Su santidad Francisco llega a Cuba con todas las expectativas positivas: Ha sido vehículo de una nueva era de acercamiento entre los Gobiernos de los Estados Unidos y quienes usurpan el poder en la isla desde hace más de 50 años. Lejos están los años en que los católicos eran perseguidos o la época donde la religión era el opio de los pueblos. Tan lejos como meses atrás, quizás semanas, quizás días, o quizás ayer, pero no importa, para arrepentirte siempre tienes el último segundo de tu vida.
Al parecer, los hermanos Castro se han arrepentido, en privado, de sus pecados pocas horas atrás. El mayor de ellos, Fidel, ha sido servido con gentileza merecida. No ha tenido que mover siquiera un pie de su casa, pues hasta ella ha ido el enviado de Dios. ¿Cuál Dios? Es que Dios es él mismo para mi generación de cubanos. Esa donde expulsaron estudiantes o en la que, al ver un árbol de navidad, preguntábamos a nuestros padres: “¿En esa casa viven contrarrevolucionarios?”. Fidel estaba en todas partes, omnipresente. En todos los libros, todos los carteles, hasta incluso en cada avión que sobrevolaba nuestras cabezas. “¡Adiós, Fidel!”, gritábamos desde el patio de la escuela, la misma que tenía su cuadro en cada aula, su foto en cada libro. Siempre con sus botas de combatiente, omnipotente o, para usar una palabra más revolucionaria, invencible. Invencible con su traje verde olivo, impecable, almidonado para cada día aparecer en la televisión, su Biblia, nuestra única Biblia. Nos educaba sobre el arte de las ciencias, la economía, las matemáticas, el mundo, el cosmos. Él, que lo sabía todo, omnisciente, también nos protegía de un Dios que le hacía competencia. Lo tildaba de falso, inexistente, mentiroso y drogadicto, como el opio. Continuar leyendo