Vandalos y demandas justas

Fernando H. Cardoso

Las noticias de la semana que acaba de terminar no fueron nada auspiciosas, ni en el plano internacional ni en el local.

Una decisión de la Suprema Corte de Argentina, bajo fuertes presiones del gobierno, dio el visto bueno a una ley que regula la concesión de los medios de comunicación. En teoría, no habría nada extraordinario en hacerlo. Pero en la práctica se trata de una medida específicamente contra el grupo que controla el periódico Clarín, firme opositor del ”kirchnerismo’’ (la política de los Kirchner, Néstor y su esposa Cristina). Se restringe a un grupo de comunicación opositor al gobierno con el pretexto de garantizar la pluralidad de las normas de concesión. Con todo, ya hay un trato privilegiado para el Estado y para las empresas amigas del gobierno.

De Venezuela vemos noticias de una parranda increíble: las ciudades del país amanecieron cubiertas de carteles en contra de la ”trilogía del mal’‘, es decir, los principales líderes opositores a los que se les atribuyen todas las dolencias del gobierno. Es por causa de ellos, acusan, que hay desabasto, falta de energía y crisis de divisas, además de inflación. Todo para atizar el odio popular contra los adversarios políticos del gobierno, presentándolos como enemigos del pueblo.

Lo lamentable es que los gobiernos democráticos de la región presencien todo esto como si fuera normal y como si obtener la mayoría en las elecciones, aunque con acusaciones de fraude, fuera suficiente para darle el pasaporte democrático a regímenes que son sepultureros de las libertades.

También en Brasil hay señales preocupantes. Las manifestaciones espontáneas de junio fueron seguidas de demostraciones de violencia, desconectadas de los anhelos populares, que paralizan la vida de millones de personas en las grandes ciudades. A esas, en ocasiones se suman los actos de violencia de la propia policía. Así se deja de resaltar que no toda acción coercitiva de la policía rebasa las reglas de la democracia. Por el contrario, si en las democracias no hubiera una autoridad legítima que impidiera los abusos, eso minaría la creencia del pueblo en la eficacia del régimen y prepararía el terreno para aventuras demagógicas de tipo autoritario.

Hemos presenciado el encogimiento del Estado ante la furia de los vándalos, a los cuales ahora se les han adherido facciones del crimen organizado. Por eso es de lamentarse que el secretario general de la presidencia gima pidiendo más ”diálogo’’ con los ”Black Blocs’’ (grupos de manifestantes vestidos de negro) como si éstos hicieran eco de las reivindicaciones populares. No es así. Ellos expresan explosiones de violencia anárquica, desconectada de los valores democráticos, una especie de magma de derecha, al estilo de los movimientos que existieron en el pasado en Japón y en la Alemania posterior al nazismo.

Estos actos vandálicos dan salida de manera irracional al malestar que se ha diseminado, principalmente en las grandes ciudades, como producto de la insensatez en la ocupación del espacio urbano, con poca o ninguna infraestructura y baja calidad de vida para una aglomeración de personas en rápido crecimiento. El acceso caótico al transporte, el deficiente abasto de agua y la insuficiente red de servicios públicos (educación, salud, seguridad) no atienden las crecientes demandas de la población. Sin mencionar que la corrupción descarada irrita al pueblo.

No es de extrañar que, conectados con los medios de comunicación, que de todo informan, los ciudadanos quieran disponer de servicios como en los países avanzados o del nivel FIFA, como dicen. Siendo así, aun cuando la situación del empleo y el salario no fuera desastrosa, la calidad de vida es insatisfactoria. Y cuando, de remate, la propaganda del gobierno presenta un mundo de cuento de hadas y la realidad cotidiana es otra, mucho más difícil, se explican las manifestaciones aunque no se justifican los actos de vandalismo.

Menos todavía cuando el crimen organizado se aprovecha de este clima para desparramar el terror y coaccionar a las autoridades a no hacer nada de lo que debería de hacer. Estas necesitan asumir sus responsabilidades y actuar constructivamente. Es necesario dialogar con las manifestaciones espontáneas, conectadas por Internet, y dar respuesta a las cuestiones de fondo que motivan las protestas. La percepción de dónde aprieta el callo puede salir del diálogo, pero las soluciones dependen de la seriedad, de la competencia técnica, del apoyo político y de la visión de los agentes públicos.

Los gobiernos del Partido de los Trabajadores pusieron en marcha una estrategia de alto rendimiento económico y político inmediato, pero de piernas cortas y efectos secundarios negativos de plazo más largo. El futuro ya llegó en las huellas de la falta de inversión en infraestructura, los estímulos para la compra de autos, los incentivos para el consumo de gasolina, en detrimento del etanol, y del gasto familiar a través de créditos fáciles impulsados por el banco popular la Caja Económica Federal. Ahora aparecen los reflejos en las grandes ciudades de todo el país: congestionamientos, transporte público deficiente, aumento de la contaminación atmosférica, etcétera.

De repente el gobierno se dio cuenta de lo que estaba pasando: todo para la infraestructura, con base en la improvisación y la irresponsabilidad fiscal. Primero, el gobierno federal sustrajo ingresos de los estados y municipios para cubrir los incentivos para la producción y adquisición de autos. Después, en vista del ”caos urbano’’ y la proximidad de las elecciones, mimó a gobernadores y prefectos permitiéndoles la contratación de nuevos préstamos, sobre todo para gastos de infraestructura. La mano que los mima es la misma que apedrea la Ley de Responsabilidad Fiscal, herida gravemente por la destrucción de una de sus cláusulas básicas: la prohibición del refinanciamiento de deudas dentro del sector público, una medida especialmente funesta que alegra el presente pero compromete el futuro.

No habrá solución aislada y puntual para los problemas por los que atraviesa el país, y las grandes ciudades los resienten más que las demás. Los problemas están interconectados así como las manifestaciones y las demandas. No basta mejorar la infraestructura si el crimen organizado sigue campeando; tampoco bastan más hospitales y escuelas si no mejora la calidad de la atención médica y la enseñanza. Las soluciones tendrían que ser iluminadas por una nueva visión de lo que queremos para Brasil.

Necesitamos proponer un futuro no sólo materialmente más rico sino más decente y de mayor calidad humana. Quién sabe si así podamos devolverles a los jóvenes, y a todos nosotros, causas dignas de ser aceptadas, que sirvan de antídoto a los impulsos vandálicos y a la complacencia ante ellos.