Los kirchneristas que leyeron mal a Borges

Diego Rojas

Uno de los más célebres poemas de Borges es El golem. Allí, unos versos explican con precisión la posibilidad de que en las palabras vivan lo que ellas significan. Así comienza el poema:

Si (como afirma el griego en el Cratilo)

el nombre es arquetipo de la cosa

en las letras de ‘rosa’ está la rosa

y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’.

Una posibilidad que remite a lo divino y sus cualidades ya que, como dice el texto bíblico, “En el principio fue el Verbo”. Nombrar la cosa y que la cosa sea es una prerrogativa de los dioses.

Tal parece ser la actitud política de los kirchneristas a la hora de construir esa entelequia que se ha dado a conocer como “el relato”.

Se ha dicho -lo dijo Alfredo Yabrán en los noventa- que “el poder es impunidad”. Una constante verificable en quienes ostentan cargos en las cimas del Estado mediante sus hechos. La variante kirchnerista incorpora esa impunidad a la esfera del discurso. De esta manera, la impunidad se cristaliza no sólo en el ámbito de los actos, sino también en “lo dicho”. Por eso Juan Pablo Schiavi pudo decir, sin que adquirieran rubor sus mejillas, que si la tragedia de Once hubiera ocurrido un día antes, no hubiera sido tan grave, ya que habría pasado durante un día feriado. Por eso, la presidenta Cristina Fernández tuvo la indelicadeza de bromear, mientras presentaba nuevas formaciones ferroviarias hace unos días, con estas palabras: “Hay que hacerlo rápido porque si no viene la próxima formación y nos lleva puestos”. O decir: “Los que quieran hacerse los valientes que vayan a hacerse en otro lado, a los que les guste viajar colgados, ya no podrán hacerlo”. O que quienes viajan en el estribo de los trenes -donde día a día miles de usuarios se transportan apilados como ganado- lo hacen porque “les gusta tomar aire”. La impunidad en el discurso permite decir cualquier cosa sin tener en cuenta el más mínimo pudor -ni siquiera ante la muerte-.

Sin embargo, en esta temporada kirchnerista -aún en su declive- la impunidad del poder escala un peldaño más. Y sus cultores se equiparan a seres divinos que, cuando nombran, crean. Así, se convencen de que son “los pibes para la liberación” cuando entregan los recursos naturales a Chevron; o que son “el gobierno de los derechos humanos”, cuando Sergio Berni reprime a mansalva la protesta obrera; o que realizan una experiencia antiimperialista cuando en realidad someten los contratos de la entrega a jurisdicciones de Nueva York, Londes o París; o que no quieren “volver a la triste etapa de la deuda externa”, cuando nunca dejaron de pagarla y se aprestan a entregar las reservas a los fondos buitre. O que, como dijo el inefable columnista del órgano de propaganda Tiempo Argentino Demetrio Iramaían, “la revolución era el programa ‘Milanesas para todos’” o, como señaló hace pocos días otro escriba pago del poder K en el mismo medio, que el gobierno represor de Gildo Insfrán había logrado concretar “la revolución formoseña”. De verdad lo creen. La vuelta de tuerca de la impunidad del discurso K hace que sientan que son dioses y que al nombrar, se aseguran que las cosas sean.

Si tal exabrupto hubiera tenido origen en una pésima lectura de Borges, tendría origen en la omisión de las reflexiones del escritor sobre las posibilidades del lenguaje, que tal vez expresó de mejor manera en su poema Ariosto y los árabes. Allí dice:

Nadie puede escribir un libro. Para

Que un libro sea verdaderamente,

Se requieren la aurora y el poniente,

Siglos, armas y el mar que une y separa.

Manifiesta allí Borges la necesaria bifurcación entre las palabras y los hechos, o la distancia inherente entre unos y otros, entre el significante y el objeto. Algo que no podría comprender ningún seguidor del entreguismo de este gobierno, a cuya obra llaman: “revolución”.

Por eso se desorientan tanto cuando la realidad se manifiesta mediante nuevos hechos -y se produce una dificultad a la hora del nombrar-. Por ejemplo, tomemos el caso de la lucha de los obreros de la autopartista Lear. La patronal norteamericana despidió a más de cien trabajadores, negó derechos sindicales a los miembros de su comisión interna, contó con la complicidad del gobierno, que reprimió sus acciones de lucha y avaló con “observadores del ministerio de Trabajo” que el burócrata Pignanelli expulsara a los delegados de su gremio. (Debe hacerse notar que el miércoles mismo la presidenta Cristina Fernández, en un aval explícito a estos hechos, se presentó junto a Pignanelli en un acto público debido a un anuncio en una planta de motos de Yamaha). La lucha de los obreros de Lear no concluyó, sino que se incrementó. Para evadir la represión del militar -alguna vez espía infiltrado- Sergio Berni, se subieron a sus autos, enfilaron en caravana hacia la autopista Panamericana y -ya que la gendarmería no les permitía cortar el tránsito- lo interrumpieron yendo a la más mínima velocidad por la ruta en sus automotores. Ante lo nuevo (¿Cómo llamarlo? ¿Piquete móvil? ¿Interrupción del tránsito por lentitud? ¿Sabotaje panamericano?), el represor Berni no supo actuar. Los trabajadores habían creado un nuevo método de lucha. Sin nombre, todavía, porque los seres humanos tardan en nombrar.

Lo habían concretado -frente a la impunidad de los poderosos, de su Estado y su discurso- unos obreros metalmecánicos en lucha. Tal vez porque sea cierto que a la clase trabajadora le corresponde la perspectiva histórica de dirigir la construcción de un mundo nuevo. Y también la responsabilidad de ponerle nombres, de inventarlos.