Referendo sin paz

El presidente Santos continúa ensillando sin traer las bestias. Su mayoría parlamentaria acaba de aprobar la convocatoria de un referendo que tendría por objeto someter a consideración de la ciudadanía los probables acuerdos de paz que se firmen en La Habana. El Marco Jurídico para la Paz fue expedido para ser aplicado a las guerrillas en un eventual acuerdo de paz. Quiere decir esto que el Estado colombiano se atiene a legislar ante una probabilidad, un albur, que, cada día que pasa, se hace más inviable.

A las FARC nada de lo que ha hecho y concedido este gobierno les ha llamado la atención. No le hacen buena atmósfera a leyes que contemplen algún castigo penal o una consulta a la población. Piensan que en una negociación de iguales, el otro igual, el Estado, no puede imponerles penas. Y de votos, ¡ni locos que estuvieran! pues saben que llevan las de perder. Tampoco las llena la actitud regalona e incondicional consagrada en la política de paz que echó a caminar el presidente y su Comisionado de Paz, Sergio Jaramillo.

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Nunca habíamos avanzado tanto

En varias ocasiones, el presidente Santos, miembros del equipo negociador de paz, columnistas y políticos han dicho que nunca habíamos avanzado tanto en una negociación con las FARC. Son palabras para la galería, con las que se pretende oxigenar la esperanza, cada más escasa, de los colombianos de que ahora sí, de verdad, “estamos a un cacho” de la ansiada paz.

Nos las repiten como si ella dependiera de nosotros, de los colombianos pacíficos, trabajadores, honrados y magullados por el enorme dolor causado por grupos que han sobrepasado todos los límites de tolerancia. O como si dependiera de que el Estado colombiano realice el programa de unas guerrillas que nunca fueron acogidas ni seguidas por las mayorías nacionales. Se equivocan de público y de instancias quienes ponen el peso y la responsabilidad en la población, y además, creen que la gente es tan ingenua como para tragarse esa frase envenenada.

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Urgidos y enredados con la paz

La ausencia de resultados en La Habana no sólo es producto del diseño teórico de un filósofo despistado sino también de las urgencias y enredos del presidente Santos y las FARC. No insistiré en mis críticas al documento del alto comisionado, al que, inexplicablemente, la opinión ilustrada pacifista ni siquiera alude. Parece que no le causa estupor que en La Habana no se busque un acuerdo de paz sino el inicio de transformaciones que en diez años nos llevarán a la “verdadera paz”.

El problema es que antes de llegar a un acuerdo han surgido tensiones originadas por errores de arranque. La guerrilla no ha renunciado a la toma del poder, no quiere pagar un día de cárcel, ni reconocer a las víctimas. Quiere una asamblea constituyente en la que ellos sin competir electoralmente, tengan no menos de la mitad de sus integrantes. ¿Para qué? ¡Elemental! Para realizar por la vía legal su proyecto político valiéndose de su condición mayoritaria en dicha asamblea. Se opone a un referendo porque sabe que ahí la tiene perdida.

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Justicia asimétrica II

Damos continuidad a las reflexiones plasmadas en la nota anterior sobre la Justicia colombiana.

En el II Congreso Continental Bolivariano realizado en Quito el 27 de febrero de 2008, al que asistieron delegados colombianos, se proclamó: “La necesidad de librar todo los combates necesarios, de emplear todas las formas de lucha para cambiar el sistema: las luchas pacíficas y no pacíficas, las manifestaciones cívicas, las insurgencias de las clases y sectores oprimidos…De ahí el valor extraordinario de las posiciones asumidas por el comandante Chávez y su gobierno bolivariano, y por la digna senadora colombiana Piedad Córdoba, frente a ese conflicto (el colombiano) y específicamente respecto a la política guerrerista de Uribe en su condición de instrumento de la Administración Bush y del poder imperialista estadounidense…”

En un considerando consagran “Que la reactivación desde el régimen fascistoide de Álvaro Uribe y sus narco-paramilitares del proyecto de guerra y subversión contra la revolución bolivariana…” era un obstáculo a sus propósitos. Se trata de una visión del conflicto colombiano consistente en atribuir toda la carga negativa y criminal sobre el Estado, el uribismo y el paramilitarismo mientras las guerrillas son depositarias de la justicia.

Lo más grave de toda esta situación es que la Corte Suprema de Justicia y Magistrados regionales se muestren receptivos de esa concepción ideologizada de los problemas. Compartir el lenguaje citado invalida de entrada la búsqueda de justicia y verdad puesto que significa quitarse la venda y tomar partido. La Corte Suprema ha dado muestras de un alto nivel de politización desde hace buen tiempo. Ahora, togados regionales entran en el juego haciendo afirmaciones francamente sesgadas propias de organizaciones políticas antisistema.

Así por ejemplo, apelando a una retórica simplista y llena de lugares comunes, ajena al espíritu jurídico, dos magistrados del Tribunal Superior de Medellín de la Unidad de Justicia y Paz expresan en la compulsión de copias ante la Suprema para que el ex presidente Uribe sea investigado por promoción y nexos con grupos paramilitares, ese estilo inconfundible de los antiuribistas: deslegitimar el Estado, las instituciones, la libertad, la democracia y la fuerza pública, como se ve en estas líneas: “¿Cómo es posible que el régimen político colombiano haya conservado una apariencia democrática, a pesar de padecer una de las tragedias humanitarias más graves del orbe en los últimos 30 años y sin lugar a dudas la más grave de América Latina en ese período? ¿Y cómo el gobierno ha seguido funcionando con elecciones aparentemente libres, con cambios de Presidente y alternación de los partidos y promulgación y vigencia de las leyes, como cualquier régimen democrático, a pesar de vivir las más graves violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario?…”. ¿No es este un lenguaje propio de partidos de extrema izquierda?

Y, más adelante expresan: “La promoción, organización y apoyo de las convivir y los paramilitares no fue la conducta de algunos sectores o miembros aislados de las Fuerzas Militares, y en especial del Ejército Nacional…” La sociedad no escapa al señalamiento ideológico, en el que para nada se habla de las guerrillas y sus acciones criminales ni de las decisiones políticas tomadas por grupos políticos colombianos en Cuba (donde recibió entrenamiento el ELN y el M-19) y en congresos internacionales del comunismo: “Los grupos paramilitares fueron fruto de una política de Estado. Su creación y expansión fue un propósito común de amplios sectores de éste, las fuerzas militares y la sociedad civil y fue posible gracias a la financiación de la empresa privada (sic) y el narcotráfico y la alianza entre todos ellos…” De ahí concluyen que: “El nombre del ex presidente Álvaro Uribe Vélez aparece vinculado… a muchos pasajes y eventos relacionados con el origen y la expansión de los grupos paramilitares y los graves hechos cometidos por éstos”. Que es lo que escuchamos y leemos en declaraciones y panfletos de Colectivos y movimientos antiuribistas.

A la cacería contra el ex presidente Uribe se han sumado varias personalidades de las más exóticas especies: exguerrilleros, poetas, abogados, ex presidentes, columnistas, dirigentes liberales, miembros de la oligarquía capitalina, académicos, intelectuales marxistas y tardomarxistas, y hasta comandantes paramilitares extraditados.

Imposible dar cuenta de todo lo que dicen en espacio tan limitado. Pero, un personaje sobresale entre muchos en su sevicia persecutoria. Se trata del excomandante guerrillero del ELN León Valencia, obseso antiuribista, incansable sectario, que pretende enmascarar lo que afirma con una aureola de academia. Su tesis sobre las votaciones atípicas fue acogida por la Corte Suprema para condenar a políticos que obtuvieron votación inesperada en poblaciones no visitadas y de fuerte presencia paramilitar. Gracias a su tendenciosa teoría, se condena por inferencia y se crea el delito de “nexos”, aplicado sólo para cercanías, amistades, contactos o vecindades con el paramilitarismo, no con las guerrillas.

Valencia ha hecho una carrera de lujo en su afán de figurar como intelectual y académico. No hay duda de que puede ser tenido por lo primero, pero a él lo que más le importa es ser reconocido en la academia a la que no ha podido ingresar por una sencilla razón, allí hay que someter los textos a la evaluación de pares científicos. Su lagartería y arribismo es tan descomunal que intrigó para insertarse en el Informe Internacional de la violencia contra sindicalistas a pesar de su militancia previa con la hipótesis que estaba en cuestión. Figura como coautor del Informe de Memoria Histórica asumiendo, de hecho, la condición de juez y parte, de víctima y victimario.

Desde el punto de vista ético no es coherente que, habiendo sido comandante guerrillero, por tanto corresponsable de ordenar secuestros y otras acciones de terror cuando integró la dirección nacional del ELN, asuma el rol de juez de sus rivales y defensor de la moral y la justicia.

Otro personaje que hace parte del safari, al acecho como las hienas, es el vengador Iván Cepeda que no desmaya en su intento de consagrar a su padre como mártir de una democracia en la que no creía. Por algo es reivindicado por las FARC que bautizaron con su nombre a uno de sus frentes, y que según el famoso libro testimonial de Alvaro Delgado, Todo tiempo pasado fue peor, fue el ideólogo de la fatídica combinación de todas las formas de lucha. Cepeda junior tampoco descansa en su afiebrada persecución contra Uribe y el uribismo. Adopta tácticas extravagantes y provocadoras sin empacho en educorarlas con lenguaje de paz y reconciliación y en presentarse como defensor de derechos humanos.

En conclusión, y pudiendo demostrarse con más evidencias documentales, es un hecho que existe una profunda coincidencia de organismos, magistrados y funcionarios judiciales con fuerzas, líderes de la izquierda, la extrema izquierda y algunos intelectuales liberales progres, en el diagnóstico sobre la violencia colombiana. Y que esa coincidencia se extiende a la esfera de la lucha política en la pretensión de judicializar a como dé lugar al ex presidente Uribe y a su círculo más cercano. Son los mismos que hablan de paz y reconciliación, pero, les preguntamos: ¿Con quiénes? ¿Quieren eliminar el 65% de la opinión?

Justicia asimétrica

Nunca me he opuesto ni he criticado que la justicia colombiana investigue y castigue a todos aquellos que desde posiciones de jerarquía en el Estado o en ámbitos civiles han sido llevados a los estrados acusados de pertenecer o haber realizado tratos y acciones con grupos al margen de la ley, trátese de guerrillas, paramilitares o mafias. Las abundantes manifestaciones de dicho fenómeno ameritan la intervención de las autoridades judiciales.

Pero, a raíz de mandatos recientes de magistrados de distintos tribunales en contra de algunos dirigentes uribistas y el propio ex presidente Uribe Vélez, considero válido y necesario formular las reflexiones que a continuación quiero compartir con mis lectores. No tengo la pretensión de escribir un tratado, mucho menos el de darle un carácter académico. Tampoco intentaré defender a quienes tienen argumentos y abogados para hacerlo. Son opiniones derivadas de la observación atenta del discurrir nacional.

Lo primero que se debe tener en cuenta cuando se habla de alianzas entre dirigentes políticos y grupos paramilitares es que la inmensa mayoría de los judicializados militaban en los partidos liberal y conservador o en fracciones de ellos. Esos dirigentes migraron hacia el llamado uribismo sólo después de 2002, llevados, en buena parte, por su instinto y olfato clientelar. Al gobierno Uribe se le acercó, con excepción del Polo Democrático, todo el espectro político y las elites económicas, a sabiendas de los rumores que los enemigos de Uribe habían puesto a circular.

El Pacto de Ralito, de un contenido similar a la reciente declaración de las FARC en La Habana, que llamaba a la refundación del Estado, por el cual fueron juzgados los “parapolíticos” por la Corte Suprema de Justicia, fue firmado en 2001 cuando Álvaro Uribe ni siquiera era candidato a la presidencia.

Si la Justicia nacional fuese equilibrada, si se mantuviera vendada y usara correctamente la balanza, como simboliza la diosa Astrea y manda la constitución política, no miraría para un solo lado del problema de violencia que azota a nuestra sociedad. No solo abandonó la venda sino que sufre de estrabismo, es bizcorneta, pues si aplicara los mismos criterios con los que condenó a varias decenas de políticos y mantiene en salmuera a otros tantos, por uribistas y por comprometer su fuero de altos funcionarios de Estado, tendrían que estar en la cárcel o en juicio una cantidad apreciable de dirigentes de izquierda. Al menos el Comité Central de los comunistas que gestó y estructuró la tenebrosa política leninista de la combinación de todas las formas de lucha bajo la inspiración ideológica de Manuel Cepeda, según el testimonio de Álvaro Delgado, ex miembro de ese organismo. De igual forma, algunos congresistas liberales y dirigentes de ese partido que, como en el caso de Piedad Córdoba, han realizado acuerdos con las FARC, según computadores decomisados en campos de batalla. También periodistas, columnistas, profesores universitarios, dirigentes sindicales y un largo etcétera.

Pero no lo están ni lo van a estar. ¿Cuál es la razón? Son varias, aludiré a la que considero seminal, madre de todas las demás. Los comunistas, las guerrillas, la extrema izquierda y gran parte de la izquierda democrática, uno que otro liberal y godo despistado, académicos y activistas de ONG, piensan que las guerrillas tienen un estatus moral y ético más edificante que los paramilitares y sus amigos y aliados. Las guerrillas, dicen, nacieron como producto de la inconformidad social, de la exclusión política, de la ausencia de libertades y democracia. En cambio, el paramilitarismo es una política de Estado, producto de imposiciones de la doctrina de la seguridad nacional, del imperialismo yanqui y la oligarquía criolla que apelan a la guerra sucia para derrotar a las fuerzas populares.

De tal consideración se deriva, en los hechos, una política judicial asimétrica. Se dice, por ejemplo, que con los paramilitares en el proceso de paz hubo impunidad, aunque sus mandos medios y altos están en las cárceles, pero agregan que a los jefes guerrilleros máximos responsables de delitos de lesa humanidad no se les puede enviar a la cárcel. Lo afirma el presidente, el fiscal general, los congresistas gobiernistas, magistrados y todos los que justifican la lucha guerrillera desde los grandes medios.

Traigo a colación contenidos de algunos documentos que nos ayudan a comprender la grave asimetría de la Justicia colombiana. Empecemos por el texto “Nunca Más” de autoría del famoso Colectivo José Alvear, la Congregación de Justicia y Paz de jesuitas radicales de izquierda, y otras organizaciones sociales y ONG. Allí se expresa la idea de que las guerrillas no pueden ser juzgadas con el mismo rasero con que se juzga a militares y paramilitares, ni siquiera se les puede aplicar el DIH porque, ¡oh injusticia!, ese estatuto es para guerras regulares: “la guerra de guerrillas se funda en una primera realidad: que debe enfrentar una estructura estatal, detentora de medios muy poderosos de Guerra… La racionalidad de ese tipo de guerra implica, entonces, adoptar métodos de camuflaje entre la población civil y de acciones ofensivas de sorpresa, y jamás de acciones defensivas, pues estas últimas conllevarían a una desventaja militar evidente frente al enemigo. Este elemento… entra en contradicción con uno de los principios básicos del DIH, como es la distinción neta entre combatientes y no combatientes.” Y más adelante añaden “Se nos ha presentado como principio rector que debe orientar nuestro trabajo, el de “Condenar toda violencia, venga de donde viniere”. Muchas veces nos hemos preguntado si tal tipo de neutralidad es éticamente sustentable… La política de las simetrías busca inmovilizar a la sociedad, convenciéndola de que “todos los actores son igualmente perversos””. De donde se deduce que la violencia insurgente es legítima y por tanto impune.

Interesante es la declaración de Carlos Lozano, jefe comunista y dirigente de la Marcha Patriótica cuando en entrevista reciente afirmó, ante varias preguntas:

“¿Cómo llega usted a la conclusión de que las FARC están en serio?

-Llego a la conclusión porque tengo intercambios de mensajes con Timoleón (nótese el aire de confianza) una vez él asume después de la muerte de Cano y me doy cuenta de que tienen ya una decisión tomada… Hubo debate en el Secretariado y en el Estado Mayor. Pero al final se logró adoptar la decisión de ir todos juntos.

¿Y cómo es la relación entre él (Timochenko) e Iván Márquez?

-De respeto, de cariño, le pregunté off the record, por todos esos rumores. Él me decía: ‘Yo con Márquez me converso mucho, porque somos los dos dirigentes más antiguos.”

Es decir, Lozano debió tener una información de contacto directo, de primera mano antes del inicio de negociaciones. ¿No es todo esto una confesión de parte? Por actuaciones similares se ha enjuiciado a más de un parapolítico.

La mesa de la paz está servida

Sobre las conversaciones de paz entre el gobierno nacional y la guerrilla de las FARC hay al menos dos puntos de partida para el análisis. Uno es el basado en los hechos y declaraciones de los protagonistas y otro en la etérea y especulativa rumorología.

Desde el primer ángulo observamos que todos los poderes están funcionando de forma sincronizada gracias a la mermelada presidencial. La idea madre al mando de este turbio proceso fue expuesta por el Alto Comisionado de Paz en conferencia pronunciada en la Universidad del Externado el pasado mes de mayo cuando sostuvo que la paz no consistía en la firma de unos compromisos: “Con la firma del acuerdo final… comienza (sic) un proceso integral y simultáneo de dejación de armas y reincorporación a la vida civil de las FARC”.

Con la firma, según él, se inicia un periodo de “transición” que nos conducirá a la paz verdadera. Estima que tendrá una duración de diez años, sin tomarse la molestia de explicar dicho lapso. Durante la transición se establecerán “las condiciones y las tareas que cada quien tendrá que cumplir para hacer posible la construcción de la paz”. La dejación de armas, asunto del máximo interés para la sociedad, queda en zona indecisa puesto que se daría en el marco de un “proceso” y no de un acto.

Recordemos, una vez más, el fundamento político de la estrategia oficial en esta materia. El Alto Comisionado dijo en esa ocasión que “los efectos de 50 años de conflicto no se pueden reversar funcionando en la normalidad. Tenemos que redoblar esfuerzos y echar mano de todo tipo de medidas y mecanismos de excepción: medidas jurídicas, recursos extraordinarios, instituciones nuevas en el terreno que trabajen con suficiente intensidad e impacto para lograr las metas de la transición”. En la semana que pasó, Humberto de la Calle ratificó estas consideraciones. De igual forma, el presidente Juan Manuel Santos dio a entender que la paz no es el cese al fuego y en un hecho insólito y excepcional, invitará a la comunidad internacional en la ONU, a avalar la no intromisión de la Corte Penal Internacional en su proyecto de paz con impunidad.

En esa línea directriz también podemos entender la actuación de los tres poderes públicos, de funcionarios de alto rango y la adopción de medidas “extraordinarias” como el Marco Jurídico para la Paz, que contempla la excarcelación de responsables de delitos de lesa humanidad.

Ahora el Congreso se apresta a sacar adelante en tres semanas, bajo la dirección del samperista Juan Fernando Cristo y como si se tratara de fijar el precio de la libra de comino, la realización de un referendo al que se someterían acuerdos desconocidos firmados en La Habana. Contraviniendo disposiciones constitucionales, el presidente Santos, fiel al pensamiento de “echar mano de medidas de excepción y recursos extraordinarios”, pretende unir en un solo día las elecciones para Congreso con el referendo.

El fiscal general ya nos había sorprendido meses atrás al cambiar, de manera excepcional, sus funciones sin que nadie lo autorizara. En efecto, ha sido un eximio peón del presidente asumiendo una posición que en vez de estimular la persecución del delito, del hampa y los criminales, justifica la impunidad para los crímenes de lesa humanidad de los jefes guerrilleros.

De otra parte, la Corte Constitucional, una de las esperanzas que quedan para salvaguardar el derecho internacional y la integridad de la Constitución, en un fallo agridulce, le prende una vela a dios y otra al diablo al declarar exequible el Marco Jurídico de la Paz y a la vez, aunque no se conoce aún el texto definitivo de la sentencia, estipular la no excarcelación de los condenados por delitos de lesa humanidad. Ahí deja, por ahora, una sombra de duda que los congresistas incondicionales del gobierno sabrán despejar con leyes regulatorias de lo que se acuerde en La Habana de tal forma que, como lo orienta el Alto Comisionado, de forma excepcional se tomen medidas que “impacten” la transición hacia la paz verdadera.

Los tres poderes del Estado colombiano actúan pues al unísono, porque hasta la Corte Suprema se ocupa de golpear las toldas de donde salen las críticas más consistentes a la paz impune. Sólo se oye la voz discordante y aislada del Procurador General. Los medios más poderosos del país y los gremios empresariales apoyan la aventura “excepcional” de alargar el conflicto diez años, así haya que violar la institucionalidad. Muy sutilmente están llevando al país a un golpe de Estado legal. ¿Qué más se puede deducir de una década de transición bajo medidas de excepción?

Así pues, que para las FARC y muy posiblemente para el ELN, el gobierno tiene servida la mesa. Nunca antes, desde que Belisario Betancur iniciara negociaciones de paz en 1983, se habían dado condiciones tan favorables para ellas en temas tan espinosos como justicia, realización de reformas a su medida, reconocimiento y participación en política, veeduría internacional, no reparación de sus víctimas. Y con el apoyo de casi toda la institucionalidad. ¿Se sentarán a manteles o desperdiciarán una ocasión que la pintan calva?
Tomen nota de que en esa mesa la silla para una opinión pública descreída y desconfiada permanecerá vacía, hasta que sean tenidas en cuenta y aceptadas sus exigencias de justicia, prisión y no elegibilidad política para los responsables de delitos de lesa humanidad, reparación a las víctimas, verdades y dejación y entrega de las armas.

Mientras se produce el desenlace, tendrá lugar una intensa puja entre esos poderes institucionales, medios y funcionarios enmermelados y el país nacional.

La versión del rumor no es totalmente opuesta. Estaría en operación una segunda mesa de conversaciones de línea más directa entre el gobierno y el máximo comandante de las FARC a través de emisarios como el hermano del presidente. Las inconsistencias en declaraciones y el ruido de Iván Márquez y Jesús Santrich en La Habana tendrían la función de aplacar a los sectores más militaristas y más ligados al narcotráfico para evitar una ruptura o bien para aislarlos al máximo.

De esta manera, es factible la firma de unos acuerdos que dejarían en el aire, por un tiempo -¿diez años?- y todavía dentro del pensamiento del Alto Comisionado, asuntos como penas de cárcel, participación política y entrega de armas, para ser ventilados después de las elecciones en el marco de la llamada “transición hacia la paz verdadera”.