Siguen siendo los maestros, estúpido

Luis Novaresio

Hace exactamente una semana usábamos esta columna para enviarle una carta a nuestra maestra de primer grado. Hace siete días le pedíamos disculpas. Quizá fuimos arbitrarios y egoístas. Visto lo sucedido en estas horas debimos haberle reclamado en letanía religiosa perdón en nuestro nombre y en el de los inquilinos del poder que supimos conseguir, ocupados (es metáfora), en solucionar la paritaria docente.

Hoy es el turno de la provincia de Buenos Aires en donde residen casi 6 de cada 10  maestros públicos del país. Pero no es patrimonio de ese distrito o de su  gobernador de turno. La política argentina ha decidido que, de norte a sur, con escasas sutilezas monetarias,  un maestro debe dar clases a los hijos de esta nación por 4700 pesos al mes. Si se quiere ser preciso mirando a la casa de gobierno de La Plata, esa suma recién se verá efectiva en los primeros días del mes de setiembre (por ahora, a conformarse con 4400) en un recibo de sueldo que seguirá cristalizando que el Estado puede pagar la mitad en negro, sin aportes jubilatorios ni a la obra social.

Se dijo hace una semana y se repite: tan mezquina inversión es poner negro sobre blanco la firma del fracaso de uno de los principales sentidos de la política. El de dar educación igualitaria, universal y de nivel a sus habitantes. Para eso sirve el Estado y la política. No para la megalomanía o discursos de perpetuidad tan frágiles como los argumentos que se cacarean en su nombre.

Nadie puede sostener en serio que con esos sueldos habrá modo de encontrar docentes en condiciones de ser los transformadores de las sociedades desiguales capaces de enseñar, dar de comer y contener a los alumnos que viven en uno de los tiempos sociales más violentos y con muchas exclusiones. Exigir el  “sacerdocio del docente”, (reclamo anacrónico para quien no vive de la fe sino del respeto por su vocación) al que cobra un poco más de 4000 pesos por mes es propio de un obtuso o de alguien de mala leche. Aplaudir el presentismo docente sin, por ejemplo, haber abierto la boca en un año de sesiones legislativas o corriendo para abordar el avión que te lleva a Europa en pleno período de trabajo del Congreso es una incitación al insulto.

Dicho todo esto, ratificado el pedido de disculpas a los maestros, se impone una pregunta. Es sólo pregunta y no amenaza tan contradictoria como lanzar una conciliación obligatoria (o se concilia o se acata por obligación). ¿Podemos pedirles a los docentes que revean su decisión de un paro por tiempo indeterminado? ¿Podemos compartir con ellos el deseo de los chicos más humildes de las escuelas públicas a ser iguales que los que pagan educación privada? ¿Podemos barajar el hecho de que la consecuencia de una huelga sin fecha golpea esencial y primeramente al eslabón más débil de la cadena de aprender, es decir a los alumnos? ¿Podemos invitarlos a que, otra vez, piensen ellos y pensemos nosotros (padres, hermanos e hijos integrantes de la tan meneada comunidad educativa) un modo distinto y creativo como la mítica carpa blanca de los 90 a manera de herramienta de defensa de sus pisoteados derechos? ¿Podemos sugerirles que nos ayuden a pensar como lo vienen haciendo desde hace tanto tiempo pero cargándose sobre sus solitarios hombros el derecho a los chicos a estar en clase?

Les ofrecen 4700 pesos y nos preguntamos si podemos sumarles el peso de otra pregunta, de otro pedido, de otro requerimiento. Y con vergüenza, la misma de hace una semana, intento responderme que sí. Puedo. Podemos. Podemos pedirles algo más a los maestros. Podemos pedirles que piensen en un no paro por tiempo indeterminado que deje afuera de las aulas, sentados en el cordón de la vereda, a millones de alumnos. Sin bajar los brazos hoy, acompañados por la mayoría, les pedimos. Porque uno sólo le pide al que respeta, al que admira, al que como en la historia (aquí sí, bíblica) de los talentos más recibió y más cosecha.

Uno espera de un maestro. De los otros, en su mayoría aprendices de la ineficiencia de tantos y tantos años,  ni siquiera aguarda la milagrosa esperanza que nace del cargo de conciencia por este destrato.