El papa Francisco: redescubrir nuestra identidad latinoamericana

El 13 de marzo de 2013 cambió, en cierto sentido, la historia de América Latina. Con la elección de un hijo de este continente como sucesor de San Pedro, nuestra región pasó de la periferia -un término muy querido por Francisco- al centro de la escena mundial. Región en la que vive el 42 % de los católicos del mundo y que posee unas raíces cristianas de más de cinco siglos de historia.

Un tema recurrente en el pensamiento del cardenal Jorge Mario Bergoglio antes de su elección a la sede de Pedro es la necesidad de hacer memoria para comprender el presente y proyectar el futuro. Esto tiene en primer lugar una lectura teológica. En el Antiguo Testamento son numerosas las citas donde se anima a los israelitas a recordar las misericordias que Dios tuvo para con su pueblo. Misericordias que llegan a un culmen con la pasión, la muerte y la resurrección de Jesucristo, que no solo recordamos, sino que revivimos en la eucaristía y en nuestra vida. A la luz de estos misterios -nos animaba el cardenal- debemos recorrer nuestras vidas para descubrir la presencia de Dios en ellas, y proyectar el futuro de acuerdo con los planes de Dios para cada uno de nosotros. Continuar leyendo

Un Papa que preparó el resurgir del catolicismo

El nuevo beato gobernó la Iglesia durante el final del Concilio y los tiempos difíciles del post-concilio. Con su entrega y sacrificio preparó el resurgir del catolicismo impulsado por sus sucesores.

Paseando un día por Ascoli Piceno, en la región italiana de Las Marcas, entré en una iglesia gótica. Observé con sorpresa que las vidrieras multicolores de las ventanas eran relativamente nuevas. Más llamativo me resultó comprobar que sus temas eran alusivos al pontificado de Pablo VI. Particular atención me suscitó el que representaba al Papa dirigiéndose a la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 4 de octubre de 1965.

Han pasado ya 50 años de ese día memorable, y no podemos hacernos cargo de lo que supuso a los ojos del mundo que un Romano Pontífice tomara un avión, atravesara el Océano Atlántico, y se presentara ante los representantes de todas las naciones de la tierra urgiendo a la paz y poniendo metas morales altas a la comunidad internacional. Igual de revolucionario fue ver al Papa recorrer los cinco continentes, estrecharse en un abrazo con el Patriarca de Constantinopla, no utilizar la tiara ni la silla gestatoria, o concelebrar la Santa Misa. Hoy todo eso no nos dice demasiado, pero en los sesentas y setentas el mundo miraba atónito lo que acontecía en el Vaticano.

Giovanni Battista Montini era un fino intelectual, de mirada penetrante, agudo en sus juicios, reflexivo —y por eso empleaba su tiempo para tomar decisiones—, con un cierto pudor en manifestar sus sentimientos. Característica esta última que podía hacerlo aparecer como distante, aunque en realidad no lo era. A los ojos de Dios, estos rasgos de su personalidad eran tan buenos como los de Juan XXIII. A los ojos del mundo, cuando Montini se convirtió en Pablo VI, si bien admiraban la capacidad intelectual y la altura moral y espiritual del nuevo Pontífice, muchos añoraban la bonhomía y la afabilidad del Papa Roncalli.

Pablo VI recibió una herencia no fácil: suceder al carismático Juan XXIII y continuar con un Concilio que se abrió lleno de esperanzas, pero que había manifestado desde el comienzo que en el seno de la Iglesia Católica había tensiones cuyas consecuencias podían tomar distintas direcciones, y algunas despertaban preocupación.

El Papa Montini inaugura una nueva etapa en la vida de la Iglesia, prologada por su predecesor: la Iglesia del Concilio Vaticano II —”gran timonel” lo llamó Francisco en la ceremonia de beatificación—, en plena continuidad con la Iglesia de todos los tiempos y, a su vez, con las características propias de la época contemporánea, llena de esperanzas y de desafíos. Durante su pontificado —aunque fue una constante en toda su vida— Gian Battista Montini observó con dolor el fuerte proceso de descristianización del mundo occidental, y puso todo su empeño en dialogar con ese mundo para iluminarlo con el Evangelio. Dirigió la Iglesia mientras estuvo reunido el Concilio, y la siguió gobernando en medio de las turbulencias del post-concilio. La amó entrañablemente, y por ese mismo amor sufrió indeciblemente su crisis.

En los apuntes que tomaba Karol Wojtyla en sus retiros espirituales, figura uno, fechado el 5 de septiembre de 1974. Es muy escueto, pero significativo. Dice así: “Gobernar la Iglesia apoyándose en toda la Voluntad de Dios; esto debe ir unido a cargar con la cruz (Prueba: el pontificado de Pablo VI)”. Desde Polonia, el futuro Juan Pablo II —o el predicador de su retiro— se daba cuenta de lo que sufría el Papa en Roma. El mismo Pablo VI, pocos meses después de ser elegido, escribía: “Me tengo que dar cuenta que esto es un Getsemaní, en el que debo permanecer todo lo que me queda de mi vida terrena: el sufrimiento de Cristo es mío… Quizá el sufrimiento —y Tú solo lo deberías conocer, oh Señor— valdrá más que la palabra, que la acción”.

Pablo VI gobernó la Iglesia desde la cruz. Asumió la carga pesada que puso sobre sus hombros el Espíritu Santo un día de junio de 1963. Todo parecía anunciar que se estaba por vivir una nueva primavera de la fe. Allí estaban los magníficos documentos del Vaticano II, que hablaban a la Iglesia y al mundo. En realidad, llegó un largo invierno, frío como la guerra no declarada entre las dos superpotencias de entonces, los Estados Unidos y la Unión Soviética. No esquivó las responsabilidades, y enfrentó la complejidad de los problemas que se le presentaban con serenidad de ánimo, basado en su profunda fe. Pero esa fe no le quitaba una expresión de preocupación y de dolor en su rostro. De sus manos brotó una gran luz para la evangelización del mundo, la Evangelii Nuntiandi, considerada por el Papa Francisco como «del todo actual».

Si la santidad consiste en la identificación con Cristo, necesariamente hay que pasar por la cruz. Pablo VI se encontró con la cruz y la abrazó, y con ese sacrificio invernal abonó el terreno para la primavera posterior. Por eso el Papa Francisco lo ha propuesto como ejemplo de vida para todos los cristianos, y lo proclamó beato el 19 de octubre de 2014.

El Papa bueno llega a los altares

El 9 de octubre de 1958 moría en Castelgandolfo –residencia veraniega de los Papas- Pío XII, que había regido la Iglesia desde 1939. Casi veinte años de un pontificado intenso, condicionado por la Segunda Guerra Mundial, la posterior Guerra Fría y el aceleramiento de los cambios culturales, sociales y económicos del mundo de la post-guerra. El Papa Pío XII gobernó con autoridad, en el sentido clásico de auctoritas, autoridad moral. Sus capacidades humanas excepcionales –una inteligencia preclara y una memoria fuera de lo común-, unidas a una profunda vida espiritual y a un estilo de comunicación solemne y a veces dramático, lo colocaron en un puesto central en la escena mundial mientras ocupó la sede de Pedro.

A su muerte, que causó conmoción en todo el orbe cristiano y en el mundo en general, el pueblo se preguntaba quién sería capaz de sustituir a una figura de una personalidad tan sobresaliente como la de Eugenio Pacelli. Menos de tres semanas después del fallecimiento de Pío XII, el Espíritu Santo, a través del voto de los cardenales, daba la respuesta: su sucesor era el Patriarca de Venecia, Angelo Roncalli, que en ese momento tenía 77 años.

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Pío XII apreciaba sinceramente a Roncalli: lo había promovido nada menos que a la nunciatura en París, y después de ocho años en la capital de Francia, a una de las sedes más tradicionales de Europa: Venecia. Las entrevistas que mantuvieron fueron signadas por la confianza y el agradecimiento por parte del Papa. Y sin embargo, las personalidades de Pacelli y de Roncalli eran muy diferentes. El primero, perteneciente a una familia noble romana; el segundo, a una familia campesina modestísima de provincia; Pacelli, alto, delgado, fibroso; Roncalli, entrado en carnes. Unidos en el afecto mutuo, en la fe y en la doctrina, sus estilos humanos estaban en las antípodas.

La Iglesia Católica y el mundo han vivido algo parecido en los últimos meses. Es emocionante y edificante el cariño y la admiración mutua entre Benedicto XVI y Francisco. A su vez, los estilos humanos son tan diferentes como los de Pío XII y Juan XXIII. Las diferencias de carácter y personalidad, y la continuidad en el mismo amor a Cristo y a su Iglesia son una riqueza para esta barca de Pedro, que lleva más de dos mil años navegando por los mares del mundo.

San Juan XXIII es uno de los Papas más queridos del siglo XX. En mi libro San Juan XXIII: Obediencia y Paz, he tratado de presentar algunas características de su espíritu. Sobresale como uno de los hilos conductores de su vida su abandono a la voluntad del Señor, emblematizado en su lema episcopal: Obediencia y paz. Desde que siente la llamada de Dios al sacerdocio hasta que muere como Romano Pontífice, Angelo Giuseppe Roncalli ha ido ascendiendo en dignidades eclesiásticas: seminarista escogido para proseguir sus estudios en Roma, secretario del obispo de Bérgamo, director de las misiones pontificias en Italia, obispo con encargos pastorales y diplomáticos en Bulgaria primero, en Turquía y Grecia después, para culminar su carrera en el servicio exterior de la Santa Sede nada menos que en París. Tras el cardenalato y el patriarcado de Venecia, es elegido Romano Pontífice en el cónclave de 1958. Lo sorprendente es que nunca buscó para sí semejantes honores. Aborrecía de esa enfermedad clerical, que en italiano se denomina carrierismo, es decir, manejarse astutamente para hacer carrera e ir subiendo en el escalafón eclesiástico. Su actitud fue la de una confianza total en la Providencia, manifestada en ir siguiendo las indicaciones de sus superiores, poniendo, esos sí, toda su capacidad humana al servicio de las tareas de la misión evangelizadora que en cada momento se le encomendaran. No vivió para sí, no fue “autorreferencial”, sino que se entregó con alma y cuerpo a su vocación apostólica.

La paz que transmitía a su alrededor, fruto de la obediencia a la voluntad de Dios, se apoyaba en una lucha interior que le llevó desde las escaramuzas espirituales de su época de seminarista a una continua unión con el Señor en su madurez y vejez. Su recurso confiado a la Virgen y a numerosos santos de su devoción le acompañaron durante toda la vida.

El rico bagaje de su vida espiritual, unido a la afabilidad, sencillez y amabilidad que tenía por naturaleza, se desplegó con generosidad en los casi cinco años que ocupó la Sede de Pedro. A su vez, la confianza en el Señor lo impulsó a convocar el Concilio Vaticano II, hecho central de la vida de la Iglesia en los tiempos contemporáneos. Este suceso cambió radicalmente el carácter de su pontificado: de ser un período de transición, pasó a ser –siempre en la continuidad del pontificado romano- un hito que señala un antes y un después.

Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI, y ahora el Papa Francisco consideraron prioritario poner en práctica el Concilio. Han sido innumerables los frutos de la aplicación de los documentos conciliares. No faltaron tampoco interpretaciones erróneas, confusionismo y desviaciones. La Iglesia, que como dice el mismo Concilio, citando a San Agustín, peregrina entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios (cfr. Lumen gentium, 8), cuenta con la intercesión de un nuevo santo, para que se sigan sacando luces del Concilio Vaticano II, y se cumplan los objetivos de una renovación de la vida del mundo, en obediencia al Príncipe de la Paz, que hace nuevas todas las cosas.