Uno de los objetivos históricos de la persistente y ordenada diplomacia brasileña a lo largo del siglo XX ha sido insertar al país en los mecanismos institucionales de mayor visibilidad y gravitación del sistema internacional. Ello la llevó a apartarse de opciones de neutralidad durante las dos Guerras Mundiales. Pasando a integrar la fallida Liga de las Naciones, que se confirmaría como un pato rengo post-1918 dada la reticencia de la gran potencia estadounidense a comprometerse en su consolidación.
Lo mismo sucedería finalizada la conflagración contra el nazi-fascismo en 1945 de la mano de las Naciones Unidas. Un Brasil beligerante junto a los aliados desde 1942 fue la rendija por la cual durante las décadas posteriores y, en especial cuando Brasilia se comenzó a sentir con espaldas más anchas en lo político y económico en los años 60 y 70, para aspirar a ser miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Espacio de élite reservada para las potencias triunfadoras de la gran conflagración y para la China comunista de Mao a partir de 1972-73, cuando Washington decide jugar su “carta china” y usufructuar las tensiones de Moscú con su ex aliada Pekín.
A comienzos de esa misma década, el todopoderoso titiritero de la política exterior americana, Henry Kissinger, hizo su famoso comentario sobre Brasil como “Estado llave” en América Latina. Parecía haber llegado el esperado momento de la dirigencia brasileña de ser el “sub hegemón” de la zona sur del hemisferio americano en un esquema de consulta, respeto, garantías mutuas y ciertos márgenes de maniobra cara a cara con la Casa Blanca.
Los meses y años posteriores demostrarán que ese click tan esperado se retrasaba y no llegaría. Washington restringía la venta de tecnología nuclear a Brasil y el proteccionismo sobre exportaciones de materias primas hacia su mercado seguían y se acentuaban. Para peor, la crisis del petróleo del 73 y luego del 79 impactaban de lleno en un territorio brasileño inmenso pero carente en ese entonces de pozos con la capacidad de respaldar la expansión económica del país. El mazazo final seria la crisis de la deuda externa detonada en 1982, cuando la tasa de interés de referencia de la Reserva Federal alcanza su máximo para neutralizar la inflación de dos dígitos en EEUU pero al mismo tiempo tornar impagable la plata dulce contraída por diversos países emergentes a mediados y fines de los 70.
El “milagro económico” de 1964 a 1973 quedaba atrás y se entraba en una larga etapa de dos décadas de bajo crecimiento y alta inflación. El único consuelo era que el rival regional por el liderazgo, la Argentina, tenía un escenario igual o peor con el agregado de la guerra y postguerra de Malvinas. Así como un sistema político en donde ni militares ni peronistas ni radicales lograban darle gobiernos estables desde 1955 en adelante. En cambio, pese a sus limitaciones y tropiezos, los uniformados del Brasil gestionaron ininterrumpidamente entre 1964 y 1984, y en líneas generales continuaron una política económica desarrollista iniciada por gobiernos democráticos ya en la década de los 50. Nada más distantes que las idas y vueltas de la Argentina. En otras palabras, no era tanto que Brasil hiciese las cosas bien, su vecino del sur las hacía peor.
Aún así, ciertos elementos le seguirían dando a Buenos Aires interesantes activos de negociación, tal como su desarrollo en materia nuclear, de vectores misilísticos de uso dual y satélites, como también el marcado desinterés en Washington de poner todas las fichas en un solo casillero de la ruleta. La política exterior encarnada por Guido Di Tella en los 90, más allá de sus histrionismo y frases provocadoras, entendió perfectamente esto.
Los años 90 le darían a Brasil un atributo importante en su consolidación cómo aspirante a esa categoría. El denominado Plan Real en1993 viabilizaría una estabilización de sus variables macroeconomicas y control de la inflación. El impacto de la crisis económica rusa a finales de esa década fue capeada exitosamente por Brasil con la ayuda del FMI y un rol activo y cooperante de la administración Clinton. Pese a ello, el Real tuvo de devaluarse aportando un tiro de gracia a la ya agonizante Convertibilidad del tipo de cambio en la Argentina.
La historia posterior es más que conocida: al colapso económico y político de nuestro país en el 2001, le sucedería el ascenso de la izquierda del PT en Brasil de la mano del entonces ya tanta veces candidato fallido a la Presidencia Lula Da Silva. Esta “institucionalizacion” de sectores que usualmente habían visto la política desde la oposición y priorizando lo clasista o lógica politica agonal o de confrontación, estaban ahora en la cúspide del poder. Un sindicalista pragmático cómo Lula no dudo en continuar las sanas políticas macroeconómicas de su antecesor Fernando Henrique Cardoso, así como una política exterior prudente y de buena sintonía con las grandes potencias en general, y con los EEUU en particular.
Para el 2003-2004, otro factor inesperado entraba en la escena. El boom de los precios de las materias primas que exportaban nuestros países, en especial soja, carnes y minerales. Brasil podía comenzar a combinar, luego de décadas, baja inflación, altos ingresos por exportaciones y crecimiento económico. Este círculo virtuoso le permitirá incorporar al equivalente a la población argentina, unos 40 millones de habitantes, al consumo de niveles de capas medias bajas y medias. Dándole forma a un portentoso mercado interno que se combinó con las grandes demandas de alimentos y materias primas por parte de China, India y otros emergentes. Con ese marco, la Presidencia del Brasil no dudo en apostar fuerte a un intenso lobby internacional junto a Alemania, Japón, India y Sudáfrica para lograr una reforma en el Consejo de Seguridad de la ONU y, en especial, en lo referido a las bancas permanentes con poder de veto.
Para el 2005, ya era evidente que ni los EEUU, ni China ni Francia y el Reino Unido tenían consenso básicos para viabilizar estos cambios. A partir de ese momento, Brasilia comenzó a poner el foco en darle forma político-estratégica-diplomática a una sigla inventada por fondos de inversión de los EEUU para colocar bonos en mercados dinámicos a comienzo del siglo XXI, o sea BRIC: Brasil, Rusia, India y China. En un primer momento, Moscú, Pekín y Nueva Delhi no se mostraron muy interesadas, dado que dos de ellas ya tenían su plazas aseguradas en la mesa chica del Consejo de Seguridad, y los herederos de Ghandi contaban con un poderoso arsenal nuclear y una naciente relación preferencial con los EEUU, paí, que comenzaba a verlos como protagonistas claves para la futura, lenta y paciente contención a la ascendiente China.
Sin duda, Brasil era y debía ser el más preocupado y ocupado en darle carne y forma a esa categoría financiera especulativa de BRIC. Así, con la paciencia y método que caracteriza a la diplomacia verdeamerilla, y aprovechando la imagen y carisma mundial de Lula, Brasilia dio importantes pasos para impregnarle contenido a ese acrónimo inventado en Wall Street. En la misma sinfonía, la diplomacia del gobierno de Lula -en especial su brillante y carismático ex Ministro de Defensa, Nelson Jobim- llevó a cabo también un incansable esfuerzo para ir dando forma a un espacio sudamericano: el UNASUR, que marcaba una línea imaginaria que cruzaba a la altura del Canal de Panamá. Un regreso al viejo sueño de cogestion del hemisferio.
De esa línea hacia arriba, el “patio trasero” del hegemón estadounidense y hacia el sur, la presencia de una potencia regional prudente garantizaría un marco de seguridad y estabilidad a intereses nacionales vitales de Washington. El bolivarianismo de Hugo Chavez y su estrecha alianza con el régimen cubano, paradojicamente arriba de la línea geográfica imaginaria, fue de gran utilidad para este inteligente proyecto geopolítico brasileño. Para complementarlo y facilitarlo, la Argentina, tras la Cumbre de Mar Del Plata en 2005, comenzaba a perder la posibilidad de tener la cintura suficiente para moverse hacia Washington o Brasilia según fuese conveniente (Cabe recordar que, luego de ese acalorada cumbre de Presidentes que dio por tierra, con justas razones económicas, con el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), Lula se encargo de invitar al presidente George W. Bush a pasar unos días en su residencia privada en Brasil).
A casi una década de esos eventos, que luego tendrían nuevos capítulos cómo el allanamiento de un avión militar de los EEUU en Ezeiza, se produce en julio del año pasado en Brasil la cumbre de los países de los BRICS (la S por la recientemente agregada Sudáfrica). Potenciada por el paso por la Argentina por unas horas del mandatario ruso y el chino, y la esperanza más o menos justificada de poder apoyarse en los recursos financieros de estos Estados cómo forma de poder tomar distancia del “pérfido capitalismo internacional”.
Luego de algunas versiones cruzadas y malentendidos, quedó en claro que la Argentina no sería invitada a sumarse a los BRICS cómo miembro pleno sino como observadora junto a todos los restantes países del UNASUR durante la cumbre en la ciudad de Fortaleza. Si en algo Brasilia no tiene un lógico interés es en sumar a Buenos Aires a este espacio, por el cual ha hecho un gran esfuerzo para constituirlo cómo un escenario donde sobresalir claramente sobre todo el resto de la región y posicionarse como una de las potencias del mundo multipolar. Siempre recordando que dentro de la sigla BRICS conviven países que aún apuntas parte de sus misiles nucleares uno contra otro, o sea China y la India, u otros dos que los une transitoriamente el balancear el mega poder norteamericano, pero que a ojos vistas pueden volver a tener serias tensiones cómo lo tuvieron a lo largo de su historia y aun cuando ambas eran comunistas en la guerra soviético-china de 1969.
Nuestro país está en óptimas condiciones de sacar provecho de ese mundo emergente, siempre que no se asuma al mismo como un atajo o mecanismo para revanchas o jueguitos para la tribuna. Cabría repasar los estudios y análisis sobre lo no tan fácil y barato que ha resultado para Venezuela y Ecuador algunos “préstamos blandos” chinos que han tenido en diversos casos como garantías de pago las reservas petroleras de estos países. En eso, hay mucho que aprender del Brasil y su capacidad de darle un espacio importante de autonomía a su política exterior de los enredos y necesidades estéticas ideológicas que plagan las políticas domésticas. Sabiendo que no contamos con sus capacidades materiales pero sí de algunos activos que aún nos permiten sentarnos en la mesa con los grandes jugadores.