Adiós, Bill

Umberto Eco

William Weaver, un traductor que falleció en noviembre a la edad de 90 años, fue uno de los grandes. Se debe principalmente a él que la literatura italiana contemporánea sea conocida y amada en países de habla inglesa.

Weaver, estadounidense, fue un objetor de conciencia, pero también entendía que es imposible hacer caso omiso de los grandes conflictos. Durante la Segunda Guerra Mundial se integró al American Field Service como chofer de ambulancias y, al final, terminó en el ejército británico. Sirvió en Italia, se expuso al peligro, pero nunca cargó un rifle. Forjó amistades con muchos escritores italianos a lo largo del camino y se quedó en Italia después de la guerra.

Tradujo varias obras notables, incluidas Uno, ninguno y cien mil y El difunto Mattia Pascal, de Luigi Pirandello; El zafarrancho aquel de vía Merulana y Aprendizaje del dolor, por Carlo Emilio Gadda; La torcedura del mono y Si ahora no, ¿cuándo?, de Primo Levi; La mujer del domingo, de Carlo Fruttero y Franco Lucentini; La historia, por Elsa Morante; Una vida violenta, de Pier Paolo Pasolini, y no menos de una docena de libros de Italo Calvino.

Entre 1981 y 2003, tradujo cuatro de mis novelas y muchos de mis ensayos. Eso equivale a más de 20 años de colaboración intensa y espléndida, tiempo en el que no fue insólito que pasáramos toda una tarde discutiendo sobre una sola palabra o que intercambiáramos dos o tres cartas. Nuestra cultura ha perdido a un gran hombre; yo perdí a un gran amigo.

Weaver fue un traductor magistral porque abordaba cada texto con el propósito de transmitir el flujo, el ritmo, la riqueza léxica y el sonido del original. (Hasta donde yo sé, mejoraba a menudo mi versión.) Sin embargo, también sabía que los grandes traductores se atreven a alejarse de las traducciones literales en beneficio de preservar el mayor efecto del texto original.

Recuerdo, por ejemplo, un caso que nos tuvo a Weaver y a mí devanándonos los sesos para encontrar la forma de traducir al inglés un ingenioso dicho italiano en particular. Estaba traduciendo mi libro El péndulo de Foucault y había llegado al momento en el que dos personajes se están burlando de la tendencia de los ocultistas de pensar que cada palabra escrita o hablada no significa lo que parece, sino, más bien, oculta un secreto. Mientras están bromeando, los personajes buscan símbolos místicos en el sistema de trenes de potencia de automóvil; en italiano, su conversación incluye un juego de palabras que hace alusión al Árbol de la Vida de la cábala.

Desde un principio, fue algo complicado para el traductor de inglés, porque una traducción literal a ese idioma no produce un juego de palabras comparable. Al consultar sus diccionarios, Weaver logró encontrar “barra”, otra palabra para eje. Sin embargo, se metió en problemas cuando los dos personajes en el libro examinan la neumática gnóstica –un grupo que se creía había logrado un nivel particularmente alto de espiritualidad– y los neumáticos de los coches. Es un chiste tonto, sin lugar a dudas, pero de lo que se trata precisamente en ese momento es que esos personajes hacen chistes tontos.

El problema es que en inglés no se les dice “neumáticos” a las llantas de los automóviles; son, simplemente “llantas”. Entonces, ¿qué podría hacer Weaver? Contó cómo se le ocurrió una solución en El diario del Péndulo, su diario de la traducción que se publicó en la revista Southwest Review en 1990. Escribió que había recordado una marca muy conocida de llantas, Firestone, y luego pensó en la expresión inglesa para “piedra filosofal” (philosopher’s stone) de los alquimistas. Problema resuelto. La versión inglesa diría que los ocultistas ciegos todavía no lograban encontrar la verdadera conexión entre la piedra filosofal y Firestone (piedra de fuego).

Claro que es diferente a la oración original. Sin embargo, la tarea de Weaver era transmitir el profundo sentido del texto, que no es el de dos personajes hablando sobre llantas neumáticas, sino dos personajes que se entretienen con juegos de palabras.

Los traductores nacen, no se hacen. Y como ha dejado claro el trabajo de Weaver, una y otra vez, él nació para traducir.