Alumnos adentro, menores afuera

Como si existieran en dos dimensiones absolutamente separadas y extrañas entre sí, están los alumnos y los menores de edad. Dentro de la escuela, el menor de edad se convierte en “alumno”. Para dirigirse a él se utiliza el diálogo sereno, la paciencia, la comprensión. Si algún alumno destruye el mobiliario de la escuela, escribe las paredes y bancos o arroja cosas dentro de los calefactores, por ejemplo, se debe citar a los papás y conversar entre todos para reparar la situación y que no se vuelva a repetir. Personalmente, estoy de acuerdo con que es la manera correcta de enfrentar y resolver el problema. Así es como, en la actualidad, trabajamos los docentes.

Fuera de la escuela, el “alumno” se convierte en “menor”. No es usual que los chicos, cuando están en sus casas, escriban las paredes, las mesas o arrojen cosas dentro de los calefactores. Sin embargo, muchos se portan mal. A éstos, la gente los llama de muy diversas y coloridas maneras, que en general terminan con las palabras “de mier…”. Y, lo que se propone para “disciplinarlos”, es muy diferente (abismalmente diferente) a lo que se dice y hace adentro de la escuela.

“Disciplina” no significa lo mismo en los hogares, en la calle, en la escuela. Los alumnos lo saben.

Un conjunto de adultos que ingresa en una escuela de Quilmes llevando cadenas en sus manos y desmaya a un profesor, le rompe la mandíbula, le rompe un dedo a otro, le da piñas en el pecho a una auxiliar, por el simple hecho de ser pariente de “una alumna” y estar adentro de la escuela, es denominado como “un grupo familiar con el cual hay que trabajar intensamente”. Estoy de acuerdo, evidentemente existe un grave problema allí. ¿Qué sucedería si lo mismo, exactamente lo mismo, pasara en un ámbito que no fuera el escolar? Si un grupo de adultos con cadenas en sus manos ingresara en un Ministerio y lastimara a un conjunto de ministros, al intendente o al gobernador, ¿cómo se lo denominaría?

Qué quiero decir con esto: que la sociedad reacciona diferente ante lo que sucede dentro y fuera de las escuelas. Que existen reglas y métodos diferentes, y eso no trae aparejado nada bueno. Lo que sucedió en Quilmes es un hecho extremo, pero ilustrativo de muchos casos cotidianos que igualmente son violentos. Un alumno “se portó mal”. Se cita a los papás. Algunos padres entablan un diálogo con sus hijos. Otros defienden la conducta inapropiada de los chicos, o, directamente, no concurren a la citación. O, en una actitud opuesta, le dan una paliza al desobediente. La escuela debe enseñar a los padres a dialogar con sus hijos, a interesarse en ellos, a comprender por qué actúan de manera incorrecta, a no utilizar con ellos la violencia en ningún sentido. Sí, la escuela también hace eso en este momento.

Es época de mensajes contradictorios. De fractura entre utopía y realidad. De falta de concordancia. De diferencia entre la teoría y su utilidad en la práctica. De una escuela desbordada, emitiendo mensajes de solidaridad, de paz, de armonía, de convivencia, en soledad.

Una abuela, en la puerta de una escuela primaria, se quejaba en voz alta ante una mamá y preguntaba: “¿Por qué, si yo me esfuerzo en hacer que mi nieto de siete años me obedezca cuando le ordeno algo, acá en la escuela, aprende que puede decirme que no y no me hace caso?”. La pregunta de esta abuela quedó sin respuesta, retórica, flotando. Recuerdo que respondí mentalmente: “Está bien que el niño aprenda a pensar por sí mismo, aprenda que tiene derecho a decir que no”. Si fuera un mundo coherente, eso sería lo ideal. Pero en este momento, ¿tiene razón la abuela que se está quejando? ¿Los chicos aprenden a no respetar las normas, paradójicamente, en la escuela, que es el lugar en donde se las enseñamos? ¿O es al revés?

El presente texto también está planteado así, como una pregunta, ante un problema que debemos resolver urgentemente. ¿No será el momento de reconciliar “alumno” con “menor de edad” e “hijo” y comprender que debemos educar en forma coherente, que los acuerdos de convivencia y los métodos para lograr que sean respetados deben ser los mismos tanto dentro como fuera de la escuela? Quizás ésa, exactamente, sea la punta del ovillo, la clave que nos conduzca a una sociedad menos agresiva y mejor.

Señores padres: eduquemos juntos

Todo docente en algún momento (o momentos) experimentó la sensación de frustración al tomar una prueba, luego de un arduo, satisfactorio y personal trabajo, y comprobar que los alumnos que creía que habían aprendido un contenido, no aprobaron. En mi opinión, en las escuelas, estamos viviendo ese momento desconcertante: la realidad nos demuestra que lo que creíamos que estábamos haciendo bien, no está dando los resultados esperados.

Personalmente creo que, además de realizar una profunda autocrítica que lleve a mejoras curriculares, actualizaciones y cambios, existen dos problemas íntimamente relacionados que exceden a los docentes, directivos, estrategias y planificaciones y que necesitan de la ayuda imprescindible de la comunidad educativa entera para ser solucionados. Me refiero al mal comportamiento creciente de los alumnos adentro de las escuelas y a su actitud pasiva e indiferente hacia el aprendizaje formal.

Puedo escuchar las voces de protesta: afortunadamente no sucede en todas las escuelas, en todas las aulas. Existen millones de alumnos excelentes. Generalizo en forma deliberada y repito: es un problema creciente que debe preocuparnos a todos, más allá de las numerosas excepciones.

Así como “la escuela”, en nuestra imaginación, no coincide con edificios deteriorados ni con las múltiples noticias de violencia que la llevaron otra vez a los noticieros, tampoco coincide la actitud de muchos de los alumnos hacia el saber formal y el aprendizaje con la predisposición que la sociedad debiera considerar como natural. Para realizar una apropiación exitosa de los contenidos, todos los especialistas coinciden en que se necesita un clima áulico positivo y libre de interferencias, y, por supuesto, sostienen que el alumno debe realizar un esfuerzo. La enseñanza de valores es considerada fundamental: es tarea de todos los docentes educar para la paz, para la convivencia, para la armonía.

Algo está fallando y tiene repercusiones en que se lleven a cabo los aprendizajes, tanto los relativos a los valores como los que tienen que ver con competencias específicas de áreas de estudio: en los diagnósticos de la secundaria, en general, se señala como principal falencia la dificultad en la comprensión lectora y la escritura. ¿Es correcto atribuir este fracaso únicamente al desempeño de todos los docentes? Los alumnos que muestran dificultades, ¿están participando activamente en el proceso de enseñanza-aprendizaje? ¿Asisten puntualmente a la escuela? ¿Prestan atención, realizan los trabajos prácticos, registran las explicaciones en sus carpetas, estudian para las pruebas, investigan, leen cotidianamente, producen textos orales y escritos? Los adultos responsables de esos alumnos, ¿controlaron, estimularon, ayudaron a sus hijos para que cumplieran con todo lo enumerado en la interrogación anterior? Por otro lado, “la escuela”, que debería ser un ámbito acogedor, en donde los alumnos se sientan contenidos y protegidos, es según el Mapa Nacional de la Discriminación de 2013 del INADI, el cuarto lugar en donde existe la mayor discriminación (debajo de los boliches, la calle y las comisarías y por encima de la televisión). Éste es un factor que incide, entre muchas otras formas indeseables de violencia aprendida fuera de las escuelas, en que el “clima del aula” no sea el apropiado para llevar a cabo el aprendizaje.

Parece una tontería, pero puede resumirse en una frase, en un ejemplo: en “Lengua”, sólo se puede comenzar a trabajar provechosamente cuando el alumno que tiene problemas para comprender deja de decir “el texto no se entiende” y dice: “no entiendo el texto”. Es fundamental el cambio de actitud del alumno para que pueda aprender, y en la tarea de motivar, ayudar, estimular, despertar interés, muchas veces, los profesores estamos solos.

Los docentes, cuando existe un problema, pedimos el cuaderno de comunicados y escribimos una nota a los “señores padres”. Los “señores padres”, los adultos responsables que cumplen ese rol, son los educadores principales, juegan un papel fundacional y fundamental en la personalidad de los futuros adultos que tienen entre sus manos. Amar, proteger, cuidar y educar a los niños es su principal función. Vivimos en una sociedad que dista de ser amorosa y atenta. Si los niños están creciendo rodeados de un ambiente en donde la violencia, los insultos y el desprecio por el saber se consideran naturales, ¿cómo vamos a pretender que por sí sola, como si fuera un ambiente esterilizado y ajeno a la realidad, la escuela produzca ciudadanos instruidos y responsables?

Si un niño crece escuchando y viendo que todos los “otros” son dignos de desprecio, que la maestra es una inepta, que las mujeres tienen que dedicarse a lavar los platos, que llorar es de débiles, que estudiar no sirve para nada, que los que triunfan en la vida son los “vivos” y los buenos son los tontos, que a los pobres (o a los ricos), a los de Boca (o a los de River), a los que cortan la calle o estacionan mal, a los que sea que “molesten” por algo “hay que matarlos a todos”, que la única forma de solucionar los problemas es gritando y agarrándose a piñas (y podría seguir la enumeración durante varias páginas, pero me revolvería el estómago), ¿cómo vamos a pretender que los alumnos, junto al docente, se desenvuelvan en un “clima de aula” agradable y motivador para el estudio?

Para que la educación formal sea una herramienta poderosa y positiva, debe adecuarse a la realidad y dejar de trabajar en soledad. La sensación de frustración que mencioné al principio de este texto es desagradable, pero reconocerla es el primer paso. Señores padres: ustedes también son responsables de la tarea educativa que tenemos por delante. No sólo se educa en la escuela. Si los adultos continuamos enviando mensajes contradictorios, únicamente lograremos una sociedad contradictoria, lejana de esa Argentina unida, igualitaria, plena de armonía, justicia social y seguridad, que todos deseamos.

Bullying visible o invisible

El primer requisito cuando uno aborda el tema del acoso escolar es enfrentar el conjunto de prejuicios existentes en la comunidad entera, que ha naturalizado diversas clases de acoso de tal manera que las ha vuelto invisibles.

Definamos en primer lugar qué consideraremos bullying o acoso escolar: se trata de todo el espectro de agresiones verbales/físicas/paralingüísticas a las que se somete a un alumno dentro de la escuela reiteradamente durante el tiempo. Es decir: una riña o amenaza ocasional de un alumno hacia otro no se considerará acoso, sí lo será si estas conductas agresivas se reiteran a lo largo de un lapso de tiempo determinado. ¿Dos veces se considera acoso? Dependerá de las características del caso, pero yo diría que si la primera vez no se resolvió el problema, la segunda vez es buen momento para prestar la atención que merece y considerar las medidas de prevención correspondientes, ya que estamos ante el surgimiento del bullying.

Dentro del espectro de las agresiones que pueden darse en la escuela consideraremos acoso:

1) Las amenazas, se concreten o no. Pueden ser amenazas hacia un par, hacia un niño más pequeño, hacia una persona vinculada de alguna manera con la víctima o un objeto de su pertenencia o vinculado emocionalmente con él. Se le puede decir a alguien: “Te espero a la salida”, “vas a ver lo que le voy a hacer a tu hermanito”, “Te voy a matar el perro”, “te voy a romper le celular, la mochila, la campera, el auto de tu papá”, etc. Cabe destacar que se puede amenazar y todo lo que describiré a continuación utilizando las redes sociales, el celular o internet.

Las amenazas tienen por objetivo intimidar a la víctima, pero también pueden ser proferidas para poder manipularla.

Pueden ser verbales o no verbales; la mera presencia del acosador puede ser percibida como una amenaza, un gesto, una mirada, un puño mostrado de alguna manera particular, suelen bastar.

Dentro de la naturalización que señalábamos al comienzo está el considerar “normal” que las amenazas se produzcan, y los consejos que se brindan muchas veces tienen que ver con contestar la agresión con otra conducta agresiva: “Si te pega, se la devolvés”, “Si te hace algo, decime que voy y lo destrozo”, “Si te rompe X cosa, vos le rompés algo que le duela más”. Muchas veces la persona a la que recurre la víctima en busca de ayuda contribuye a profundizar la situación de dolor culpabilizando al acosado por padecer el acoso, acusándolo de “débil” por no comportarse agresivamente y premiando y festejando socialmente conductas violentas que deberían censurarse (“¿Ves? ¿Le diste fuerte unas buenas patadas? Ahora vas a ver que no te va a molestar más…”).

2) Hostigamientos de varias clases: hacer burla con gestos, imitar al acosado de alguna manera que lo ridiculice, ponerle sobrenombres ofensivos, pegarle carteles en la ropa, escribir palabras ofensivas en mesas,  paredes, hojas, etc. que involucren el nombre del acosado.

De todas estas formas de acoso, la más naturalizada es la del sobrenombre. Tanto el acosador como el acosado, al señalarles que se trata de un modo incorrecto de tratarse, tienden a afirmar que se trata de una broma o de algo que se dice “cariñosamente”, ocultando y tratando de volver invisible el dolor que experimenta quien es acosado. Un alumno gordo que es llamado “Gordo” pasa a no tener nombre, y a aceptar el sobrenombre mortificante como algo que merece y de lo cual es culpable.

Incluyo dentro del hostigamiento una lista lamentablemente amplia de expresiones discriminatorias que sirven para molestar y hacen referencia a variadas cuestiones: expresiones racistas, homofóbicas, de género, de intolerancia religiosa, política, acerca de las simpatías por determinado cuadro de fútbol,  a la pertenencia a “tribus urbanas” o modas varias, al tipo de música que gusta escuchar el acosado, los programas de televisión que ve, los juegos de play station o de PC que prefiere, el celular que tiene, y lo que pueda uno imaginarse. Los alumnos acosadores pueden encontrar como debilidad cualquier defecto o particularidad física de la víctima, ya sea real o imaginaria, y hostigarla de este modo (“sos un petiso, gordo, flaco, alto, pelirrojo, negro, tenés granos, el pelo graso, algún olor desagradable, orejas grandes, orejas pequeñas, sos demasiado feo” o, y lamentablemente éste es un caso muy común en las escuelas, “sos demasiado lindo o linda”, y así tenemos paradójicamente una víctima de acoso que es acusada del defecto de no tener defectos).

3) Manipulación social y bloqueo social. Esta categoría agrupa las conductas que buscan lograr que la víctima de acoso se sienta aislada y dejada de lado por su grupo de pares, ya sea en la realidad o en su percepción subjetiva. Hacer correr rumores desagradables sobre la víctima, sean verdaderos o no, hablar mal de ella, no invitarla a participar en tareas grupales, juegos, a reuniones dentro de la escuela, son  formas de aislar a un alumno. Lo que muchas veces sucede en las clases de Educación Física es otra de las cuestiones que hallé como naturalizadas: X alumno no participa jamás de X juego porque “es torpe, gordo, juega mal, es débil, ocasiona que el equipo al que pertenece pierda, es un estorbo, etc. “, y suele ser rechazado y aceptar este rechazo como natural (“no debo participar por el bien de mis compañeros ya que soy un desastre”), asumir la culpa. El área de Educación Física es un área como cualquiera del diseño curricular obligatorio y un derecho que deben recibir y gozar todos los alumnos por igual, salvo indicación médica, por supuesto. Sería ridículo pensar que X alumno, durante la clase de matemáticas, no participe en la resolución de cálculos porque es muy lento en hacerlo… y así perjudica al grupo. ¿Por qué encontramos natural esta misma situación aplicada a Educación Física?

4) Coacción: Consiste en obligar a la víctima de acoso a realizar cosas o tener comportamientos que no desea. La coacción es muy amplia y, a veces, suele ser sutil: puede obligarse a alguien a pertenecer a determinado “bando”, a hablar mal de alguien, a beber alcohol, drogarse, fumar, a mantener relaciones sexuales, a pegarle a alguien, amenazarlo, a sumarse a las conductas agresivas de un acosador, hasta a mantener conductas consideradas como naturales o nimias como lo es prestar libros, hojas de carpeta, trabajos prácticos, lapiceras, etc. Los alumnos aplicados que poseen sus carpetas completas la mayoría de las veces deben prestar sus trabajos por coacción, por miedo a merecer la desaprobación o hacer recaer sobre sí represalias de uno o más alumnos considerados más “poderosos”, y este hecho se ha vuelto tan común que se ha vuelto invisible. Muchas veces la persona obligada se culpabiliza, y en su afán de pertenecer al grupo de pares o de evitar las agresiones, hace cosas que jamás haría por su cuenta. Al igual que en el caso de las amenazas, frecuentemente los adultos consultados por los acosados les aconsejan dejarse obligar “para que no sea peor” o “para ser un buen compañero”,  hecho que agrava el círculo vicioso en el que está sumergida la víctima del acoso.

Y ahora vuelvo a la primera persona. Referirme con detalle al daño que ocasiona el acoso escolar en la psiquis de los alumnos que lo padecen sería  temerario, ya que excede mis saberes. Me limitaré a repetir lo que se afirma en otros textos: trastornos emocionales, baja autoestima, aislamiento, en casos extremos depresión y hasta asesinatos y suicidio. Durante años he visto adolescentes sentados frente a mesas alejadas, usando sus mochilas como trincheras, intentando protegerse de algún modo. He visto bajar miradas inundadas de tristeza ante sobrenombres despectivos e insultos irrepetibles, chicas y chicos entregando sus hojas de carpeta trabajosamente elaboradas, subrayadas y escritas prolijamente, a compañeros que únicamente  les dirigen la palabra para pedirles ese tipo de cosas, sabiendo que muy probablemente no volverán a verlas. He visto chicos ser saqueados ante los kiosquitos escolares, chicos aterrorizados ante la hora de la salida o de la entrada, chicos que prefieren permanecer en el aula y no salir al patio ni al pasillo durante el recreo, chicos que no trabajan en grupo, que no sonríen, que saben que sus compañeros no saben ni siquiera cómo se llaman.

Y ahora usted estará interpelándome: “¿Y qué hizo, Lara, para evitar estas aberraciones?”. Me llevaría una especie de gran novela, rememorar lo que he hecho… mi última incursión en nuevos métodos fue coordinar un Consejo de Convivencia y trabajar desde ese rol. Pero más allá de mis intentos, fallidos o no, creo que el problema se solucionaría si la comunidad educativa trabajara en conjunto. Solos, los docentes muchas veces damos manotazos de ahogado. Se necesitan profesionales, especialistas, gabinetes, Consejos de Convivencia en todas las escuelas. Y si éstos abundaran y funcionaran articuladamente con los docentes, seguramente, los casos de bullying no llegarían al extremo, aunque no me atrevo a decir que desaparecerían por completo. Porque transitar la escuela secundaria, vivir la adolescencia, como he repetido en otros textos, no es caminar por un campo de rosas, exactamente. Y esas tristezas que describo aquí, se traducen concretamente en ausentismo, en fracaso escolar, en comportamientos autodestructivos o violentos. Supongo que a largo plazo, una vez terminada la escuela, las consecuencias permanecerán visibles… Es precisamente por eso, porque lo que sucede adentro de las escuelas excede el presente y va formando el futuro de todos nosotros, que es imprescindible afrontar los problemas como éste.

Derecho a protestar

Me siento mal. Yo, que trabajo de “explicadora”, estoy cansada hoy de dar explicaciones. En febrero escribí “Todos contra los docentes” en un arranque de indignación y el texto dio vuelta por redes sociales y medios, se convirtió en palabras que salieron de mis dedos y expresaron la indignación de muchos docentes que se sintieron heridos igual que yo. Hoy el fogonazo encolerizado que me llevó a enumerar puntos y defender mi trabajo, se apagó.

Mi trabajo no es como cualquier otro trabajo. Esa frase la puede decir cualquier trabajador: es cierto, todos los laburantes somos engranajes de una maquinaria inmensa llamada Argentina, la cargamos sobre nuestros hombros y hacemos que la amada abstracción se plasme en la realidad cada día, exista, funcione, amanezca, atardezca, se vaya a dormir. Mi trabajo es el más importante del mundo. También es una afirmación que cada obrero, cada operario, cada profesional, guarda más o menos íntimamente en su corazón y atesora en su latir. Tengo derecho a protestar si no estoy conforme con las condiciones en las que trabajo. Y ahí, estamos en un problema.

Periodistas, panelistas, opinólogos, gobernantes, candidatos, vecinos, parientes, “comentaristas destacados”, masivamente, me están diciendo que no, que no tengo derecho. Que mi reclamo es válido, que tengo razón, que mi sueldo es miserable, que el edificio en donde trabajo da vergüenza. Entre medio de la avalancha de insultos y descalificaciones espantosas, me miran asombrados, horrorizados, y me interpelan: “¿Qué clase de persona horrenda deja a los pobres chicos (a los chicos pobres) sin educación?” El “Andá a laburar” es el final de cada frase, y el imperativo se justifica con que “me tienen que tratar con firmeza”, porque estoy haciendo algo increíblemente desubicado… Estoy protestando porque no estoy conforme con las condiciones en las que trabajo.

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Escena de escuela, acerca de los Consejos de Convivencia

A veces las concepciones mentales que la gente tiene de la escuela chocan con la realidad. Una de ellas es la que tiene que ver con el funcionamiento de la disciplina y las sanciones que debieran aplicarse ante la violación de las reglas. Cuando ocurren situaciones extremas que llegan a los medios de comunicación, la sociedad asiste estupefacta a relatos que, fuera del contexto actual, hacen que los comportamientos de las autoridades de las escuelas parezcan carentes de sentido. Recuerdo el caso de lo que hicieron algunos alumnos del Colegio Nacional dentro de la Iglesia de San Ignacio de Loyola el pasado septiembre, por ejemplo, o el conjunto de padres que decidió hacer justicia por mano propia y golpeó al papá de un niño de 11 años, presuntamente acosador, en la puerta de una escuela de Caballito, en noviembre. ¿Qué es lo que reclamaba la gente en esos casos? La expulsión de los alumnos en cuestión.

Es cotidiano, para los que trabajamos en las escuelas, que padres y alumnos reclamen sanciones que años atrás eran consideradas como lo correcto y aún están legitimadas en la opinión de gran parte de la sociedad. Amonestaciones, jefes de disciplina, expulsiones y penitencias más o menos creativas están naturalizadas desde más allá de los tiempos de Juvenilia, en donde Cané cuenta su adolecer de adolescente ungido de la famosa arenilla dorada. Además del sencillo hecho de que el niño o el adolescente de hoy vive y se comporta de modo acorde a una realidad absolutamente diferente a la de las generaciones anteriores, existió un cambio de paradigma en el tratamiento e interpretación de cuestiones disciplinarias y ese cambio está vigente en la escuela actual.

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