Ganas de matar

Gustavo Gorriz

“Hace un par de semanas, le pegaron un tiro a Cacho. Le robaron el celular, le apuntaron a la cabeza y le dispararon, pero no lo mataron. Cacho tiene una librería escolar a unas veinte cuadras de donde vivo. Tuvo suerte, la bala apenas le rozó el parietal. Estuvo unos días internado en el hospital municipal y luego volvió a su casa. No salió en los diarios. Si lo que le pasó hubiera ocurrido diez años atrás, a lo mejor la historia nos sorprendería y generaría el interés periodístico necesario para convertirla en noticia. Sin embargo, hoy parece no ser novedad que alguien esté dispuesto a matar a otro después de robarle su teléfono móvil. Solo algunos diarios zonales se acercaron a preguntar detalles de lo sucedido. Pero Cacho no tiene ganas de hablar.’Para qué’, dice. Cuenta lo indispensable: a las siete de la tarde de un día cualquiera, cerraba el portón de su casa en un barrio de gente de trabajo del cono urbano bonaerense cuando se acercaron unos chicos a robarle el celular, se lo dio pero no fue suficiente y le dispararon a la cabeza. Nada que, detalles más, detalles menos, no hayamos escuchado antes”.

Claudia Piñeiro

Con el extracto de este texto de la exitosa escritora argentina, se iniciaba un editorial (Horas oscuras) que publicamos en la revista DEF en un ya lejano marzo de 2008. Hace pocos días, y cumpliéndose lo que auguraba aquel texto –solo que con un final más triste– fue asesinado en Quilmes, Carlos Marcelo Fernández Durañona en una entradera en la puerta de su casa. El abogado apenas alcanzó a pedir que no se llevaran a su esposa Verónica durante el robo del auto con el que ella llegaba del trabajo y por toda respuesta recibió un disparo en el pecho y murió en minutos. Su mujer fue liberada en Bernal, previo canje de 500 pesos, 300 dólares y dos computadoras. Esposa viva, marido muerto. Delincuentes casi tan pobres como al principio del raid.

Este es el valor de una vida hoy en la Argentina. Solemos recordar que este tipo de hechos no ocurrían en nuestro país, eran tiempos en que los vecinos se “ventilaban” en las veredas de los barrios. La costumbre continuaba hasta bien entrada la noche y formaba parte de la serena vida de nuestra comunidad. Pero sucede que esas historias son cosas del pasado, definitivamente del pasado. La vida hoy vale 500 pesos, 300 dólares y dos computadoras. Hace siete años, Claudia Piñeiro prologaba aquel antiguo editorial. Las horas son mucho más oscuras que entonces. Han crecido las ganas de matar.

En la Argentina de estos días, los funcionarios discuten y no logran ponerse de acuerdo en cuestiones básicas vinculadas al delito y al narcotráfico y a las probabilidades de combatir con éxito estos males que, como la hidra de Lerma en la mitología griega, regeneran doblemente cada cabeza cortada. Esta pelea se extiende incluso a las estadísticas, a las cantidades de homicidios, a los responsables de la trata de personas y a cuál es la verdadera realidad de la droga. En casi ningún tema se ponen de acuerdo, en esta lucha diaria, desigual y hasta la fecha, perdidosa.

No es cuestión de caerles a los políticos con rencor, no dudo de su inteligencia ni de su dedicación a la tarea encomendada. Lo que sí sospecho –y creo que esta sospecha es compartida cada vez más por más ciudadanos– es que sus opiniones están vinculadas a sus cargos y responsabilidades y que no parecen mostrar en sus discursos las firmes convicciones que requiere el dramatismo del ahora. La pregunta que nos hacemos es qué pasaría si estos intercambiaran roles en los puestos de gobierno, si serían capaces de decir mañana lo contrario de lo que hoy afirman. También nos asiste la supina certeza de que si alguno de ellos fuera mañana oposición, radicalizaría geométricamente cada uno de sus argumentos. Creo que nuestra sociedad está agotada de ver esconder a sus muertos debajo de la alfombra, de mirar los fardos encendidos que se arrojan unos contra otros y de escuchar declaraciones cargadas de dramaturgia y ausentes de cualquier contenido.

Ya Carlos M. Fernández Durañona es historia, seguro le ganó la pulseada la última declaración prostibular de la Ritó, que nombre llevará el nuevo bebé del Diego o los muertos que dejaron en Rosario la banda de “Los Monos”. El fin del joven abogado de Quilmes ya es historia para todos, menos para sus deudos. Ellos ya no se reirán nunca más durante años, seguramente no festejarán la Navidad y el cumpleaños 44 de Carlos solo será un calvario a superar. A lo mejor, para el “fierita” que lo mató sin piedad, su muerte es la consecuencia de haber tenido una casa, de haber tenido un auto, de haber soñado un futuro… ese futuro que quizás para él jamás existió.

Lo poco que vale la vida en nuestra sociedad no es obra de un par de casos aislados ni una casualidad no cuantificable. La vida no vale nada porque hay miles de personas excluidas que no trabajan y que no estudian, también porque la violencia y la droga hacen estragos con ellos; la pérdida de valores esenciales se refleja además en todos los niveles de nuestra sociedad. Los más excluidos jamás están a mitad de cuadra –eufemismo solo para decir que “curten la esquina”–: son los pibes con horas y horas sin hacer nada, son los consumidores de paco, esos que se turnan para limpiar parabrisas, esos que esperan a la abuela descuidada o a la escolar que regresa a su casa. Buscan hacer la plata para vivir hoy, mañana será otro día.

Disculpen todos, pero acá sí que no hay tu tía, un deterioro de este calibre se gesta durante décadas y excede al oficialismo de turno. Es más, excede a la propia política y es responsabilidad de todos. Dicen que “a los tibios los vomita Dios”, este diagnóstico es una cuestión de Estado donde el individualismo y la conveniencia política es el peor veneno posible. Una pelea frontal de todos los estamentos del Estado y una sociedad involucrada, quizás permitirían hacerle saber a Escobar Gaviria en el infierno, que sí es posible vencer estos gravísimos flagelos. Recuperar la paz a tiempo le permitirá al vecino volver a la vereda “a tomar el fresco”, al decir de nuestros abuelos. Ganar esa batalla tiene que ser posible.