En varias ocasiones, el presidente Santos, miembros del equipo negociador de paz, columnistas y políticos han dicho que nunca habíamos avanzado tanto en una negociación con las FARC. Son palabras para la galería, con las que se pretende oxigenar la esperanza, cada más escasa, de los colombianos de que ahora sí, de verdad, “estamos a un cacho” de la ansiada paz.
Nos las repiten como si ella dependiera de nosotros, de los colombianos pacíficos, trabajadores, honrados y magullados por el enorme dolor causado por grupos que han sobrepasado todos los límites de tolerancia. O como si dependiera de que el Estado colombiano realice el programa de unas guerrillas que nunca fueron acogidas ni seguidas por las mayorías nacionales. Se equivocan de público y de instancias quienes ponen el peso y la responsabilidad en la población, y además, creen que la gente es tan ingenua como para tragarse esa frase envenenada.
Ahora el presidente, en plan de vender su aspiración reeleccionista, quiere ponerse serio al plantearle a su bancada parlamentaria su gran dilema. “Me levanto, me quedo o aplazamos las conversaciones de La Habana”. Y claro, uno le podría decir, en la lógica de Coquito, si estamos tan cerca como nunca antes, ¿para qué pedir opiniones? ¿No será ésta una cínica forma de empezar a bajarse de responsabilidades? Tiene el mismo sentido que cuando, al inicio de los diálogos, expresó que si no se lograba la paz “nada habremos perdido”. Como si fuese cosa de poca monta jugar, poner al garete, a un albur o apuesta de póquer, el anhelo más sentido de los colombianos.
A un año de contundente vacío en materia de acuerdos, de etéreas y pesimistas declaraciones del jefe negociador Humberto de la Calle, del mutismo del Alto Comisionado de Paz, el filósofo Sergio Jaramillo, que nada agrega ni corrige a su diseño de paz a diez años, con una guerrilla rehaciendo lazos internos e internacionales, hablando y exigiendo como si hubiese ganado su guerra, matando soldados y policías y cometiendo actos de terror contra la población civil como la voladura de torres de energía eléctrica, cabe preguntar: ¿no ha llegado el momento de que el presidente reconozca su fracaso en alcanzar una paz con contenidos medianamente aceptables? ¿No es hora de que la opinión ilustrada, que ha escrito a favor de este proceso, se lleve la mano al corazón y entienda que el énfasis de sus críticas y presión deben dirigirse hacia las FARC?
Buena parte de los aquí invocados a cambiar el sentido de la presión, creen, equivocadamente que el enemigo principal de la paz, de la democracia y de las libertades, somos los críticos de los términos con los que se planteó este intento. Han adelantado una implacable campaña que va más allá del debate político razonable, sin argumentos nos tildan de amigos de la salida militar a la par que hablan de reconciliación y piensan que debemos perdonar los crímenes de lesa humanidad de las guerrillas, que se deben abrir espacios a la reconciliación, el perdón, el olvido y dárseles oportunidad de participar en política.
Muchos de ellos piensan y creen que estas guerrillas, una vez incorporadas a la vida civil, aunque no dejen las armas ni paguen cárcel, respetarán la democracia y las libertades. Olvidan que la comandancia es de formación estalinista y tienen una estrategia similar a la aplicada a través de los frentes populares, consistente en buscar aliados en sectores liberales, republicanos, demócratas, moderados y progresistas y hasta en “burgueses nacionales”, para llegar al poder, a la cabeza de un frente en el cual tratarán de imponer sus condiciones.
En concreto, se trata de poner a Colombia en la senda del modelo de economía estatalizada del castrochavista socialismo del siglo XXI, agudizar las contradicciones del “régimen”, radicalizar las luchas de clases y el movimiento popular. Y a través de una asamblea constituyente, como hicieron Chávez, Evo, Correa y Ortega, controlar los medios, la libertad de expresión y deformar la democracia hasta hacer de ella una caricatura.
Nadie convoca a la opinión ilustrada a dejar de lado sus obsesiones contra la seguridad democrática, sino a entender que el mayor peligro se encuentra en la extrema izquierda y en sus incondicionales. A despojar de adjetivos a la paz de tal forma que la entendamos como cese de enfrentamiento y hostilidades bélicas, a comprender que las condiciones de una reconciliación pasan, obligadamente, por el castigo penal abreviado permitido por la Justicia Transicional y por la dejación y entrega de las armas por parte de las guerrillas.
Quienes piensan que exageramos sobre los propósitos de las guerrillas, deberían consultar y leer las conclusiones de las conferencias del Movimiento Continental Bolivariano, del Foro de Sao Paulo, de las Conferencias Nacionales de las FARC, revisar si la dictadura cubana merece o no repudio, si Fidel es un ejemplo y si el fracasado experimento del vecindario no justifica un estado de alerta de defensa de las libertades y la democracia. Y si a pesar de todo, piensan, como el presidente Santos, que no debemos hacerle caso a las palabras habladas o escritas por los jefes guerrilleros, entonces exíjanles que cambien su discurso.