20 de junio: Cristina versus resto del mundo

Luis Novaresio

Pido permiso para escribir en primera persona esta columna y, con generosidad, el editor de Infobae me admite (por hoy) este gesto de soberbia periodística. Pido licencia para invocar, antes que nada, que soy rosarino orgulloso y que el acto del 20 de junio expresa en mí un plus de sentimiento nacional de emoción, y espero que me sea concedido.

En los 49 años que llevo de existencia no debo haber estado menos de 40 veces en el Monumento a la Bandera en un día como hoy. Nos gusta a los que somos nacidos (o a los se declararon adoptivos) en las tierras de Lito Nebbia y Antonio Berni que llegue esta mañana de junio para asomarnos a ese lugar pensado por el padre de Beatriz Guido a la vera del Paraná y honrar a la bandera. Aunque la conveniencia turística mueva el feriado con insolente desmemoria. Aunque haga mucho frío (no tanto como en mis tiempos cuando con guardapolvos soportábamos los sabañones en las orejas y padecíamos el discurso militar autoritario que nos escondía la constitución). Aunque el Presidente que vaya no sea el que uno ha votado.

Que el servidor público número uno de la nación (eso es un presidente, vale la pena recordarlo) vaya a Rosario el día de la Bandera o a Tucumán para el 9 de julio es un gesto de consuelo ante el evidente centralismo político que se padece, no sólo en la presentación de una locutora oficial que confunde el día de la muerte de Manuel Belgrano con el de la creación de la bandera sino, esencialmente, en la concentración de recursos de toda la nación que hoy, como nunca, se queda en la caja rosada a discreción del dedo presidencial. Y sin embargo, en esta fecha, eso puede soslayarse. El 20 de junio es el momento de recordar junto con el primer mandatario la alegría de unirnos, al menos y nada menos, en los colores de la bandera.

Hacía tiempo que no escuchaba, en actos cumplidos en gobiernos democráticos, un discurso tan parcial. Tan poco respetuoso de lo republicano. La doctora Cristina Kirchner ha convertido todas sus apariciones de atril en actos políticos en donde habla en nombre de sus convicciones personales y no en el de su investidura de representante de toda la ciudadanía. Es lógico que así sea cuando inaugura una obra de su gestión, cuando visita una asociación partidaria o cuando milita en una campaña electoral. Pero con motivo de una fecha patria, no. Porque no corresponde y, esencialmente, porque no lo necesita. Y encima hoy, con evidente enojo y rencor con los jueces, apelando a razonamientos sofistas sobre qué es democrático o no para contagiar su acritud.

Palabras más, palabras menos, la Presidente casi se preguntó: ¿a dónde cabe que la decisión de un primer mandatario votado mayoritariamente por el pueblo pueda ser discutida por un juez o una corte? ¿A dónde cabe que se diga desde un estrado judicial que algo es inconstitucional por un puñado de magistrados que se sienta detrás de un escritorio si fue votado por legisladores surgidos de las urnas? Cabe, señora presidente, en la república. Cabe en un sistema con división de poderes en donde un presidente, los legisladores y los jueces, ¡todos!, gobiernan y se controlan para evitar abusos. Sí, lamento decirlo: los jueces también gobiernan: aplicando las leyes. Los diputados y senadores, sancionándolas, también gobiernan. Lo que no hacen ni jueces ni legisladores es administrar el país; para ello, esa misma república, pensó el cargo de Presidente de la Nación. Pero también pensó sus límites: la Constitución y las leyes dictadas en su consecuencia interpretadas por un poder distinto, a la sazón, los jueces.

No es verdad que la voluntad popular sea ilimitada. Y si no, preguntémoselo a la memoria reciente del siglo XX que sufragó en las urnas a favor de los peores autoritarismos enmascarados de revoluciones populares. A muchos nos gusta también la historia, señora presidente.

No es verdad que tener la mayoría de los votos -sea el 55, el 70 o el 100%- transforme a un solo ciudadano en el dueño monopólico de decidir qué es constitucional y qué no. Eso, lo aprendimos todos en Instrucción Cívica, en la misma escuela primaria y secundaria que no faltaba en primera fila en Rosario a la hora del 20 de junio, jamás ocultadas tras pancartas de organizaciones partidarias. Desconocerlo, minimizarlo, querer atropellar con un solo resultado electoral es asomarse al deseo autoritario.

Néstor Kirchner (y Cristina, en la inteligencia común que gusta invocar nuestra Presidente) tuvieron uno de los mejores gestos institucionales que se recuerden desde 1983. Promover la renovación de la Suprema Corte de Justicia de la mayoría automática propiciando un tribunal de respeto por la formación e integridad de sus nuevos integrantes. Y sin embargo hoy, la doctora Kirchner se queja de sus decisiones porque le son adversas. Eso es cantar “flor” cuando habíamos pactado un truco sin jardinera.

En realidad, ni siquiera pasó eso que tanto indigna al gobierno. La Corte -cúspide de un poder que merece, es cierto, ser revisto a la hora de su transparencia, celeridad (cuatro años es mucho para una Ley de Medios pero 10 es peor para los jubilados, los trabajadores y siguen las firmas) y republicano dar cuenta de sus actos- no le dijo no a un deseo presidencial. Seis leyes de “reforma judicial” fueron presentadas y aprobadas y apenas cinco artículos cuestionados. Esta semana, una jueza y la Corte avocada por el per saltum defendido a pie juntillas por el kirchnerismo le dijeron que para cambiar el modo de elegir jueces había que discutir las bases de la constitución argentina y, entonces, promover una reforma constitucional. Y, mal que le pese a muchos, también para eso hay reglas preexistentes tan votadas como cualquier mandato presidencial.

Descalificar desde un atril las reglas previas del juego republicano, sancionadas por representantes tan votados por el mismo pueblo hoy invocado, que nos aseguran un sistema, imperfecto, es real, pero que aún pone diques a los deseos de concentrar todo el poder, fue tan innecesario como invocar a Belgrano en el Monumento de Rosario sin siquiera haber pronunciado una palabra para honrar al que, a pasos de ese atril, hizo nacer una bandera para que, con diferencias, controles y límites, nos representa a todos y a todas.