Los subterráneos del Vaticano y la luminosa ventana del Papa

Sandro Magister

ROMA – Los medios de comunicación compiten en estos días para difundir un retrato muy negativo de la Iglesia: todo son intrigas, avidez, traiciones, morbosidades sexuales. Benedicto XVI se habría rendido, abrumado por esta abyección que habría infectado también al colegio cardenalicio llamado para elegir al sucesor.

Es un relato que, de manera deliberada, oscurece la verdadera identidad del pontificado que está a punto de acabar y la puesta en juego de la elección del nuevo Papa. Lo intenta, pero no lo conseguirá. Porque están en juego tanto el destino de la civilización humana, como también la vida de cada uno de los hombres. Los discursos de Benedicto XVI en Ratisbona, en París, en Berlín, sus homilías, su magisterio, han abierto una confrontación entre la Iglesia y el mundo moderno de alcance histórico sobre cuestiones últimas, esenciales, que es imposible arrinconar.

Hace quinientos años exactamente, precisamente en estos días, moría Julio II, el Papa que llamó a Miguel Ángel para que pintara al fresco el techo de la Sixtina, la capilla en la que los cardenales se encerrarán en breve para elegir al nuevo Papa.

También entonces la Iglesia romana estaba llena de pecados y pecadores, era la Babilonia descrita con horror por Martín Lutero.

Antes de Julio II había reinado Alejandro VI, llamado en el siglo Rodrigo de Borja, y cuyo hijo César había inspirado El Príncipe a Maquiavelo. El mismo Julio II era un hombre de armas que incluso en edad avanzada, empuñando la espada, había guiado el asedio de la fortaleza de la Mirandola.

Sin embargo, cuando se enfrentó a la muerte, el 21 de febrero de 1513, las crónicas lo describieron “con tanta devotione et contrizione che pareva un santo” (“con tanta devoción y contrición que parecía un santo”).

Pero el Papa Giuliano della Rovere, además de las campañas militares y las tramas políticas para asegurar a la Iglesia romana la autonomía y la libertad de las potencia de la época, fue también portador de una visión teológica y sapiencial grandiosa, de una inaudita síntesis entre fe cristiana y civilización clásica, entre “fides” y “ratio”, maravillosamente infundida en obras maestras del arte que hoy el mundo entero admira maravillado.

Esto es lo que queda del Papa Julio II, ésta es su verdadera identidad, su mensaje inmortal.

A este Papa, en el día del aniversario de su muerte, el 21 de febrero, L’Osservatore Romano le dedicó una página entera, abierta por un cautivador retrato escrito por Antonio Paolucci, director de los Museos Vaticanos.

Porque también los Museos Vaticanos, en su núcleo inicial, fueron una genial invención de Julio II, con las estatuas antiguas que hizo colocar en los jardines del Belvedere por su arquitecto de confianza, Bramente, como con las estancias del apartamento papal que hizo pintar al fresco por Rafael, con vista a los mismos jardines.

Recorrer el proyecto y el nacimiento de este primer núcleo de los Museos Vaticanos significa abrir la mirada sobre una visión que pocos conocen plenamente, pero que aún hoy tiene unas consecuencias excepcionales y extraordinariamente actuales por su coincidencia con las líneas maestras del pontificado de Benedicto XVI.

El sábado 23 de febrero, al concluir los ejercicios espirituales, el Papa Joseph Ratzinger volvió una vez más, precisamente, a la unión por él tan amada entre la razón y el arte, la verdad y la belleza, si bien contradichas “por el mal de este mundo, el sufrimiento, la corrupción”:

“Los teólogos medievales traducían la palabra ‘logos’ no sólo con ‘verbum’, sino también con ‘ars’: ‘verbum’ y ‘ars’ son intercambiables. Sólo con estas dos palabras juntas aparece, para los teólogos medievales, todo el significado de la palabra ‘logos’. El ‘logos’ no es sólo una razón matemática; el ‘logos’ tiene un corazón: el ‘logos’ es también amor. La verdad es bella, y la verdad y la belleza se dan la mano: la belleza es el sello de la verdad”.

Para penetrar en esta visión con una mirada amplia –que desde Julio II llega a Benedicto XVI– sólo hace falta leer el escrito publicado más abajo, también él sacado de L’Osservatore Romano del 21 de febrero, aquí en una versión más extensa.

La autora es historiadora del arte y especialista en el tema. Ha publicado en la Accademia dei Lincei un ensayo sobre la obra de Giuliano della Rovere.

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EL SIGNO INDELEBLE DEJADO POR ESE PAPA

de Sara Magister

Sigamos los pasos de un viajero de hace quinientos años. Hasta su lejano país había llegado la fama del jardín de estatuas antiguas creado en el Vaticano por el Papa Julio II (1503-1513). Una vez recorrida Italia, había atravesado el Tíber por el puente Milvio, en el que aún resonaban épicas batallas. Su meta estaba precedida por una vasta área solitaria, cubierta de verdes prados. Y he aquí que, en lo alto de la colina del Vaticano, se perfila el contorno almenado y austero del palacete del Belvedere.

A su lado se hallaba, en una torre monolítica, el acceso deseado por el Papa Julio para facilitar las visitas a su colección sin ser molestado en sus apartamentos pontificios. Nada hacía presagiar las maravillas de su interior pero, una vez cruzado el umbral de la torre, he aquí la primera sorpresa: su base cuadrada se transformaba en el inesperado círculo de la rampa helicoidal ideada por Bramante, el arquitecto del Papa. Aún más debían impresionar el ligero clasicismo de las columnas que ritmaban su ascenso y el inédito dinamismo de la estructura. Desde la galería abierta en la parte más alta la sensación debía ser, después, verdaderamente la de dominar con la vista toda la ciudad de Roma.

Aquí se hallaba la planta del jardín, que aún estaba escondido a la vista por la puerta de entrada, sobre la que campeaba una inscripción de tono severo, sacada de la Eneida de Virgilio (VI, 258): “Procul este prophani”, ¡manteneos lejanos, oh profanos! Eran las palabras que la Sibila había dicho a Eneas, en el momento de la entrada de éste en el infierno, y para el Papa Julio II significaban que sólo quien escuchaba o se movía con respeto, como en un lugar sagrado, podía seguir adelante.

Y he aquí desvelarse la meta ardientemente deseada, y sobrevenir el culmen de la emoción. Repentinamente aparecía un luminoso jardín secreto, en cuyo centro destacaban árboles de naranjo amargo dispuestos en hileras ordenadas a lo largo de un suelo de losas de barro cocido. En 1510 los embajadores de la corte de Ferrara habían visto al temible Julio II plantar esos árboles con sus mismas manos y durante todo el tiempo de su audiencia. El muro que rodeaba el jardín estaba ritmado por nichos obtenidos de su espesor, habitados por espléndidas estatuas antiguas. Desde la entrada situada al nordeste se vislumbraba enseguida, entre los árboles, la pared sur del patio, en cuyo centro destacaban las obras más bellas: el Laocoonte, entre el Apolo del Belvedere y la Venus Felix. En medio del patio estaba la esfinge yacente del Río Tíber y en un ángulo la estatua de Ariadna durmiente, con función de fuente.

Sobre todo ello reinaba el silencio, interrumpido sólo por el sonido del agua y el murmullo del follaje. El perfume embriagador de la flor de azahar de los naranjos amargos completaba el embeleso de los sentidos. La percepción de estar en un lugar especial, donde el tiempo y el espacio fluían con ritmos distintos de los cotidianos, debía ser muy clara si en agosto de 1512 el nieto de Pico della Mirandola comparará este inusual jardín con el “bosquecillo de Venus y Cupido”. Para un filósofo neoplatónico de su nivel, era inevitable pensar en el jardín de naranjos habitado por las imágenes de los antiguos dioses de la “Primavera” de Botticelli.

Pero cuando durante los banquetes que se celebraban allí las palabras de los poetas llenaban el silencio, y las estatuas, como si estuvieran vivas, desvelaban el motivo de su presencia, entonces tomaba cuerpo verdaderamente la percepción de que la gran civilización de los antiguos había vuelto a nacer, y que ese milagro se realizaba precisamente y sólo aquí: en el seno más íntimo y sacro de la Iglesia de Roma, junto a la tumba del apóstol Pedro.

Trasladémonos ahora al apartamento pontificio de esos años. El estudio del Papa Julio II se llamará después la “Estancia de la Signatura”. Aquí se hallaba también su pequeña biblioteca privada, por la cual se intuye que él, hace ya quinientos años, sostenía que la ciencia y la fe eran integración la una de la otra, y que cualquier otra forma de expresión, como la poesía y la belleza, eran vías privilegiadas para el conocimiento de Dios, que nos ha donado la “mens” y la “ratio”, la capacidad intuitiva y la racional, que inspiran toda forma de arte. Y es esto lo que Rafael, siguiendo el preciso dictado de Julio II, había traducido en imágenes en esa estancia, con una nitidez formal y conceptual formidable.

Sentado en la mesa de su despacho, en los momentos de pausa, el pontífice alzaba la vista hacia la pared de enfrente. Rafael había pintado alrededor de la ventana el monte Parnaso, el reino de Apolo, de las Musas y de los poetas. Desde aquí Julio II contemplaba uno de sus grandes proyectos, que Bramante estaba llevando a cabo: el monumental jardín aterrazado del Belvedere, definido por el Papa “Hortus”, con la intención de recrear en el Vaticano los antiguos “Horti Romani”. Estos eran jardines donde los notables pasaban su tiempo libre, en una naturaleza recreada por fuentes, estatuas antiguas, pórticos y pabellones para banquetes y recitales de poesía y teatro. Eran también el contexto en el cual, ya en el siglo XV, se intentaba revivir el antiguo ideal del “otium” literario, como alternativa de reposo a las fatigas cotidianas del “negotium”. Pero ninguno, antes de Julio II, había conseguido recrear los antiguos jardines del “otium” a una escala tan grandiosamente compleja, inédita y funcional. En su cima estaba el palacete del Belvedere, construido por el Papa Inocencio VIII (1484-1492), cuyo lado sur había sido ampliado con nuevas estructuras, como el gigantesco nicho con función de fuente, y el Antiquarium, la sede designada de la primera colección vaticana, hoy denominado “Patio Octogonal”.

En la historia de la museografía, el Antiquarium es uno de los primeros espacios construidos “ex novo” para acoger una colección de obras antiguas, en un contexto deleitado por árboles y fuentes y con una finalidad más o menos pública. Pero, ¿cuál era su significado para el Papa Julio II?

Volvamos de nuevo a sus estancias y sentémonos en su mesa de trabajo. La respuesta se halla, otra vez, allí, en la pared de enfrente. A través de la ventana abierta, la vista de los jardines del Belvedere seguía su camino aterrazado, hasta detenerse en la parte más alta, donde Bramante había dado forma al Patio de las Estatuas. Y aquí la mirada del pontífice se cruzaba con la imagen del Parnaso, pintada en esa pared por Rafael. Así precisamente tenía que ser, porque a los ojos del Papa los dos lugares, el pintado y el real, coincidían.

El Antiquarium había sido concebido como el escriño de la poesía y el arte. No es casualidad que la estatua del Apolo del Belvedere, el dios de las artes, fuera uno de sus principales protagonistas, y quien visitaba un lugar tan especial debía necesariamente comportarse con un respeto sagrado. Contrariamente a lo que uno esperaría, la colección de Julio II contaba con poquísimas estatuas, parece ser que menos de diez, mientras otras colecciones romanas de la época tenían más de noventa. Pero la calidad de la colección vaticana era insuperable porque no había sido creada para acumular de manera espasmódica, por puro afán de posesión personal, sino que era fruto de una elección severísima, extendida a lo largo del tiempo, y también muy favorecida por la Providencia.

Por otra parte, cuando era cardenal, Giuliano della Rovere había conseguido adjudicarse la que muchos consideraban la más bella estatua de la antigüedad, el Apolo del Belvedere, hallada casi intacta en febrero de 1489 en un viñedo sobre Santa Prudenciana en Roma.

Cuando ya era pontífice, el 14 de enero de 1506, en un terreno privado cercano a Santa María la Mayor tuvo lugar el hallazgo más impresionante del Renacimiento: el Laocoonte. Las crónicas de la época narran la inmensa multitud de curiosos que acorrió al lugar: “Tutta Roma die noctusque concorre a quella casa che lì pare el jubileo” (“Toda Roma, día y noche, concurre a esa casa, en modo tal que allí parece el jubileo”). Julio II envió a Giuliano da Sangallo y a Miguel Ángel, que reconocieron el Laocoonte citado en el siglo I d.C. por Plinio el Viejo como la obra más bella de su tiempo. Ofreciendo una suma tal que hizo palidecer a la competencia, el Papa convirtió el Laocoonte en la primera estatua antigua que cruzó el umbral de los nuevos palacios pontificios más allá del Tíber. En las motivaciones que se presentaron en el documento de adquisición de la obra, se explicita que ésta era signo evidente de la “majestas et gratia Romanorum”, donde por “gratia” se entiende la recuperación humanística del antiguo ideal que ve en la belleza estética el espejo de las cualidades morales del efigiado. Estamos en la primavera de 1506, tres años después de la elección como pontífice de Julio II.

Pero desde hacía tiempo el Papa estaba preparando el terreno para la futura llegada de su colección, sobre la cual tenía ideas muy claras, pues las había experimentado como cardenal en su residencia cercana a la iglesia de los Santos Apóstoles. Es sabido, por ejemplo, que ya en 1505 Bramante estaba trabajando para preparar las conducciones para las estatuas-fuentes del Antiquarium, si bien éstas no llegarán hasta 1512.

Pero una elección feliz necesita tiempo, paciencia y fe. Sólo en mayo de 1507 llega la segunda obra: Hércules y Télefo, hallada intacta cerca de Campo de’ Fiori. Por fin, en octubre de 1508, el Papa traslada desde los Santos Apóstoles el Apolo del Belvedere, y tal vez también el fragmentado Hércules y Anteo y la estatua de Venus y Cupido, llamada Venus Felix. La Ariadna durmiente, en la época conocida como Cleopatra muriente, consta como la única estatua adquirida, y no por poco dinero, a otra celebre colección, la de la familia Maffei, y ya en agosto de 1512 adornaba una fuente, cuya agua caía en un antiguo sarcófago historiado. La estatua del Río Tíber también fue trasladada al Vaticano en febrero de 1512, poco después de su hallazgo cerca de la iglesia de Santa María sobre Minerva.

Esto es cuanto se puede reconstruir, por ahora, del primer núcleo de la colección vaticana. Y éstas son consideradas, aún hoy, las obras maestras antiguas de los Museos Vaticanos, a pesar del millón de piezas que llegaron en el curso de los siglos sucesivos.

¿Qué dictó una elección tan feliz? La crítica está ya de acuerdo en sostener que ésta tuvo lugar también para hacer narrar a las estatuas una historia de forma poética. La colección de Julio II funcionaba, en efecto, como una sofisticada alegoría mitológica, basada sobre la poética de Virgilio. Por otra parte, sobre esto advertía la inscripción situada en la entrada del patio, sacada de la Eneida. Sus estatuas eran vistas como actores, en un espacio que se asemejaba deliberadamente al de una escenografía de teatro, cuyos significados simbólicos se activaban y declaraban cada vez que los poetas las hacían recitar.

Se narraba, por tanto, la historia de la llamada de ese pontífice a la misión de devolver a la ciudad y la Iglesia de Roma su centralidad universal. Así como los antiguos dioses habían investido al emperador César Augusto con la misión de llevar a Roma a una nueva edad de oro, ahora, tras siglos de crisis, la Providencia había llamado a un nuevo Iulius para que devolviera a Roma su antigua gloria, convirtiéndola en la radiante piedra angular de una nueva era de paz, orden, prosperidad y, sobre todo, de civilización. Y no se trataba de palabras vacías, porque esto estaba realmente sucediendo en el seno más íntimo y sacro de la Santa Sede, junto a la tumba de Pedro, donde, visitando el Antiquarium, se podía ver, escuchar, tocar con mano, incluso oler el perfume, del renacimiento de la universalidad del “imperium” y de la civilización de los romanos.

Julio II, un hombre de acción que tenía el don de una fe muy profundo, se sentía realmente investido por Dios para esta misión, ya desde que era cardenal. Veinte años antes de su elección como pontífice, de hecho, había usado el arte antiguo como alegoría de sus proyectos universales para el renacimiento de la Iglesia de Roma. Efectivamente, ya en su colección cardenalicia podemos reconocer un precedente tan revolucionario en la composición y modalidades expresivas, como en la universalidad del mensaje. Porque Julio II, contra todas las injustas acusaciones de megalomanía, fue un hombre que quiso poner todos sus talentos a beneficio de la Santa Sede y, precisamente a ésta quiso dejar su legado.

No todos han comprendido plenamente, o aceptado, el mensaje que Julio II ha expresado en este maravilloso escriño del arte antiguo. Pero dejó su huella de una manera tan indeleble y con tal potencia que aún hoy, como entonces, atrae a millones de viajeros procedentes de todo el mundo.