De la quema de libros al acceso a la información

Claudio Epelman

“Allí donde se queman libros se acaba quemando también personas”. Esta frase que el poeta alemán Heinrich Heine dijo a principios del siglo XIX resultó ser, por desgracia, profética. Es que un siglo más tarde, el destino de sus obras —como las de tantos otros autores— iba a ser el de arder en gigantescas hogueras.

La quema de libros en la Plaza de la Ópera de Berlín, que llevó a cabo, en 1933, la Federación Nazi de Estudiantes, fue parte de la “acción contra el espíritu antialemán”, que tenía un claro objetivo: deshacerse del material literario que el régimen había condenado por fomentar la decadencia moral.

Si bien la quema en Berlín fue icónica por haberse realizado en plena capital alemana, también existieron simultáneamente quemas masivas de libros en 21 ciudades: Bonn, Frankfurt, Bremen, Hannover, entre otras. Se calcula que al menos veinte mil ejemplares fueron incinerados en esa acción.

Lo que comenzó como un acto de intolerancia hacia un grupo de escritores que pensaban distinto al ideal del régimen: judíos, marxistas, pacifistas, fue sólo el comienzo de una persecución sistemática que tuvo el final más trágico de la historia moderna, el holocausto.

Hoy nos encontramos a 83 años de esa jornada fatídica, con muchas lecciones aprendidas tanto de la experiencia europea como de las políticas de censura impuestas por gobiernos dictatoriales latinoamericanos en décadas pasadas, que terminaron comprobando una vez más la teoría de Heine. La censura, al igual que la quema de libros, busca matar ideas al enceguecer a la sociedad y permitir que regímenes nefastos se propaguen y diseminen su odio.

Nuestro deber como sociedad es generar las condiciones para que estas prácticas no sucedan. La participación y el involucramiento en la política y las cuestiones que atañen al bien común resultan esenciales de cara a un futuro en el que el acceso a la información sea la llave.