente. Para su campaña, el entonces ministro de Defensa montó pancartas y gigantografías con su imagen, mostrándolo en un tono robusto y al mismo tiempo simpático. Buscaba transmitir seguridad y a la vez carisma. Quería convertirse en la personificación de las fuerzas armadas, la institución más respetada de Egipto, y acaso transmitir el legado de uno de sus mayores exponentes históricos. Simpatizantes ayudarían en este cometido elevando fotografías de al-Sisi y Nasser lado a lado.

En una de sus primeras entrevistas televisadas, se le preguntó a al-Sisi si se veía a sí mismo como un nuevo Nasser. Respondió:

“Desería ser como Nasser. Nasser para los Egipcios no era solamente un retrato en las paredes, pero una foto y una voz tallada en sus corazones”.

Posiblemente el empeño de al-Sisi por cubrirse con el aura de Nasser tiene que ver con el clima de profunda polarización en la sociedad egipcia. En mayo del año pasado, al-Sisi ganó las elecciones con un arrasador 96 por ciento de los votos. No obstante solo el 47.5 por ciento de un padrón electoral de 53 millones de votantes se presentó en las urnas. Lo que sucedió fue que millones de personas, simpatizantes del Gobierno islamista del expresidente depuesto Mohamed Morsi, boicotearon las elecciones con su notoria ausencia.

Lo cierto es que en Egipto solo dos plataformas políticas lograron echar raíces con el tiempo; ninguna de ellas connaturalmente democrática en espíritu o en práctica. La primera es aquella inaugurada por el golpe castrense de 1952 que derrocó a la monarquía, llevando a Nasser a la prominencia. La segunda, la fórmula islamista de los Hermanos Musulmanes, fue y es vetada al día de hoy por los herederos de la primera. Al-Sisi accedió a la presidencia poniéndole punto final a la breve experiencia de los Hermanos Musulmanes en el poder. Estos solo perduraron un año en el palacio presidencial de Ittihadiya, entre junio de 2012 y julio de 2013, cuando Al-Sisi y los militares los mandaron a echar.

Al-Sisi ha buscado consolidar su poder llevando a cabo un fuerte esfuerzo para reprimir y desprestigiar a los sectores islamistas dentro y fuera de su país. Como punto favorable para la comparación, Nasser también se caracterizó por emplear la mano dura con los islamistas. Como punto en contra, lo hizo en virtud de motivos diferentes. Quien supo ser el conductor del socialismo árabe mantuvo relaciones cordiales con dirigentes islamistas, empleando sus conexiones para acrecentar legitimidad en su camino a la popularidad. Bien, este acuerdo fue progresivamente deteriorándose dadas las irreconciliables diferencias entre un estilo político secular y otro religioso. Al final, se rompió definitivamente luego de que un islamista intentara asesinar al presidente en Alejandría en 1954.

Nasser y al-Sisi se parecen en que ambos colisionaron con el islamismo, necesitando denostarlo para ensalzar su propia reputación y legitimidad. Pero al-Sisi, producto de las dinámicas recientes de la Primavera Árabe, ha dado un paso más allá haciendo de la lucha contra el islamismo y el wahabismo elementos de su política exterior. El presidente busca un mandato internacional para combatir al Estado Islámico (ISIS) en Libia, y le ha destruido el apoyo político a Hamás. Nasser, por otra parte, también persiguió posicionar a su país en la cresta de un esfuerzo internacional de espíritu cruzado, aunque con un enfoque diferente. Apoyó militarmente a facciones socialistas en el mundo árabe, sobretodo en Yemen, en contra de la influencia de las monarquías conservadoras.

Por su socialismo y panarabismo, Nasser resultó un personaje antagónico para los reyes y jeques de Medio Oriente, que consideraban cual plataforma revolucionaria una amenaza directa al statu quo y a su posición entre los árabes. Al-Sisi en contramano ha encontrado aliados entre las monarquías árabes, que miran ahora con preocupación la gestación de movimientos islámicos dentro y fuera de sus fronteras. Téngase presente que por representar un bastión contra el islamismo, el Egipto de al-Sisi recibió el año pasado 10.6 billones de dólares de los pudientes Estados del Golfo.

Por supuesto, un punto de divergencia notorio pasa por el eje del conflicto árabe-israelí. Al-Sisi no expresa en público una retórica fulminante en contra de Israel, y de hecho prefiere evitar el tema. No obstante, con una agenda exterior antiislamista, y obligado por los compromisos del pasado y el presente con Washington, en este punto al-Sisi no refleja el legado de Nasser, mas sí el que construyera Anwar Sadat, (y que cuidara su sucesor, Hosni Mubarak). Nasser buscó unificar a su pueblo apelando a un pannacionalismo consumido por un discurso exasperadamente antiisraelí y anticolonialista. En 1956 nacionalizó el Canal de Suez, y supo sacar capital político –unidad– entre su pueblo, luego de la intervención militar tripartita (de Reino Unido, Francia e Israel) propuesta a abrir el canal al comercio internacional.

Nasser, como Al-Sisi, minimizaron el estatus del islam en la esencia nacional egipcia. Sin embargo, el último ha buscado fomentar la unidad haciendo énfasis en la situación de los cristianos. En un gesto de importante simbolismo, el presidente visitó una iglesia copta en nochebuena y dijo que los cristianos, discutiblemente los habitantes más antiguos de Egipto, son un pilar elemental de la nación. Evidentemente quedará por verse si el líder logra cosechar réditos políticos con su acercamiento a esta comunidad, la cual en los últimos tiempos ha sido devastada por el radicalismo islámico, y marginada de la atención del Estado. Si tiene éxito, y en efecto su Gobierno logra mejorar la situación de los coptos, al-Sisi habría contribuido en sanar una deuda pendiente de Egipto, sentando un importante precedente para el mundo árabe en general.

En última instancia, quizás el punto más relevante en la comparación entre las dos figuras tiene que ver con el estilo de Gobierno ¿Es al-Sisi una continuación de la tradición autocrática de sus predecesores? ¿O realmente es un demócrata? ¿Puede escapar de su investidura de militar y colocarse en la de un republicano? Su represión sobre manifestantes, la presión sobre periodistas, y su estilo de conducción en el presente, sugieren que es difícil cortar con el pasado. Por diestra o siniestra, el registro muestra que ambos líderes portan un perfil carismático, pero autocrático al fin.

Egipto ha sido históricamente gobernado por personalidades fuertes, con egos, complejos y estilos marcadamente unilaterales de conducción. Al-Sisi tiene en frente el desafío de convertirse en el eslabón de un Egipto en transición hacia un sistema con instituciones civiles funcionales. Sin embargo, para ello debe reunir el consenso de una población profundamente divida.

El país del Nilo presenta problemas sistémicos de pobreza y desafíos crónicos frente al desempleo juvenil. Por esta razón, podría ser que solo éxitos en la asignatura económica resulten clave a la hora de sanar las brechas sociales. Solamente encaminando a su país al pleno empleo, formando instituciones y alcanzando estabilidad, podrá al-Sisi convertirse en un autócrata mucho más digno y memorable que Nasser.

Las variantes politizadas del Islam

Cada vez que en los medios de comunicación se toca el tema de la situación de Medio Oriente, incluyendo las eventualidades de grupos como el Estado Islámico (EI o ISIS), Al-Qaeda o el Hamás palestino, generalmente se intercambian terminologías para etiquetarlos o describirlos. Está claro que todos ellos tienen como denominador común un fuerte discurso reivindicativo de la religión, el cual pretende, de un modo u otro, hacer política. Uno de estos modos está emparentado con la violencia. Ahora está de moda utilizar la palabra “yihadismo” para darle especial connotación al carácter combativo que estos grupos suelen demostrar. En añadidura, si usted mira o escucha los noticieros, se percatará que los periodistas frecuentemente llaman a los islamistas “salafistas”. En cambio, a veces hablan de “wahabitas” o (el menos correcto) “wahabistas”. Pero, ¿cuáles son las diferencias entre estos términos? Mediante un pequeño aporte académico, vale la pena esclarecer el significado de cada palabra, para de este modo poder ser más precisos como coherentes a la hora de hablar de los grupos islamistas y de los sucesos contemporáneos que llegan a la primera plana.

Para empezar, la misma definición de islamismo debe ser revisada. Hace pocos días estuve en Madrid, y vi que en una importante librería se utilizaba este rótulo – islamismo – para delimitar la sección de libros dedicada a la religión islámica. La anécdota viene al caso porque muchas veces, desafortunadamente, en la cotidianidad se utiliza islamismo casi como sinónimo de islam. En concreto, islamismo se refiere a las formas politizadas del islam; a los movimientos sociales que partiendo de la religión, buscan activar a la comunidad para profundizar una agenda que es política, y no obstante religiosa al mismo tiempo. La confusión naturalmente viene dada por los usos del lenguaje. Hablamos de cristianismo, judaísmo o budismo para nombrar religiones, todas ellas terminadas con la letra o. Por eso, a pesar de las apariencias engañosas, debe tenerse siempre presente que para hablar de la religión islámica utilizamos islam, y que islamismo solo sirve para hablar de sus expresiones politizadas.

Bien, hay distintos tipos de islamismo. Están aquellos que persiguen la islamización – o para ponerlo con una expresión acaso más familiar – la evangelización de la sociedad, desde “abajo hacia arriba”, y quienes por mano contraria buscan imponerla desde “arriba hacia abajo”. Los islamistas que suscriben a la primera vertiente priorizan la construcción de un movimiento y de una plataforma con amplias bases de apoyo, como paso previo a lanzarse en la competencia política. Podría decirse que quieren generar cierta cohesión, y darse a sí mismos la relevancia que ostenta todo movimiento de masas. En contraste, lo que caracteriza a quienes acompañan a la segunda tendencia, es que han decidido prescindir de la paciencia y del enfoque largo placista de los primeros. Más allá de que algunos de los grupos islamistas han llegado al poder por vía del sufragio, dado que a la larga ninguno ha probado aún ser democrático en un sentido republicano, en mi opinión, lo esencial de este segundo tipo de islamismo es que no se viene con obras de teatro, sino que muestra sus ulteriores objetivos tal como son, ninguneando la fachada más conciliadora y hasta a veces democrática que adoptan los islamistas de la primera tendencia.

Véase por ejemplo que Hamás se asemeja bastante al modelo de “abajo hacia arriba”. Llegaron al poder por vía democrática, pero solo luego de construir un movimiento con amplias bases de fondo a lo largo de veinte años de trabajo social. Sin embargo, ya en el poder, es difícil sostener que Hamás se comporte de forma democrática, puesto que no respeta a la oposición, y tampoco cuida garantías básicas del sistema republicano. Por otro lado, Hamás tiene una faceta que se asemeja más al segundo tipo. Justamente, siendo que ya se ha consolidado en el poder, sus activistas pueden darse el lujo de exponer su crudeza y vocación fanática sin reparo por la etiqueta o las formas.

El término yihadismo es empleado para describir a los grupos islamistas que utilizan la violencia en pos de una causa religiosa, porque dicen apelar a una yihad, a una “guerra santa” contra los enemigos, sean estos internos (apóstatas) o externos (infieles). Siguiendo con el ejemplo anterior, Hamás podría ser clasificado como yihadista en la medida que emplea la violencia enmarcándola en una contienda religiosa. Aunque, por otro lado, en comparación con Al-Qaeda, el yihadismo de Hamás ciertamente es mucho más restringido. Se limita pues a la Franja de Gaza y a la lucha contra Israel. Al-Qaeda, en cambio, ha probado operar en una escala global, la cual no necesariamente queda restringida a una región en particular. Por esta razón, yihadistas los hay de distinto calibre y grosor.

Para ser islamista no es menester ser yihadista. Para dar otro ejemplo, el capítulo egipcio de la Hermandad Musulmana responde al esquema que va desde “abajo hacia arriba”, y distinto a Hamás, en términos generales, no ha adoptado una actitud abiertamente belicista ni siendo oposición, o ni siendo autoridad – durante la acotada experiencia de Mohamed Morsi en el poder.

Por descontado, los islamistas esbozan una agenda política instruida en la religión, pero al fin y al cabo, valga la redundancia, operan dentro de un marco que reconoce a priori el contexto político. Lo que esto implica, en otras palabras, es que por más soñadores que sean, los islamistas reconocen que la sociedad es un campo de batalla que debe ser ganado, a veces de forma progresiva, y a veces de forma sucinta y violenta. Significa que aceptan a la modernidad como tal, y emplean sus herramientas, como lo es el sistema político o las instituciones, para ganar influencia.

Este reconocimiento de la realidad moderna es desde ya mucho más perceptible con los grupos que responden al modelo “abajo hacia arriba”. En contrapartida, muy a menudo quienes intentan imponer su voluntad por la fuerza desde “arriba hacia abajo” parecen estar más interesados en la realización instantánea de una utopía religiosa que en la construcción de una “Modernidad islamizada”. Hamás y la Hermandad Musulmana serán en muchos aspectos grupos fanatizados, pero el hecho de que no se comporten democráticamente no trae aparejado un rechazo por las instituciones del Estado moderno, como un sistema taxativo, un aparato represivo, o como una red de organismos burocráticos para gestionar la vida pública y dirimir los conflictos entre particulares. En contraste, grupos como Al-Qaeda o el ISIS que operan en una escala mayor, y que demandan a la población la impartición instantánea de sus recados de pureza, solo se interesan por los réditos propagandísticos o militares de la tecnología contemporánea, mas no así por las instituciones que se desprenden del Estado moderno. Los activistas y yihadistas del ISIS utilizan las redes sociales y las armas que los norteamericanos dejaron en Irak, pero reniegan de la idea de penetrar instituciones y organismos públicos para acaparar más espacios.

Esta razón hace que para algunos autores los islamistas que imparten de “arriba hacia abajo” no sean islamistas, pero más bien neofundamentalistas, fundamentalistas, o yihadistas a secas. En rigor, se trata de una zona gris dentro del campo académico que estudia el fenómeno islamista. Pero sean Al-Qaeda o el ISIS islamistas o no, el argumento consiste en señalar que sus militantes están más interesados en hacer triunfar lo netamente religioso por sobre lo cultural, y lo sagrado por sobre lo profano. Para ellos el Estado no es un fin en sí mismo, sino un instrumento por el cual dar renacimiento a prácticas religiosas ultraortodoxas. De este modo, para ellos la política queda completamente subyugada a un ideario imaginario. Siendo así, la ecuación entre lo político y lo religioso queda mucho más balanceada en los grupos del primer tipo, los cuales discutiblemente – observan y especulan los analistas – son más pragmáticos que los “fundamentalistas” salidos de Al-Qaeda, el ISIS, u otras agrupaciones.

A veces se utiliza “salafismo” como sinónimo de fundamentalismo. Este es un uso equivocado que confunde más de lo que aclara. La palabra salaf, “ancestro”, se refiere a las primeras tres generaciones de regentes y pensadores islámicos. Sin entrar en detalles, quienes se autoconsideran salafistas insisten en que buscan reinstaurar cierta originalidad o tradición religiosa perdida por el desarraigo de la identidad musulmana. Ahora bien, esta consiga de regresar a las bases puede ser empleada en un doble sentido. Por supuesto, están aquellos que defienden la tesis de que para volver a su esencia original, el islam debe modernizarse, compatibilizarse con el pensamiento racional, con las innovaciones y con el pensamiento humanista en boga hoy en día. Pero también existen quienes arguyen exactamente lo contrario. Los ejemplos mencionados recién responden a este último caso.

Con esta apreciación en mente, los diversos grupos islamistas debaten otro eje identitario que repercute en lo organizacional, entre una concepción progresiva del islam, y entre una regresiva. Quienes persiguen una islamización desde “abajo hacia arriba” por lo general se entienden a sí mismos del modo progresivo, y conceden cierta flexibilidad para condonar las innovaciones teológicas. Dado que estos intentan añadir sustento mayoritario a su plataforma, insisten en la unidad entre todos los musulmanes antes que distraerse en cuestiones sectarias. En contrapartida, quienes llevan el islam desde “arriba hacia abajo” casi siempre lo piensan como un modelo perfecto que fue descarriado a lo largo de las generaciones, de forma tal que sueñan con retrotraerse en el tiempo a la época inmediata a Mahoma para cumplir al pie de la letra sus recados.

Finalmente, “salafismo” es también utilizado como sinónimo de “wahabismo”. Este último sí adscribe mejor al significado que en lo cotidiano le otorgamos al término fundamentalismo. Los wahabitas históricamente eran los seguidores de Muhammad ibn Abd-al-Wahhab, un reformista del siglo XVIII, que inspiró a sus seguidores a purificar sangrientamente la península arábiga de todo quien fuese considerado un transgresor del mandato divino. En la actualidad, el wahabismo es considerado el ala más ortodoxa, fundamentalista si se quiere, dentro del islam sunita. En Arabia Saudita se le imparte un carácter de credo oficialista, cosa que se ve reflejada en el elevadísimo nivel de conservadurismo que rige la escena pública en dicho país. No obstante, en su versión militante, las campañas militares wahabitas del pasado se asemejan en demasía a los actos perpetrados por los hombres del ISIS.

En resumen, los islamistas no necesariamente son yihadistas, y todos dicen ser salafistas, aunque “progresivos”, “regresivos” o algún punto medio según lo reclame cada grupo. Solo aquellos salafistas marcadamente regresivos, con una actitud inflexible frente a las innovaciones, al estilo de vida moderno, y beligerantes en el estilo yihadista podrían llegar a ser wahabitas. Emplear estos términos conscientemente puede ayudarnos a lograr una mejor comprensión de este complejo fenómeno social, y al mismo tiempo incentivar un debate productivo como centrado sobre el desempeño, logros y fracasos de todas las formas politizadas del islam.

ISIS dejará de existir, pero no será el fin del fanatismo islámico

En la columna de Iván Petrella publicada en este medio el 8 de octubre, el académico y legislador porteño afirma que los primeros en condenar el accionar del ISIS (Estado Islámico) son los exponentes del islam. Tal como presenta Petrella, la deslegitimación que pesa sobre el ISIS deriva de la durísima oposición de importantes referentes musulmanes, y de miles de creyentes alrededor del globo, quienes hacen escuchar su voz a través de las redes sociales. El autor correctamente argumenta que no hay que confundir a una minoría con la totalidad de la población musulmana. Sin embargo, hay ciertas cuestiones que considero conveniente debatir.

Antes que nada, tomando como punto de partida las manifestaciones musulmanas contra el ISIS que se citan en su artículo, Petrella sugiere que el conflicto no representa un enfrentamiento entre el Islam y Occidente, sino que en cambio es un conflicto entre una mayoría pacífica y una minoría violenta dentro del credo musulmán. Coincido con Petrella en esto último, pero difiero en lo primero. Si bien es cierto que la dicotomía Islam-Occidente es servicial a los intereses de los yihadistas, no por ello deja de ser verídica. Al analizar la historia, uno puede encontrarse que por regla general, los extremistas políticos y religiosos de toda rama y procedencia han optado por desquitarse primero con la oposición doméstica y luego con la externa.

En el caso del mundo islámico, el polo extremista del movimiento religioso revivalista siempre buscó imponer la purificación del creyente por la fuerza. Si uno no se purificaba bajo los rígidos parámetros ultraconservadores, entonces se era tan pagano o infiel como un no creyente, por más consideración que uno podía tenerse a sí mismo como musulmán devoto. En este aspecto, la purgación casera de los individuos descarriados siempre fue considerada un paso previo y necesario, por lo menos en términos discursivos, a la dominación mundial. La prueba está en que desde las primeras conquistas wahabitas en Arabia en el siglo XVIII, pasando por el Emirato Islámico de Afganistán en 1996, y la actual conformación del autoproclamado califato sirio-iraquí, los yihadistas han buscado fijar que los musulmanes que no se ajustan a una tradición dogmática no son musulmanes.

En términos abarcativos, este argumento es habitual en todas las corrientes totalitarias. Consiste en señalar que aquellos individuos que se han autoconvencido de ser algo que no son, terminan siendo más peligrosos que aquellos que reniegan abiertamente de la fe, la ideología, o el partido, por la mera razón de que propagan el mal ejemplo entre sus pares. El ISIS ejemplifica esta minoría totalitarista. Pero aunque existe una tendencia común entre los totalitarismos a aniquilar a los opositores internos, esto no minimiza el hecho que estos movimientos frecuentemente buscan antagonizar con terceros, no solamente por una cuestión de labia política, sino por un cuerpo de creencias enmarcado en una ideología bien establecida.

No debería sorprender que diversos comentaristas hablen de “islamofascismo” o incluso de “islamoleninismo”, lo que suena a oxímoron, para asemejar al islam político, es decir, al islam ideologizado, con los grandes totalitarismos del siglo pasado. Para ser claros, no es el islam per se como religión el que está enfrentado con Occidente, pero sí son sus formas politizadas, que en distintos tonos, más o menos extremistas, en definitiva persiguen la consecución de un Estado puritano, estrictamente basado en la práctica religiosa. Para los islamistas de toda denominación, el Estado no es un fin en sí mismo, sino un medio para llegar a un fin.

Basándonos en la columna de Petrella, analizar al ISIS puede convertirse en un ejercicio propio de la paradoja del vaso medio lleno o medio vacío. Para mi experimentado colega, el vaso está medio lleno porque hay indicios positivos de que los propios musulmanes están tomando cartas en el asunto; de que quieren defenestrar la inelástica, anticuada y violenta visión del islam que profesan los extremistas. En contraste, para mí el vaso está medio vacío. Aunque Petrella está en lo correcto en sostener que el islam debe ser parte de la solución, el islam que él cita no es exactamente un ejemplo de progresismo.

Ha habido protestas encabezadas por musulmanes contra las atrocidades del ISIS, pero no de forma multitudinaria, no de forma constante, y no así contra la noción de “yihad armada”. Por otro lado, decenas de miles de musulmanes de todo el mundo se movilizaron para condenar la incursión militar de Israel en Gaza entre julio y agosto de este año, y sin embargo, en términos relativos, los manifestantes prestaron poca atención a lo que venía sucediéndose en Siria y en Irak. Mientras que la guerra en Gaza se llevó la vida de alrededor de 2.000 palestinos, en Siria, según las últimas cifras, la guerra civil viene sumando la cantidad de 170.000 muertos, un tercio de ellos civiles. En cuanto al ISIS, según cifras de Naciones Unidas, hasta comienzos de septiembre, los yihadistas habrían matado ya cerca de 9.400 civiles.

Dicho esto, vale preguntarse con un espíritu crítico, ¿por qué no vemos tantas manifestaciones cuando los musulmanes matan musulmanes, y no obstante cientos de ellas cuando los judíos (israelíes), o los cristianos (norteamericanos) matan musulmanes?

Petrella destaca como positivo que varios países árabes hayan integrado la coalición contra el ISIS. Ahora bien, esta medida no se debe a una cuestión de discrepancia religiosa o rectitud moral, sino a la percepción estratégica de un peligro común, que amenaza, entre otras cosas, la posición de las monarquías en la región. Salvando las distancias, así como en los últimos años del siglo XVIII las casas reales europeas se aliaron contra la Francia revolucionaria (para contener la expansión de sus ideales radicales al orden imperante), hoy son los reales regentes conservadores del mundo árabe quienes han decidido romper la revolución yihadista para evitar que sus cabezas se exhiban en la plaza pública. Notoriamente al caso, si Arabia Saudita ha decidido enfrentarse al ISIS, es porque entendió que a razón de la Primavera Árabe, seguir financiando a los grupos islamistas para promover la versión religiosa ortodoxa que prima en dicho Estado se convirtió en algo contraproducente, algo que podía poner en jaque la supervivencia del régimen. Por eso, tal como lo ha notado un analista, “controlar el discurso religioso se ha convertido en un requisito de seguridad y en una necesidad social, antes que en un redundante llamado a la reforma”.

El hecho de que prominentes clérigos musulmanes hayan decretado al ISIS como un ente ilegitimo es claramente una buena noticia, pero debemos tener sumo cuidado antes de catalogar a estas figuras como “moderados” –un error que a mi juicio los medios repiten bastante seguido. Petrella cita por ejemplo al prestigioso jeque Abdallah bin Bayyah. Como dato de color, es curioso notar que hasta no mucho tiempo atrás, el órgano del cual el jurista era vicepresidente, la Unión Internacional de Juristas Musulmanes (IUMS por sus siglas en inglés), dictaba que la resistencia armada contra los israelíes en Palestina y los norteamericanos en Irak era un deber religioso. Bin Bayyah se distanció de esta esta línea y ha renunciado a su cargo en dicho organismo el año pasado, pero sospecho que esto se debería más a presiones sauditas que a un pleno cambio de corazón. Hoy en día apoyar a un grupo islamista, o peor aún, a un grupo yihadista, se ha vuelto políticamente incorrecto a los ojos de los regímenes árabes, por la razón discutida recién.

Otro clérigo de renombre internacional como lo es Yusuf al-Qaradawi, presidente del IUMS, se mantiene un fiel allegado a los brazos de la Hermandad Musulmana que proliferan en la región. Qaradawi también se expresó en contra del ISIS, mas eso no quita que sea un extremista en potencia, si es que no lo es ya, a punto tal que Estados Unidos le prohíbe el ingreso al país.

¿Es entonces el mundo islámico la solución al fenómeno del ISIS? Afirmar prestamente que sí es una concesión al discurso políticamente correcto que manda en las sociedades libres y pluralistas como la nuestra. En efecto debería serlo, pero en el terreno, salvando algunos casos puntuales, no parece ser así. Pese a su excepcionalísimo, creo que en muchos sentidos el ISIS es solamente la punta de un iceberg. Si existe una tendencia destructiva entre los musulmanes, esa sería la severa aplicación de la tradición religiosa en las sociedades modernas. Sin ser ellos los enemigos declarados de Occidente, esto se ve reflejado en la estricta aplicación de la ley islámica en los países del Golfo, y luego, en las plataformas islamistas que proliferan desde Libia hasta Siria, o de India hasta Indonesia.

El ISIS posiblemente dejará de existir eventualmente, pero su destrucción no signará el final del fanatismo religioso islámico, en tanto las comunidades musulmanas, sobre todo aquellas fuera de Occidente, no se expresen con suficiente vigor en contra de la politización de la religión, sea para el fin que sea, pero especialmente para justificar luchas armadas. Cuando la religión haya medidamente pasado a un segundo plano en la esfera cotidiana, entonces a mi criterio podrá descartarse a lo religioso como un catalizador de violencia y conflicto en Medio Oriente.

Prejuicios y verdades sobre el islam

Hace poco más de una semana, la televisión norteamericana causó revuelo por los dichos y argumentos que se dijeron en contra del islam durante un programa emitido por HBO. Inaugurando el debate, Bill Maher, anfitrión del talk show en cuestión, y uno de sus invitados, Sam Harris, criticaron a los “liberales” -a quienes en Argentina conocemos o etiquetamos como “progresistas”- porque, si bien se alzan contra la ortodoxia y los dogmas de algunos sectores cristianos, aparentemente callan frente a los abusos e imposiciones provenientes de sus análogos musulmanes. Los panelistas manifestaron que existe un problema con el islam y con el establecimiento del discurso políticamente correcto que lo ampara, según ellos, de toda crítica.

Maher y Harris argumentaron que en las sociedades occidentales cuestionar al islam puede merecerle a uno ser rápidamente etiquetado de islamófobo; que existe un cepo que inhibe a muchos de cuestionar ciertas prácticas provenientes del campo musulmán por miedo a ser catalogados como racistas o xenófobos. Si bien yo coincido plenamente con este planteo, en el punto álgido de su presentación los oradores hicieron declaraciones lamentables. Harris dijo que el islam es “la veta madre de las malas ideas”, y su anfitrión, Mahler, que “el islam es la única religión que actúa como una mafia, que te mata si decís la cosa equivocada, dibujás el dibujo equivocado, o escribís el libro equivocado”.

Para presentar el argumento contrario, Ben Affleck expuso elocuentemente que los extremistas son una minoría, y que la mayoría de los musulmanes simplemente quieren llevar a cabo sus vidas pacíficamente, procurando la misma seguridad, educación y bienestar que el resto de los mortales. Otros invitados, Nicholas Kristof y Michael Steele, denunciaron que los medios no hacen lo suficiente para mostrar a todos aquellos musulmanes que se expresan en público en contra del terrorismo y las desmesuras del conservadurismo. En suma, habría miles de personas como Malala Yousafzai que el mundo ignora, y que demuestran la cara benévola y misericordiosa del islam que los prejuicios tapan maliciosamente.

Ambas posturas tienen algo de razón. Sin embargo, creo que la del actor de Hollywood en algún punto representa el pensamiento iluso de muchas personas bien intencionadas, que desconocen las realidades del mundo islámico. Tal como lo muestran las encuestas, el rol que cumple la religión en la vida pública de los países musulmanes es estrepitosamente alto. Por ejemplo, según una encuesta del Pew Researh Center estadounidense, el 91% de los musulmanes de Medio Oriente y África del Norte consideran que es indispensable creer en Dios para ser una persona moral. Según la misma fuente, todos los veintiún países que tienen leyes contra la apostasía tienen mayoría musulmana. Luego, para el Departamento de Estado norteamericano, de los diez grupos que perpetraron ataques terroristas en 2013, siete eran grupos islámicos.

Ricardo H. Elía, prominente historiador del Centro Islámico de nuestro país, ha dicho recientemente en un seminario que el problema del terrorismo y del excesivo poder que en algunos lugares retiene el conservadurismo no se debe al islam per se, sino más bien a los propios musulmanes, a aquellos quienes distorsionan el espíritu racionalista y compasivo de la fe.

Bien, no es que Elía esté equivocado, pero una cosa es analizar a una religión por sus valores abstractos, y otra cosa muy distinta es hacerlo por sus eventualidades prácticas, por su desarrollo histórico e influencia real sobre el comportamiento de los colectivos humanos. El islam no es “la veta madre de las malas ideas”, pero es menester reconocer que la Islamosfera, es decir el mundo islámico, no se rige por la misma cosmovisión occidental que rige en las sociedades libres, especialmente aquellas con una efectiva separación entre Estado y religión.

Distinto a lo que Maher y Harris, entre tantos otros comentaristas sugieren o disponen, el islam, tomado de forma aislada, no es una plantilla retrógrada que impide el progresivo desempeño del intelecto. Pero no por eso está exento de problemas fundamentales. No me refiero a lo que dicen o dejan de decir los versos coránicos, pero más bien a su aplicación en el contexto de la jurisprudencia de las sociedades islamizadas. Muy sintéticamente, el problema con el mundo islámico es que a partir de los siglos XII y XIII desarrolló una aversión hacia las innovaciones intelectuales e institucionales, que en contraste, las sociedades europeas substancialmente comenzaron a superar desde el Renacimiento en adelante.

Esta tendencia recién comenzó a cambiar en el siglo XIX, cuando influenciados por los métodos y progresos occidentales, varios intelectuales árabes propusieron adaptar la religión islámica para dar respuesta a los desafíos de la Era Moderna. Desgraciadamente, los resultados de este despertar fueron ambivalentes, en gran medida debido a los agravios del colonialismo europeo, que suscitaron una respuesta local conservadora entre los creyentes. Por ello, el otro gran problema que presenta el islam tiene que ver con la ideologización de la religión en el siglo XX, es decir, con su politización. Esto es algo que nos conducirá a la difusión del islamismo, y a la aparición de la ideología yihadista que presenciamos en la actualidad.

En definitiva, el islam como religión no es el problema porque depende de quien lo practique. Pero debemos reconocer que sí existe un problema con el mundo islámico. Una cosa es el musulmán que se siente identificado con el sistema positivista de gobierno, con la separación de poderes y con las garantías constitucionales, y otra cosa muy diferente es el musulmán que reniega de todas estas cosas como innovaciones foráneas, prejuiciosas y ajenas a la realidad islámica.

Debemos celebrar a personas como Malala y su merecido Nobel de Paz, pero siempre debemos tener presente que ella no estaría viva sino fuera porque escapó con su familia a Inglaterra. En este sentido, es una verdadera tragedia que las voces que llaman a un islam moderado, tolerante, compatible con la democracia y la diversidad, hoy casi solamente provengan de países occidentales.