Por: Gabriela Cerruti
Me equivoqué. Me parece que me equivoqué. En una de las últimas sesiones de la Legislatura, cuando se discutía el cambio de zonificación para permitir la instalación de plantas de reciclado de basura en la ciudad, decidí a último momento apoyar la posibilidad de construir una en la zona norte, frente al río, junto al Parque de los Niños.
No puedo dejar de pensar desde entonces que hice mal, que me equivoqué y voté mal. Tenía todas las razones y fundamentos para oponerme, pero poco antes de la votación, sentí que si estábamos aprobando la construcción de varias plantas en otras zonas de la ciudad, mayoritariamente en el Sur, no podía oponerme a la única que se estaba previendo para el norte porque significaría seguir avalando las desigualdades norte/sur en la ciudad.
Peor aún: vivo cerca de la zona, y soy habitué del Parque de los Niños. Sentí que podía estar siendo arbitraria y pensando en la defensa de un lugar cercano, que siento como propio y que disfruto los fines de semana. O que si no era así, al menos podía leerse así.
Ese conflicto entre ideas, argumentos, visiones, suele ser una constante cuando tenemos que tomar decisiones. Cómo se hace para armonizar intereses, cómo llegamos a la ley “mejor posible” que muchas veces está muy lejos de la ley ideal. Cómo estamos seguros de estar votando lo correcto. ¿Las decisiones pasan por la cabeza o por el corazón? ¿Es más importante votar de acuerdo con lo que decide mi fuerza política o con lo que manda mi conciencia?
Muchas veces hay intereses legítimos enfrentados. Muchas veces nos falta información, o la que tenemos no es la adecuada. En otras ocasiones, tenemos miedo que se lea que apoyamos a tal o cual sector y nos oponemos más de lo que realmente creemos. O cedemos una reivindicación total por conseguir al menos un avance parcial.
En el medio hay llamados, discusiones, presiones, estudio, operaciones periodísticas. Muchas veces logramos votar lo que queremos, otras solamente lo que podemos. Algunas veces votamos felices porque es un tema que venimos trabajando y estudiando, otras veces acompañamos el trabajo de otros. No siempre estamos seguros, no siempre estamos contentos. En algún momento hay que decir positivo, o negativo, y muchas veces esa decisión podría haber sido diferente si alguna de las circunstancias que nos llevó hasta allí hubiera cambiado. O podría ser diferente si se votara en unos días, en otras circunstancias.
A veces, también, nos arrepentimos de algún voto porque después conocimos más del tema, o porque con el paso del tiempo uno cambia de idea sobre algunas cosas.
En una entrevista reciente en The New York Times, Eduardo Galeano decía que no entiende cómo algunos jóvenes siguen leyendo o citando párrafos de Las Venas Abiertas de América Latina. “No tenía conocimientos de economía ni de política cuando lo escribí. Si lo leyera hoy, caería desmayado”.
No hay ninguna garantía de hacer lo correcto en un momento determinado si se trata de decisiones individuales. Porque no existe sólo el sí o el no en la mayoría de los temas.
Porque la ciudad es un asunto colectivo, pero las decisiones se toman muchas veces, la mayoría, en soledad o con el consejo de algunos, o el debate entre pocos.
Uno de los desafíos pendientes, sin duda, es cómo podemos utilizar las nuevas tecnologías para generar una participación más real en el proceso de discusión y sanción de las leyes. La democracia representativa no puede limitarse al derecho a elegir y ser elegido, y los mecanismos de participación actuales son pocos y reservados a los que conocen o forman parte del sistema.
La ciudad son sus ciudadanos. No se puede decidir cuestiones que van a cambiar, algunas más, otras menos, la vida de todos y cada uno, sin encontrar algún mecanismo de consulta que nos permita generar parámetros en las decisiones y nos haga sentir más representantes de un pensamiento colectivo. Construir un círculo virtuoso de confianza mutua entre el estado y la sociedad implica mandar obedeciendo, legislar escuchando, sancionar construyendo lo que otros esperan o desean.
Hubo un tiempo en que en Buenos Aires se elegían representantes por barrio a la legislatura. Alfredo Palacios no era concejal porteño: era el concejal de La Boca. Ser el representante de su barrio en el recinto en el que se discuten las leyes no sólo le permitía defender y conocer mejor los temas de su vecindad, sino que lo convertían en referencia ineludible de esas cuestiones. Volver a esa representación sería también, una manera de rendir cuentas: hay que volver al barrio, y responder por lo que se hizo, o se dejó de hacer.
En esta democracia en que se votan más personalidades que espacios políticos o ideas de gobierno, participar debería ser un derecho y un deber. El derecho y el deber de cada ciudadano a apersonarse de su futuro.