Las próximas elecciones y el carácter argentino

Carlos Mira

Hay algunas jugadas políticas que son tan obvias, que uno no sabe si luego serán sopesadas por la gente como tales o si, efectivamente, somos un conjunto tan estúpido de zombies que finalmente tendrán éxito y  producirán los resultados buscados.

La aparición de la nada de Máximo Kirchner en la boca de todos los referentes camporistas como un dirigente de altura, capaz de postularse incluso hasta la mismísima presidencia de la nación es una guasada tan grosera que cualquiera se da cuenta de que se trata de una maniobra de instalación persiguiendo el doble efecto de seguir jugando con el apellido Kirchner en una boleta electoral y, de paso, entregarle al hijo presidencial la protección judicial que necesita (o bien el orden de los objetivos podría ser el inverso).

Máximo aparece ahora involucrado junto a Nilda Garré en cuentas secretas y multimillonarias en los EEUU, las Islas Caimán e Irán. Como todo argumento para negar la información, Kirchner dijo que hace 13 años que no sale del país -en el marco de una entrevista que le hizo el relator deportivo kirchnerista Víctor Hugo Morales- como si salir físicamente del país fuera necesario en el siglo XXI para abrir una cuenta en un banco.

El hijo de la Presidente también aparece comprometido, en su carácter de titular de la firma Hotesur, la empresa administradora de los hoteles presidenciales, en la investigación por lavado de dinero que lleva adelante el juez Claudio Bonadío, causa, dicho sea de paso, que ha entrado en un sugestivo impasse, coincidente con el fallo de la Sala 1 de la Cámara Federal que ordenó archivar por segunda vez la denuncia Nisman-Pollicita-Moldes.

Todos estos destellos de vida activa que demuestra el gobierno, no solo evidencian que el kirchnerismo sigue teniendo un dominio notorio de los medios y del centro del ring, sino que sigue representando como nada esa esencia argentina que sin dudas nos ha depositado donde estamos.

Una de esas características de la filosofía nacional es escasa vocación por enfrentar al poder. Debe alguien que supuestamente lo ostenta estar muy en la lona para que la sociedad decida enfrentarse a él. Quizás el ejemplo moderno más sintomático de esa veta del carácter nacional sea Fernando De La Rúa, que pagó con su ostracismo el ensañamiento que la sociedad tuvo para con él una vez que ya era seguro que el ex presidente no tenía ningún poder. Fue Gardel cuando se presentó como la antítesis de Carlos Menem (otro inmolado cuando perdió todo el poder) y luego fue tratado como un trapo de piso.

Recién lo adelantábamos, pero Menem fue otro caso. Más allá de insinuaciones más o menos estentóreas (como ahora pueden tener los Kirchner) la sociedad se aseguró de que estuviera bien “muerto” antes de “matarlo”.

Se trata de una característica muy cobarde de los argentinos que parecen muy gallitos cuando las consecuencias son más o menos intrascendentes, pero que se van al mazo cuando las papas queman.

Este encuadre genérico le cae como anillo al dedo a algunos jueces, por ejemplo, que sin conciencia de su deber republicano, negocian sus fallos con quien aparece aun con el calor del poder.

¡Y qué decir de los miles de acomodados, ñoquis, militantes convenientes, titulares de curros que encontraron el filón de vivir sin trabajar y gritando “Argen-tina, Argen-tina… y de otros tantos que temen perder los distintos sobornos económicos con los que el kirchenrismo ha comprado voluntades y acciones durante estos últimos doce años!

Sobre la base de esas flaquezas de carácter especula gran parte de la estrategia electoral del gobierno y también la búsqueda de protección para los integrantes de la familia presidencial.

El kirchnerismo sigue siendo un movimiento muy representativo de todas estas bajezas. Las ha explotado como nadie; las ha estimulado y potenciado hasta donde su ingenio y su creatividad le permitió extenderlas y sigue especulando con su utilización aun en el último tramo de su vida en el poder.

Se anima incluso a desafiar ese final, echando a rodar el apellido de su emblema y ensayando un plan de copamiento de todos los centros estratégicos del poder con miles de integrantes de su tropa, siempre lista para acudir en ayuda del portador de los billetes. Condiciona con éxito la vida  política del candidato más pusilánime que recuerde la historia reciente, amenazando con nombrarle a todos sus colaboradores, a todos sus diputados y a su compañero de fórmula, bajo la amenaza de dejarlo afuera de la iglesia kirchnerista y confiesa abiertamente que, a lo sumo, “entregará el gobierno pero no el poder”.

La sociedad argentina es una amalgama (si es que la hay) rara. Pero si hay algo que no es, es brava. Es cócora, pero no brava. No está cómoda en el riesgo y el gobierno ha desentrañado ese íntimo pliegue con astucia y picardía. Tiene a medio país sobornado con el miedo a hacerle creer que esto que tiene hoy es lo máximo que puede tener y que, en manos de otro, lo puede perder. Los argentinos (o una mayoría decisiva de ellos) que tranquilamente podrían haber sido los autores de la frase “más vale pájaro en mano que cien volando” son un mercado tentador para quien quiera correrlos con el temor.

El núcleo central del país no es ambicioso; adora los productos y las consecuencias de la ambición, pero no es ambicioso. La sociedad tiene un centro mayoritario conservador, temeroso y quedado; el vuelo no es lo suyo; la altura, tampoco.

En esas aguas pretende nadar el gobierno y a ese núcleo quiere apelar con el apellido Kirchner y la ignota figura de Máximo. Todo el núcleo duro del kirchnerismo responde a esas características. Me refiero al núcleo social, no a la militancia acomodada y explotadora de los recursos públicos. Y en ese campo va el oficialismo a plantar sus esperanzas de ganar. Por eso las próximas elecciones no solo decidirán un presidente sino que servirán para seguir teniendo pistas sobre la definición más profunda del carácter argentino.