Dos fugados, todos castigados

Fernando Morales

Sin lugar a dudas uno de los hechos de la década ganada” que más recordaremos los argentinos fue el cambio de paradigma en materia de derechos humanos y la firme convicción de la actual gestión de gobierno de marcar sustanciales diferencias a la hora de analizar los alcances de los hechos que regaron de sangre a nuestro país en los 70.

Así fue que “aprendimos” que por encima de cualquier consideración política, jurídica, ética o moral, no fue lo mismo empuñar un arma para acribillar a un desprevenido agente de tránsito en una esquina, colocar una bomba en un comedor de una dependencia pública matando a decenas de personas o secuestrar ilegalmente a civiles y militares en nombre del “pueblo” y ajusticiarlos previo sumario sumarísimo, a hacer algunas cosas tan ilegales como las anteriores pero utilizando para ello los medios y recursos del Estado nacional.

Podríamos en líneas generales convenir que el peor asesino serial, una vez apresado, debe gozar de todas las garantías del debido proceso y otras concurrentes y que obviamente el Estado como responsable de impartir justicia no podría someterlo a un castigo equivalente al que el hubiera causado a sus víctimas.

La política de derechos humanos ha sido una de las banderas de la actual gestión, no sólo en lo relativo a la lucha antisubversiva y sus secuelas, sino al tratamiento en general de grupos vulnerables, acoso laboral, cuestiones de género, sin olvidarnos de todas las innovaciones que en materia de ejecución de penas han revolucionado nuestro sistema carcelario. Salidas laborales, culturales, sociales y de esparcimiento son herramientas aptas para la reinserción de peligrosos delincuentes, y de ladrones de gallinas también. La no “estigmatización” del condenado, la cada vez más laxa aplicación de penas y la tendencia a que la cárcel sólo sea una alternativa a ser usada cuando no queda otro remedio nos han colocado a la “vanguardia “ de la justicia universal.

Claro que pasan cosas interesantes: si un ciudadano es sorprendido comprando 100 dólares en alguna cueva (de esas que tienen generalmente a un agente de la policía federal de custodia en la puerta) enfrentará además del escarnio social proclamado desde algún acto trasmitido por cadena nacional, la muy probable suspensión de su clave de identificación tributaria (CUIT), lo que equivale a la muerte civil.

Ahora si un par de inocentes criaturas matan a palazos a sus propios padres, luego de unos años pueden hacer millonarios negocios con el Estado nacional sin mayores problemas (después de todo son dos pobres huerfanitos a los que hay que ayudar).

Así las cosas, cada día nos sorprendemos “gratamente” con nuevas conquistas en defensa de la igualdad de todos y todas; leyes, decretos, resoluciones o simplemente actos de facto que revindican una y otra vez que ahora sí finalmente tenemos un Estado que está dispuesto a que nunca más en la Argentina existan cotos en los que la ley no sea pareja para cada uno de los habitantes del país.

Claro que no todos los ciudadanos están a la altura de comprender las ventajas de vivir en un Estado de Derecho pleno y algunas veces alguien se aprovecha de manera indebida de sus ventajas, sin que por ello el resto de los honestos ciudadanos se vea privado de sus bien ganados derechos.

Hace unos días se fugaron dos presos, condenados en primera instancia en un distante tribunal del noroeste argentino y trasladados a la Ciudad de Buenos Aires para ser atendidos por dolencias físicas aparentemente menores.

Si se les escaparon al Servicio Penitenciario Federal que los trasladó y custodió o se les escaparon al juez que dispuso su traslado a miles de kilómetros sin indagar si había en las proximidades del penal donde estaban alojados disponibilidades de tratamiento, es por estas horas materia de discusión en diversos ámbitos de la estructura administrativa del Ministerio de Justicia de la Nación.

Lo que sin lugar a dudas es cierto es que no se escaparon de las “ garras” del staff médico del Hospital Militar Central que bajo ningún concepto están allí para otra cosa que no sea atender a sus pacientes; seguramente tampoco se fugaron del control del director de Sanidad del Ejército y mucho menos por alguna negligencia del suboficial encargado de la oficina de asistencia humanitaria del mencionado nosocomio. Pero no importa, todos ya están en sus casas disfrutando de una jubilación anticipada por gentileza del Ministerio de Defensa.

Los que seguramente tampoco pueden ser responsabilizados de la fuga de los condenados son los otros cientos de detenidos a disposición de la Justicia y que aguardan su absolución o condena firme en diferentes prisiones federales del país.

Pero por esas cuestiones de la política, el máximo responsable del Servicio Penitenciario Federal sigue en funciones mientras que el máximo responsable de la salud del personal del Ejército fue exonerado. Esto se podría entender si los presos hubieran muerto a causa de una mala praxis, pero el hecho es que burlaron su custodia, no su tratamiento.

Y como, además, el retiro en masa de militares médicos -que a diferencia de otros militares médicos que juegan a ser policías, prefectos o gendarmes, se dedicaban sólo a la medicina- no pareció suficiente, hemos decidido también castigar a todos los otros cientos de militares que han cometido el delito de no fugarse ni hacer otra cosa que acatar lo que el Estado ha dispuesto para ellos.

La determinación de prohibir a personas procesadas o condenadas que sean atendidas en los hospitales militares -que no son ni más ni menos que los centros asistenciales por cuyos servicios pagaron durante toda su vida- nos lleva necesariamente a preguntarnos si no se está repitiendo el mismo error por el cual ellos mismos fueron llevados a los estrados judiciales: el abuso de poder.

No es objeto de este análisis juzgar la veracidad o gravedad de los delitos por los que son imputados. Claro que no. Sí es oportuno recordar que gracias a este Estado de Derecho en el que vivimos, ellos sí gozan de la presunción de inocencia hasta que tengan condena firme. Y también que al margen de sus cualidades personales o morales, han abonado durante decenas de años la cobertura médica que les brindan los hospitales militares a los que ahora se les prohíbe acceder, en una suerte de “accesoria” a la pena aplicada o por aplicarse según se trate de condenados o procesados.

Por estos días se puede ver cómo se quieren arrancar ancianos de sus camas por penitenciarios de uniforme comandados por el propio jefe del SPF (que ahora al parecer sí se ocupa de la seguridad de los detenidos) y a sus familiares a los gritos tratando de impedir que les sea interrumpido su tratamiento, mientras el subjefe del Ejercito Argentino (¿un general de la Nación? ) negocia con esposas, hijas y nietas para que dejen de abrazar las camas de sus familiares enfermos, y los dejen partir a prisión, aunque todos saben que los hospitales penitenciarios no están en las mejores condiciones para brindar tratamientos complejos. Algo difícil de explicar.

Sólo se vislumbra en el horizonte la oscura sombra de volver a vivir lo que supuestamente quisimos dejar definitivamente atrás con tanta política de “Verdad, Memoria y Justicia”. Ver a los otrora poderosos abusadores de su poder estatal, viejos, apresados y enfermos sometidos a caprichosos abusos de quienes bajo el amparo de ser en muchos casos los sucesores de sus víctimas de antaño realizan sobre cuerpos ya vencidos por el inexorable paso del tiempo y sobre sus familias, nos remite a un tenebroso círculo de odio, venganza y revancha que dista mucho de estar incluido en esas dos palabras que tanto pronuncian nuestros gobernantes: “derechos humanos”.