Por: Gabriela Cerruti
Una sociedad es nada más y nada menos que una trama construida sobre un pacto de confianza. Cuando ese cimiento básico estalla, la comunidad tiene que replantearse un nuevo acuerdo o corre el riesgo de atomizarse y perder su sentido de identidad.
El incidente alrededor de la carta del Papa, durante las pocas horas que duró ese vodevil, dejó en claro que nada está claro. Ninguna de las instituciones era más autorizada que la otra. Ninguna voz más creíble que la otra. Ni el gobierno, ni la iglesia y sus voceros, ni los medios. El contenido de la carta era nimio y protocolar, y los detalles burocráticos sobre la forma de mandarla o recibirla intrascendentes. Pero la sensación de que todo era “trucho” fue desconcertante.
Todo ese desconcierto se reprodujo y multiplicó instantáneamente en las redes sociales, contagiando todo el episodio de su vértigo, su afán por calificar contundentemente y esa enorme liviandad en forma de certeza absoluta que las caracteriza.
Una carta inocente, que no dice nada, con un contenido inocuo e intrascendente ¿puede desatar un conflicto político, religioso, mediático, por su forma y por su verosimilitud?
La pregunta que surge a partir del papel amarillento de esa carta, en esas líneas mal tipeadas pero reproducidas instantáneamente por los medios, y unos minutos después la desmentida, y un poco más tarde la confirmación de nuevo, es quién dice la verdad y quién miente. ¿En quién podemos confiar?
Hay algo de ese desconcierto en la angustia cotidiana, en la insatisfacción profunda que parece atravesar a toda la sociedad.
“Ese momento de la historia en que los dioses habían muerto y Jesucristo todavía no había nacido. El hombre estaba solo”, escribe Margarite Yourcenar para describir la incertidumbre que reinaba en tiempos de Adriano.
En el comunismo, el Estado era el dueño de todas las certezas. Y falló.
En el capitalismo, los políticos, las iglesias y los medios de comunicación concentraron el discurso legitimador del sistema, el que daba respuestas, el que marcaba rumbos, el que anunciaba los cambios. También fallaron. Y hoy vivimos la crisis tal vez terminal del capitalismo, de los medios de comunicación tal cual los conocimos, de las viejas formas de hacer política y hasta de las estructuras religiosas tal cual eran concebidas.
No se puede creer en nadie. O ¿en quién creemos ahora?
En los tiempos de grandes transformaciones, las sociedades tienen que replantearse nuevamente sus pactos y sus propósitos. Es necesario un nuevo pacto de confianza, y para eso hay que recomponer la credibilidad entre los actores sociales, políticos, culturales, entre el Estado y la sociedad. Hay que legitimar las nuevas formas de comunicación y re aprender a dialogar a partir ahora de la multiplicidad de voces y la sobreabundancia de información en las redes.
Pero también hay que encontrar un nuevo propósito colectivo: la humanidad ha avanzado mucho en muchos sentidos, pero muy poco en su búsqueda de la felicidad y el buen vivir.
Estamos hoy parados en el punto celeste del huracán. Podemos ver todo lo que vuela a nuestro alrededor, y elegir quedarnos quietos aquí, refugiados en nuestro pedacito de tranquilidad. O empezar a pensar en quién vamos a creer ahora para construir una comunidad donde valga la pena vivir.