Vivir bien en Buenos Aires

Mis orquídeas amanecieron ayer con manchas marrones en las flores que están por abrir. Son capullos de orugas. Afean la planta y probablemente pierda las flores de esa vara, pero se metaformosearán en mariposas, que en la primavera polinizarán las otras orquídeas.

Hace muchos años ya que la teoría de la evolución darwiniana se revolucionó cuando biólogos como Lynn Margulis sostuvieron que no habían triunfado los más fuertes sino los que habían aprendido a cooperar. Desde los microbios y las bacterias que participaron de las simbiosis, hasta las colonias de animales que buscaron juntos la mejor manera de hacer frente a las adversidades.

No estamos solos, formamos parte de una comunidad, y sólo en diálogo y colaboración con los otros podremos alcanzar la única meta que de verdad tenemos todos en la vida: ser felices. Esa comunidad no es sólo de otros como nosotros: es de iguales, semejantes y diferentes, pero es también de los objetos, las cosas, el medio ambiente, las calles y las plazas, los caminos, todo lo que interactúa y que nos ayuda o nos impide, que nos apoya o nos pone trabas.

Porque esto es lo que pienso, porque creo que tenemos que lograr vivir bien en Buenos Aires –y vivir bien en el sentido aymará del término, vivir en plenitud, vivir de acuerdo a los deseos de cada uno y a la búsqueda de la armonía –, cuando me preguntaron hace unos días en una charla agradable en una radio si me enojaba que mis opositores políticos hicieran algo bien dije lo que siento: no, la verdad que no, el actual gobierno está haciendo cosas bien en la ciudad, y es sobre esos logros y esos avances que tenemos que seguir construyendo para alcanzar lo que buscamos.

Tan mal estamos, tan poco nos queremos y nos escuchamos, que eso causó un revuelo.

Creo que el Metrobus en la Juan B. Justo está muy bien, como está muy bien incentivar el uso de la bicicleta en todas sus formas. Es la base, el inicio, sobre el que queremos avanzar en una nueva cultura hacia una ciudad con menos autos, menos bocinas, menos smog y menos congestionamientos. Claro que no alcanza con las bicis y el metrobus: hace falta más y mucho transporte público, pero también reordenar la ciudad para que podamos resolver más cosas a distancias más cortas que podamos hacer caminando. Recuperar la educación, la salud, la vida cultural, en cada barrio para que podamos volver a disfrutar de vivir en distancias más cortas que nos devuelvan además el sentido del tiempo libre.

Hay algunas plazas y parques que están mejor, más cuidados, con alguna infraestructura. En esos parques y plazas queremos poder pasear sin miedo, ocuparlos en armonía, con actividades culturales, con intercambio, con iluminación. Pero además necesitamos que cada manzana de la ciudad tenga su espacio verde, que se abran los jardines nuevamente a la calle, que los árboles estén cuidados. Y, sobre todo, queremos recuperar la costa del río de la plata, el mayor espacio verde de la Ciudad, donde podemos ver salir el sol y la luna, donde todos los porteños y las porteñas podemos ejercer nuestro derecho al horizonte.

Está claro que Parque Patricios avanzó con el Polo Tecnológico, cualquiera que transite por sus calles y avenidas puede verlo. ¿Por qué vamos a negarlo? Tiene que avanzar todo el sur de la ciudad, las villas tienen que ser barrios porque se puede, porque está el presupuesto para hacerlo, porque es un escándalo moral para el resto de la ciudad que una parte de sus habitantes viva en esas condiciones de vulnerabilidad y precariedad. Porque así también vamos a recuperar la costa del Riachuelo, que hay que sanear definitivamente para unir a la región metropolitana.

En muchas zonas la ciudad está muy sucia, en otras más limpia. No se avanzó en el cumplimiento de la ley de basura cero. Falta mucho por hacer. Desde el Estado y desde cada uno: consumir menos es producir menos basura y es cambiar de paradigma. Nuestro paradigma de desarrollo no puede ser el consumo, porque ninguna sociedad es viable como ningún hombre es feliz si esa es su meta.

En los encuentros con vecinos en los barrios, siempre surge la nostalgia de volver a vivir como antes. La nostalgia de algo que no sabemos que existió, pero que seguramente tiene que ver con volver a esa época en que caminábamos por la calle sin miedo. Porque la ciudad era más segura, pero también porque nos sentíamos más seguros, con menos incertidumbres. Porque había tal vez menos iluminación pública en las calles, pero las persianas no se bajaban y volvíamos a casa adivinando en las luces de cada hogar la vida que se desarrollaba allí dentro.

Vivir bien es una nueva forma de relacionarnos. De escucharnos. De construir una ciudad a escala humana, donde nos cuidemos entre todos, donde pensemos en una ciudad vista desde los ojos de un niño para quien un columpio es el Everest o un viejo, para quien cruzar la calle es nadar en mar abierto.

Vivir bien es ser parte de una continuidad histórica, tomar lo bueno, transformar lo malo, saber reconocer al otro como alguien que tiene algo para aportar. En eso estamos. Ojalá pronto logremos también que algo tan sencillo no sea motivo de asombro.

Creo que voté mal

Me equivoqué. Me parece que me equivoqué. En una de las últimas sesiones de la Legislatura, cuando se discutía el cambio de zonificación para permitir la instalación de plantas de reciclado de basura en la ciudad, decidí a último momento apoyar la posibilidad de construir una en la zona norte, frente al río, junto al Parque de los Niños.

No puedo dejar de pensar desde entonces que hice mal, que me equivoqué y voté mal. Tenía todas las razones y fundamentos para oponerme, pero poco antes de la votación, sentí que si estábamos aprobando la construcción de varias plantas en otras zonas de la ciudad, mayoritariamente en el Sur, no podía oponerme a la única que se estaba previendo para el norte porque significaría seguir avalando las desigualdades norte/sur en la ciudad.

Peor aún: vivo cerca de la zona, y soy habitué del Parque de los Niños. Sentí que podía estar siendo arbitraria y pensando en la defensa de un lugar cercano, que siento como propio y que disfruto los fines de semana. O que si no era así, al menos podía leerse así.

Ese conflicto entre ideas, argumentos, visiones, suele ser una constante cuando tenemos que tomar decisiones. Cómo se hace para armonizar intereses, cómo llegamos a la ley “mejor posible” que muchas veces está muy lejos de la ley ideal. Cómo estamos seguros de estar votando lo correcto. ¿Las decisiones pasan por la cabeza o por el corazón? ¿Es más importante votar de acuerdo con lo que decide mi fuerza política o con lo que manda mi conciencia?

Muchas veces hay intereses legítimos enfrentados. Muchas veces nos falta información, o la que tenemos no es la adecuada. En otras ocasiones, tenemos miedo que se lea que apoyamos a tal o cual sector y nos oponemos más de lo que realmente creemos. O cedemos una reivindicación total por conseguir al menos un avance parcial.

En el medio hay llamados, discusiones, presiones, estudio, operaciones periodísticas. Muchas veces logramos votar lo que queremos, otras solamente lo que podemos. Algunas veces votamos felices porque es un tema que venimos trabajando y estudiando, otras veces acompañamos el trabajo de otros. No siempre estamos seguros, no siempre estamos contentos. En algún momento hay que decir positivo, o negativo, y muchas veces esa decisión podría haber sido diferente si alguna de las circunstancias que nos llevó hasta allí hubiera cambiado. O podría ser diferente si se votara en unos días, en otras circunstancias.

A veces, también, nos arrepentimos de algún voto porque después conocimos más del tema, o porque con el paso del tiempo uno cambia de idea sobre algunas cosas.

En una entrevista reciente en The New York Times, Eduardo Galeano decía que no entiende cómo algunos jóvenes siguen leyendo o citando párrafos de Las Venas Abiertas de América Latina. “No tenía conocimientos de economía ni de política cuando lo escribí. Si lo leyera hoy, caería desmayado”.

No hay ninguna garantía de hacer lo correcto en un momento determinado si se trata de decisiones individuales. Porque no existe sólo el sí o el no en la mayoría de los temas.

Porque la ciudad es un asunto colectivo, pero las decisiones se toman muchas veces, la mayoría, en soledad o con el consejo de algunos, o el debate entre pocos.

Uno de los desafíos pendientes, sin duda, es cómo podemos utilizar las nuevas tecnologías para generar una participación más real en el proceso de discusión y sanción de las leyes. La democracia representativa no puede limitarse al derecho a elegir y ser elegido, y los mecanismos de participación actuales son pocos y reservados a los que conocen o forman parte del sistema.

La ciudad son sus ciudadanos. No se puede decidir cuestiones que van a cambiar, algunas más, otras menos, la vida de todos y cada uno, sin encontrar algún mecanismo de consulta que nos permita generar parámetros en las decisiones y nos haga sentir más representantes de un pensamiento colectivo. Construir un círculo virtuoso de confianza mutua entre el estado y la sociedad implica mandar obedeciendo, legislar escuchando, sancionar construyendo lo que otros esperan o desean.

Hubo un tiempo en que en Buenos Aires se elegían representantes por barrio a la legislatura. Alfredo Palacios no era concejal porteño: era el concejal de La Boca. Ser el representante de su barrio en el recinto en el que se discuten las leyes no sólo le permitía defender y conocer mejor los temas de su vecindad, sino que lo convertían en referencia ineludible de esas cuestiones. Volver a esa representación sería también, una manera de rendir cuentas: hay que volver al barrio, y responder por lo que se hizo, o se dejó de hacer.

En esta democracia en que se votan más personalidades que espacios políticos o ideas de gobierno, participar debería ser un derecho y un deber. El derecho y el deber de cada ciudadano a apersonarse de su futuro.

Verdadero o falso

Una sociedad es nada más y nada menos que una trama construida sobre un pacto de confianza. Cuando ese cimiento básico estalla, la comunidad tiene que replantearse un nuevo acuerdo o corre el riesgo de atomizarse y perder su sentido de identidad.

El incidente alrededor de la carta del Papa, durante las pocas horas que duró ese vodevil, dejó en claro que nada está claro. Ninguna de las instituciones era más autorizada que la otra. Ninguna voz más creíble que la otra. Ni el gobierno, ni la iglesia y sus voceros, ni los medios. El contenido de la carta era nimio y protocolar, y los detalles burocráticos sobre la forma de mandarla o recibirla intrascendentes. Pero la sensación de que todo era “trucho” fue desconcertante.

Todo ese desconcierto se reprodujo y multiplicó instantáneamente en las redes sociales, contagiando todo el episodio de su vértigo, su afán por calificar contundentemente y esa enorme liviandad en forma de certeza absoluta que las caracteriza.

Una carta inocente, que no dice nada, con un contenido inocuo e intrascendente ¿puede desatar un conflicto político, religioso, mediático, por su forma y por su verosimilitud?

La pregunta que surge a partir del papel amarillento de esa carta, en esas líneas mal tipeadas pero reproducidas instantáneamente por los medios, y unos minutos después la desmentida, y un poco más tarde la confirmación de nuevo, es quién dice la verdad y quién miente. ¿En quién podemos confiar?

Hay algo de ese desconcierto en la angustia cotidiana, en la insatisfacción profunda que parece atravesar a toda la sociedad.

“Ese momento de la historia en que los dioses habían muerto y Jesucristo todavía no había nacido. El hombre estaba solo”, escribe Margarite Yourcenar para describir la incertidumbre que reinaba en tiempos de Adriano.

En el comunismo, el Estado era el dueño de todas las certezas. Y falló.

En el capitalismo, los políticos, las iglesias y los medios de comunicación concentraron el discurso legitimador del sistema, el que daba respuestas, el que marcaba rumbos, el que anunciaba los cambios. También fallaron. Y hoy vivimos la crisis tal vez terminal del capitalismo, de los medios de comunicación tal cual los conocimos, de las viejas formas de hacer política y hasta de las estructuras religiosas tal cual eran concebidas.

No se puede creer en nadie. O ¿en quién creemos ahora?

En los tiempos de grandes transformaciones, las sociedades tienen que replantearse nuevamente sus pactos y sus propósitos. Es necesario un nuevo pacto de confianza, y para eso hay que recomponer la credibilidad entre los actores sociales, políticos, culturales, entre el Estado y la sociedad. Hay que legitimar las nuevas formas de comunicación y re aprender a dialogar a partir ahora de la multiplicidad de voces y la sobreabundancia de información en las redes.

Pero también hay que encontrar un nuevo propósito colectivo: la humanidad ha avanzado mucho en muchos sentidos, pero muy poco en su búsqueda de la felicidad y el buen vivir.

Estamos hoy parados en el punto celeste del huracán. Podemos ver todo lo que vuela a nuestro alrededor, y elegir quedarnos quietos aquí, refugiados en nuestro pedacito de tranquilidad. O empezar a pensar en quién vamos a creer ahora para construir una comunidad donde valga la pena vivir.