Nos encanta pensar que existen soluciones mágicas a los problemas que nos rodean. Si bastara con una ley para terminar con un problema complejo, sancionemos una ley para prohibir la pobreza, otra para prohibir el hambre y, ya que estamos, otra para prohibir la muerte. La bondad o la maldad de una ley no deben medirse por sus intenciones, sino por sus efectos. Hay leyes que suman, hay leyes que restan. La ley antidespidos es una ley que resta, hay que decirlo sin rodeos: el remedio es peor que la enfermedad.
El economista y profesor Nicolás Salvatore sintetizó de manera impecable los efectos de esta ley: “Supongamos una pyme industrial con cincuenta empleados, que vende a Brasil y al mercado interno, y hoy está en la lona, debido a la debilidad de ambas demandas. Se encuentra ante la disyuntiva de reducir su estructura de costos (despedir a diez trabajadores) o quebrar. No le dan los números. Para ayudarla, el Congreso vota una ley que prohíbe los despidos. Entonces, no le queda otra que quebrar. Cincuenta personas desocupadas. El desempleo, en vez de aumentar en diez personas, aumentó cinco veces más. ¿Cuál era el objeto de la ley?”.
Este es el primero de los problemas. Con esta ley, se ata la suerte de toda una empresa a la posibilidad de sostener un determinado número de trabajadores. El efecto neto de una ley de este tipo es que termina destruyendo empresas, inhibiendo a empresarios y aumentando el desempleo. Continuar leyendo