Ahora, la Constitución

Carlos Mira

Nada está terminado para el kirchnerismo. La lógica de creer que el gobierno es capaz de procesar un “no” por respuesta a sus intenciones; de entender un “no se puede” como recordatorio de que sus pretensiones tienen límites, no entra en la dinámica de su cosmovisión. El kirchnerismo -el gobierno- no va a aceptar que la Corte le diga que “no” a lo que quiere; y si el argumento judicial para decir que “no” es la Constitución, pues habrá que emprenderla, entonces, contra la Constitución. Éste es el próximo paso.

Si uno se fija bien en la historia de los últimos 10 años la mecánica uniforme del gobierno ha sido guiada por la lógica de la espiralización: frente a un obstáculo en el objetivo perseguido, la respuesta fue arremeterla contra el obstáculo, a cómo de lugar, de cualquier manera.

A la fuga del dólar se le opusieron las restricciones y al fracaso de las restricciones le siguió directamente el cepo. Al fracaso del 7D, le siguió el intento de copar la Justicia que no le daba la razón y a la respuesta de Justicia que declara inconstitucional el copamiento, le seguirá el intento de voltear la Constitución.

Por un camino imbricado finalmente el gobierno -y la situación toda- parece encaminarse hacia el choque previsible y frontal de dos visiones contrapuestas, excluyentes y contradictorias: el kirchnerismo no puede gobernar con esta Constitución.

La ecuación es simple: la Constitución organiza un gobierno limitado, de poderes compensados, de libertad individual y de supremacía de la autonomía de la voluntad. Todos esos principios son anatemas para el gobierno. Lisa y llanamente no puede tolerarlos.

La presidente Cristina Fernández en ocasión de presentar los seis proyectos de “democratización de la Justicia” dijo textualmente que presentaba esas iniciativas “para no reformar la Constitución”. ¿Cuál fue su mensaje encriptado? Sencillamente éste: “La única alternativa para que no modifique la Constitución de la que están tan enamorados es que me dejen reformarla por ley como a mí se me canta. Si no me dejan, voy a cambiar la Constitución”.

Y ese es, efectivamente, el próximo paso. “Muerto el perro, se acabó la rabia”, es el mantra repetido del kirchnerismo en este y en todos los demás ejemplos en donde el orden jurídico le recordó que éste es un país con límites al poder. “La Constitución me pone límites y yo no quiero tener límites; entonces es la Constitución o yo”.

La tradicional manera oblicua de hacer política en la Argentina (cuya tradición se remonta al uso de la “mascara de Fernando VII”, metáfora usada para explicar por qué se hizo la Revolución de Mayo aludiendo a que el movimiento no pretendía la Independencia sino confirmar la lealtad al Rey y no a las fuerzas napoleónicas de ocupación) hizo que hasta ahora también se intentara un montaje, una especie de puesta en escena, según la cual se pretendía “vender” el cuento de que era posible compatibilizar un fenómeno político como el kirchnerismo con la continuidad de la vigencia de la Constitución del ’53.

Pero eso no es posible. Del mismo modo que la “máscara de Fernando VII” fue una charada que lo único que hizo fue ralentizar el proceso de independencia, la utopía de mantener al mismo tiempo al kirchnerismo y a la Constitución del ’53 es un espejismo que acaba de romperse. El fallo de la Corte lo hizo mil pedazos.

Ahora vuelve a plantearse la contradicción madre: el gobierno o la Constitución. No hay dudas de que el gobierno intentará utilizar su argumento central (el de la voluntad popular) para decir que lo legítimo es el gobierno porque el gobierno expresa la voluntad del pueblo y si hay una contradicción entre la voluntad del pueblo y la Constitución, pues lo que hay que derribar es la Constitución.

Y ésta es, sin dudas, la mayor falacia en torno a la cual el kirchnerismo hace girar toda su lógica. Es el principio que los lleva a responder toda crítica con la frase: “Armen un partido político y ganen las elecciones”. Para ellos todo se resume a quién ganó. En la respuesta a esa pregunta se haya la solución a todas las contradicciones.

Frente a la trascendencia que todo el mundo advirtió que el kirchnerismo le daba a ese punto, un día se le preguntó a Néstor Kirchner, por cuánto había que ganar una elección para asumir que se tenía la representación del todo. Y Kirchner respondió: “Por un voto”. Es decir, para el kirchnerismo la democracia es ganar y ganar es hacerlo por un voto. Como si fuera un partido de fútbol, definido en tiempo suplementario por un gol de penal, que no fue.

Éste es el centro de la contradicción entre la interpretación gubernamental de la democracia y la de la Constitución. El gobierno entiende que la democracia supone el sometimiento de todas las voluntades a la voluntad del que ganó, porque el que ganó interpreta la voluntad de todo el pueblo, aun cuando no se haya obtenido el 100% de los votos. La Constitución, en cambio, entiende que quien ganó tiene el derecho de gobernar, pero no representa la voluntad de todo el pueblo sino de una parte de él y que para respetar los derechos de la otra parte es necesario establecer límites que garanticen que un poder equilibrado reconozca los derechos de todos, de los que ganaron y los que perdieron.

Esta concepción, por lo demás, es compatible con la dinámica propia de la vida social. Una sociedad es un cuerpo vivo, no estático, que cambia con el paso del tiempo y que no queda soldada a la foto puntual de un instante. Las mayorías de hoy pueden no serlo mañana y viceversa.

El gobierno -si fuera realmente sincero- debería recordar que durante los ’90 la opinión del pueblo (“la voluntad popular”) respaldó masivamente dos veces ideas completamente contrarias a las actuales (el “pueblo” en aquellos años votó las privatizaciones, el alineamiento con EEUU, la convertibilidad, la apertura económica). ¿Qué habría sido del socialismo camporista si el gobierno de ese entonces hubiera dicho “esta es la voluntad popular y acá se acabó la historia porque esto es lo que el pueblo quiere”? Evidentemente aquello era lo que el pueblo quería en ese momento; pero luego no lo quiso más, y entonces los Kirchner fueron posibles. Los Kirchner son la mejor prueba de que la “voluntad popular” cambia. Como cambiaron muchos de sus funcionarios que de ser menemistas acérrimos pasaron a ser nac & pop.

El único esquema que permite que las voluntades populares (en plural) se vayan manifestando armónicamente según pasan los años es el de la Constitución. El esquema kirchnerista suelda la “voluntad popular” (en singular) al resultado de una elección y friza la posibilidad de que las “otras voluntades” se manifiesten. Eso, claramente, no es democrático. Y como la Constitución es verdaderamente democrática (es decir, establece un sistema por el cual todas las voluntades pueden convivir pacíficamente) para vivir bajo un gobierno no-democrático, hay que terminar con la Constitución democrática. Este será el siguiente pasó del gobierno. El último. El que quizás debería haber sido el primero. Los Kirchner vivieron con la “máscara de Fernando” durante 10 años, hasta que finalmente la realidad los forzó a “salir del closet”.

Ahora deberán decirle a la sociedad que quieren ir a una Constitución en donde solo se respete una voluntad. Ellos tratarán de vender el “paquete” diciendo que esa voluntad es la voluntad del pueblo y que las demás son las de las “corporaciones antipopulares”. Pero a no engañarse. Esa es la voluntad de ellos, la que querrán imponer para ser los dueños constitucionales del Estado. Hasta ahora han intentado serlo de todos modos. Pero el faro constitucional del ’53 los mantenía iluminados, como el faro de la ley señala a quien ha pasado sus límites. Con una Constitución que corte esa luz ya no serán los dueños del Estado al margen de ley, sino dentro de ella.

Ese es el próximo paso: “si con la ley que existe no puedo hacer lo que quiero, pues cambio la ley”. Antes se intentó el “si con los jueces que hay no puedo, pues cambio los jueces”. El intento fracasó por la Constitución. Ahora irán por la Constitución, entonces, Es la lógica espiralista del kirchnerismo. Está en su naturaleza. ¿Lo logrará? Es poco probable. Pero eso no quiere decir que no vayan a intentarlo.