Inclusión educativa, ¿una mera palabra?

Graciela Adriana Lara

Cierra otro año lectivo, cargado de problemas y deficiencias. No se cumplieron los 180 días de clases. Continúan los problemas de infraestructura, los docentes siguen cobrando muy poco, hubo alumnos que abandonaron la escuela y, los que se quedaron, no recibieron una educación de calidad óptima. Al parecer, la sociedad argentina finalmente se ha puesto de acuerdo con respecto a estos puntos y reconoce que urge un cambio. 

En estas épocas de precisión terminológica y eufemismos, la primera medida que deberíamos tomar es llamar las cosas por su nombre y, ya que reconocemos la existencia de un problema, actuar para resolverlo. Dejar de emitir mensajes contradictorios sería un buen comienzo, y eso se puede hacer hoy mismo, en los hogares. Términos como “divertirse” y “entretenerse”, por sólo tomar dos ejemplos, no tienen necesariamente relación directa con lo que sucede cuando se lleva adelante una situación de aprendizaje. Distinto es el caso de “interesarse”, que sí la tiene. La sociedad debe comprender y transmitir a sus hijos que aprender da trabajo, que demanda un esfuerzo y un compromiso. La escuela debe crear y promover situaciones de aprendizaje motivadoras e interesantes para sus alumnos, que son individuos con diferentes características, saberes previos y preferencias, y están juntos durante lapsos de tiempo largos dentro de aulas. “Te compadezco porque tenés que ir a la escuela”, “La escuela no sirve para nada”, “Los docentes no están capacitados”, “Pérdida de tiempo” no pueden ir junto a “Tu obligación es ir a la escuela”; no son mensajes positivos para nadie. El apoyo familiar que recibe cada alumno y lo que sus padres opinan acerca de lo que debe suceder durante las horas que los chicos están dentro de la escuela inciden sobre el desempeño individual, lógicamente. Si la actitud del alumno hacia el aprendizaje formal es negativa, la calidad de la educación que reciba no será la mejor, independientemente de los esfuerzos que hagan o no hagan sus docentes. Y la palabra que resuena por todos lados: “Inclusión”, se quedará siendo una mera palabra. 

Los niños y los adolescentes deben estar todos los días adentro de la escuela, pero la “inclusión” no se logra obligando a la gente a meterse adentro de un edificio. Inclusión tiene que ver con el objetivo final que persigue cada institución: lograr que sus alumnos, al finalizar el proceso de escolarización, sean buenos ciudadanos, capaces de insertarse en el ámbito laboral o continuar estudiando en niveles superiores. Ayudar a los alumnos a desarrollar sus capacidades, estimularlos para que sean pensadores críticos libres de elegir entre muchos caminos es incluir. Mejorar la forma en que se está trabajando en las escuelas sería un medio para lograrlo.

“No hace falta acumular memorísticamente contenidos, porque existe internet y los pibes se mueven por el ciberespacio como pececitos en el agua”. Estamos de acuerdo en ese punto, hasta que los pibes contestan que el siglo XX es el de las dos cruces o señalan que Latinoamérica queda en el medio del Atlántico en un mapa. Tenemos que dejar de confundir la existencia de la tecnología y la posibilidad del acceso a ella con el saber. Localizar en Wikipedia un artículo sobre los números romanos, imprimirlo y entregarlo sin leerlo no es lo mismo que realizar un trabajo práctico sobre el tema, comprenderlo y aprender. Los resultados de la confusión están a la vista: demandamos un mínimo de cultura general a los jóvenes al mismo tiempo que destruimos la idea de que ese mínimo es necesario. Dotar a los jóvenes de una sólida cultura general es incluirlos dentro del número de los privilegiados que completarán sus estudios obligatorios y podrán elegir continuar estudiando lo que deseen.

No comprender lo que se explica o lee en clase, excluye: la escuela se convierte en ininteligible. Es prioritario resolver este tema que provoca deserción, reacciones violentas, frustración, repitencia y fracaso, logren o no los alumnos finalizar su trayectoria. Creo que una buena medida sería convertir las áreas de Lengua (para usar la palabra que conocemos todos) y Matemáticas en ejes troncales. Sociales y Naturales, con todas las asignaturas vigentes, deberían relacionarse con las troncales integralmente, con los docentes trabajando de a dos bajo la forma de “pareja pedagógica”. El objetivo mínimo a conseguir en Lengua sería la comprensión lectora, desde todos los ángulos, mientras los alumnos adquieren una cultura general interdisciplinariamente, que les permitirá comprender más y más temas. El objetivo en Matemáticas lo supongo, ya que no es mi área: sería poder resolver las cuatro operaciones básicas y problemas de todo tipo.

No hace falta explayarse en las ventajas que trae el trabajo en equipo. La pareja pedagógica permanente provocaría la existencia de un “clima propicio” en el aula y daría fin al problema inmenso de las horas libres, las acusaciones de subjetividad al evaluar, facilitaría que los docentes se actualicen y mejoren la planificación de sus clases, el compromiso con la Institución, el conocimiento de la comunidad educativa que la compone. Los docentes podrían concentrar su carga horaria en las escuelas con mayor facilidad y dejarían de ser “profesores taxis” trabajando tres turnos en muchas escuelas: otro problema grave. 

Todas las escuelas deberían contar con su gabinete psicopedagógico para concretar la “inclusión” de todos los alumnos y alumnas. El “contener a los chicos” debería ser realizado por personal competente y no por docentes. Cuando hubiera un alumno (o varios) que con su comportamiento afecta el normal desarrollo de las clases (que es el de las situaciones de aprendizaje interesantes y no un calvario en donde hay que repetir de memoria cosas sin sentido que no le importan a nadie), éste debería ser llevado con premura al gabinete para recibir la atención completa de profesionales que lo ayuden a corregir los comportamientos incorrectos. Puro sentido común: lo único que se logra cuando un alumno perturba el desarrollo de una clase es que todos, incluido el alumno que se comporta inadecuadamente, queden excluidos. Se pierden horas valiosísimas con problemas de este tipo, y el resultado es que los que querían aprender no pudieron, el chico o chica que necesitaba contención adecuada no la recibió y tampoco aprendió nada y el docente… hizo lo que pudo. Un “clima del aula desagradable” excluye y provoca ausentismo, repitencia y deserción. Se necesitan profesionales para contener. El cuadro lo completaría un coordinador asalariado del Consejo de Convivencia (que debería funcionar en cada escuela), un profesional especialista en mediación y resolución de conflictos presente durante la jornada escolar para hacer eso: resolver los conflictos que se presenten e impidan el normal desenvolvimiento de las clases y prevenirlos.

Afirmé que son tiempos de precisiones terminológicas: el año próximo habrá elecciones. Son tiempos de creación, de bocetos, de formular respuestas. Un equipo de especialistas debería pasar el verano elaborando cómo resolver muchísimas cuestiones relativas a la educación pública, que por supuesto exceden a las señaladas en mis textos. Quizás comencemos mejor el ciclo 2015. El candidato o candidata que presente una propuesta para mejorar la educación pública que vaya más allá de prometer mejoras salariales a los docentes y rasgarse las vestiduras señalando falencias, posiblemente, será un candidato o candidata a tener en cuenta a la hora de votar.