La crisis del sindicalismo argentino

Martín Yeza

Ocurrió algo importante la semana pasada, que no empezó hace un mes, ni un año. Es una sucesión de hechos que desembocó en una imagen triste, de calles y discursos tan vacíos como extraños.

Los líderes sindicales solo reclamaron por la elevación del mínimo imponible de ganancias, que hoy se aplica sobre quienes perciben sueldos por encima de los $15.000, en un país donde a partir de $7500 se pasa a ser parte del 25% que mejores ingresos registra de la sociedad, es decir, “luchar” por quienes ganan $15.000 en un país donde el 75% de los trabajadores no llega ni a la mitad de esa cifra es un poco cínico, y por cierto, nada con lo que el Gobierno Nacional pueda torearlo, porque es más responsable que ellos.

Esto exhibe un problema central, y es que el trabajo no cumple su función como redistribuidor de riqueza y menos aún de dignificación. El acceso a la vivienda demanda un 50% más de salarios completos que hace 15 años. El 37,5% de los trabajadores se encuentra en negro y quienes están en blanco aportan todos los meses a las cajas de obras sociales para un sistema de salud decadente. Sobre esta situación no reflexiona ni propone absolutamente nada el sindicalismo.

En este contexto es inevitable hablar de Hugo Moyano, el gremialista más influyente que dio nuestro país desde el legendario Saúl Ubaldini. Es inevitable porque resulta un ícono para comprender qué lo moviliza, qué entiende por trabajadores, qué rol debe ocupar el sindicalismo y qué debe representar la política. El 6 de Julio de 2011, cuando aún era kirchnerista, y enojado por la renuencia del oficialismo por incorporarlo en las listas de su partido, dijo: “No solo estamos para votar o concentrarnos, o cuando nos llaman para una movilización. Los trabajadores tenemos la herramienta y el instrumento más importante de la democracia: tenemos la posibilidad de encauzar el voto y seremos invencibles”. Toda una declaración de prioridades su consideración sobre los trabajadores, que se queda muy corta.

El sindicalismo, que surge como una herramienta para equiparar la asimetría de condiciones existentes entre el empleador y el trabajador, ha desnaturalizado su finalidad desde el momento en que sus representantes están más preocupados por cómo se verán en televisión y en ser “el Lula Da Silva argentino”. Moyano, en el lenguaje político no significa en absoluto “representante de los trabajadores”, significa “poder de extorsión” y es por eso que cuando rompió su matrimonio con el kirchnerismo se generó un equilibrio en la balanza de poder en Argentina, básicamente porque de esa manera “el control de la calle” pasaba a estar disputado luego de varios años de monopolio del oficialismo.

Moyano y los líderes sindicales se convirtieron en un eufemismo, en la variable del poder, y esto es independiente de su representatividad de los trabajadores más que el poder de sus estructuras organizacionales. La semana pasada debieron recurrir a la obstrucción de los accesos para obligar a que los trabajadores acaten el paro, no pudieron hacer una sola movilización, para que las centrales generales tuvieran cierto grado de diálogo debió interceder el Papa… ¡El Papa!

El sindicalismo argentino no tiene una crisis, tiene varias y de ellas se desprenden algunos desafíos: iniciar un proceso de despartidización, siendo que en una estructura legal donde se prima la unicidad sindical la inclinación de una Central de trabajadores hacia un partido produce un desbalance democrático; limpiar su imagen, generar un vínculo humano y transparente entre el afiliado y los representantes, volver a enamorar a los trabajadores de la importancia de los sindicatos; generar diagnósticos y propuestas estructurales para los desafíos del presente y el futuro, lo cual implica una inversión para la profesionalización del entendimiento de las condiciones laborales y libere a los representantes sindicales de opiniones coyunturales.

Me hubiera encantado poder marchar junto a otros miles de trabajadores la semana pasada a una convocatoria que me hiciera sentir representado, pero no confío en nuestros representantes sindicales y confieso que me encantaría poder confiar.