El 13 de marzo de 2013 cambió, en cierto sentido, la historia de América Latina. Con la elección de un hijo de este continente como sucesor de San Pedro, nuestra región pasó de la periferia -un término muy querido por Francisco- al centro de la escena mundial. Región en la que vive el 42 % de los católicos del mundo y que posee unas raíces cristianas de más de cinco siglos de historia.
Un tema recurrente en el pensamiento del cardenal Jorge Mario Bergoglio antes de su elección a la sede de Pedro es la necesidad de hacer memoria para comprender el presente y proyectar el futuro. Esto tiene en primer lugar una lectura teológica. En el Antiguo Testamento son numerosas las citas donde se anima a los israelitas a recordar las misericordias que Dios tuvo para con su pueblo. Misericordias que llegan a un culmen con la pasión, la muerte y la resurrección de Jesucristo, que no solo recordamos, sino que revivimos en la eucaristía y en nuestra vida. A la luz de estos misterios -nos animaba el cardenal- debemos recorrer nuestras vidas para descubrir la presencia de Dios en ellas, y proyectar el futuro de acuerdo con los planes de Dios para cada uno de nosotros.
Habiendo sido profesor de literatura y un lector infatigable, al cardenal Bergoglio le gustaba emplear imágenes de los clásicos para ejemplificar ideas quizá más abstractas. Su imagen preferida para poner de relieve la unión entre memoria del pasado que influye en el presente y se proyecta hacia el futuro es la de Eneas, que sale de Troya llevando en sus espaldas a su anciano padre, Anquises, y de la mano de su hijo Ascanio. Hace suyo el pasado, la tradición, el bagaje de la sabiduría de los ancestros, y la transmite de forma creativa a su hijo que continuará fiel a la tradición, pero sin obstinaciones estáticas cerradas a la innovación. Y lo que sucede en la historia personal también acaece en la vida de los pueblos.
Hay un texto del entonces arzobispo de Buenos Aires que me gustaría traer a colación, porque se refiere a esa identidad latinoamericana, mestiza y cristiana, que compartimos desde México hasta Tierra del Fuego: “Los pueblos tienen memoria, como las personas. La humanidad también tiene su memoria común. En la cara del mataco [indio del Chaco] está la memoria viva de una raza sufrida. En la voz del riojano está san Nicolás. Monseñor Tavella [obispo de Salta] contaba que en un pueblo de su diócesis encontró a un indio rezando tremendamente concentrado. Estuvo mucho tiempo así, al obispo le llamó la atención y le preguntó qué rezaba. ‘El catecismo’, contestó el indio. Era el catecismo de Santo Toribio de Mogrovejo. La memoria de los pueblos no es una computadora, sino un corazón. Los pueblos, como María, guardan las cosas en su corazón. La alianza del pueblo de Salta con el Señor del Milagro, el Tincunaco (fiesta cívico-religiosa de La Rioja), en fin, todas las manifestaciones religiosas del pueblo fiel son una eclosión espontánea de su memoria colectiva. Allí está todo: el español y el indio, el misionero y el conquistador, el poblamiento español y el mestizaje. Lo mismo pasa aquí en Buenos Aires. A Luján va la gente del interior que vino a buscar trabajo, va el inmigrante que vino a hacer la América… pero el punto de unión es siempre el mismo: la Virgencita, símbolo de la unidad espiritual de nuestra nación, anclada en la memoria de nuestro pueblo”.
La religiosidad popular de nuestras naciones, que tan viva está en Ecuador, Bolivia y Paraguay, nos habla de esa identidad continental, de la Patria Grande. Benedicto XVI consideraba que dicha religiosidad es “el gran tesoro de la iglesia en Latinoamérica”. Y para Bergoglio la valoración de la religiosidad popular tiene que partir de una antropología que identifique al hombre como “el ser de lo trascendente, de lo sagrado”. Es la única creatura capaz de adorar. A lo largo de la historia del subcontinente, la religiosidad popular es “depósito efectivo de la síntesis cultural fundante de América Latina, producida en los siglos XVI y XVII, que guarda celosamente la variedad e interconexión de los sustratos indios, negros y europeos”.
La religiosidad popular, que está en el corazón del papa y que constituye un rasgo de nuestra identidad, no puede quedarse en un mero ritualismo o sentimentalismo. Ha de llevar a la conversión de vida. El papa Francisco ha insistido muy frecuentemente en que debemos derribar muros y construir puentes. En su mirada hacia América Latina siempre ha procurado unir, superar visiones dialécticas que tanta sangre han causado en nuestra historia. Si tuviéramos que hacer una selección de los términos más empleados por el romano pontífice, necesariamente pondríamos: misericordia, encuentro, diálogo, perdón, por favor, gracias. El papa Francisco volverá feliz de su periplo por la “periferia” si comprueba que además de haber renovado y revitalizado las tradiciones religiosas populares identitarias, entró en el corazón de los pueblos que ha visitado la necesidad de la conversión, para ser arropados por la misericordia de Dios y dar la vida por los demás, superando la cultura del descarte. Hacer vida de nuestras vidas esas palabras claves de su magisterio.
Benedicto XVI alguna vez expresó su deseo de que América Latina fuera no solo el continente de la esperanza, sino también el continente del amor. El viaje de Francisco ayudará sin duda a que este deseo poco a poco -con la conversión diaria- se vaya convirtiendo en realidad.