El nuevo beato gobernó la Iglesia durante el final del Concilio y los tiempos difíciles del post-concilio. Con su entrega y sacrificio preparó el resurgir del catolicismo impulsado por sus sucesores.
Paseando un día por Ascoli Piceno, en la región italiana de Las Marcas, entré en una iglesia gótica. Observé con sorpresa que las vidrieras multicolores de las ventanas eran relativamente nuevas. Más llamativo me resultó comprobar que sus temas eran alusivos al pontificado de Pablo VI. Particular atención me suscitó el que representaba al Papa dirigiéndose a la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 4 de octubre de 1965.
Han pasado ya 50 años de ese día memorable, y no podemos hacernos cargo de lo que supuso a los ojos del mundo que un Romano Pontífice tomara un avión, atravesara el Océano Atlántico, y se presentara ante los representantes de todas las naciones de la tierra urgiendo a la paz y poniendo metas morales altas a la comunidad internacional. Igual de revolucionario fue ver al Papa recorrer los cinco continentes, estrecharse en un abrazo con el Patriarca de Constantinopla, no utilizar la tiara ni la silla gestatoria, o concelebrar la Santa Misa. Hoy todo eso no nos dice demasiado, pero en los sesentas y setentas el mundo miraba atónito lo que acontecía en el Vaticano.
Giovanni Battista Montini era un fino intelectual, de mirada penetrante, agudo en sus juicios, reflexivo —y por eso empleaba su tiempo para tomar decisiones—, con un cierto pudor en manifestar sus sentimientos. Característica esta última que podía hacerlo aparecer como distante, aunque en realidad no lo era. A los ojos de Dios, estos rasgos de su personalidad eran tan buenos como los de Juan XXIII. A los ojos del mundo, cuando Montini se convirtió en Pablo VI, si bien admiraban la capacidad intelectual y la altura moral y espiritual del nuevo Pontífice, muchos añoraban la bonhomía y la afabilidad del Papa Roncalli.
Pablo VI recibió una herencia no fácil: suceder al carismático Juan XXIII y continuar con un Concilio que se abrió lleno de esperanzas, pero que había manifestado desde el comienzo que en el seno de la Iglesia Católica había tensiones cuyas consecuencias podían tomar distintas direcciones, y algunas despertaban preocupación.
El Papa Montini inaugura una nueva etapa en la vida de la Iglesia, prologada por su predecesor: la Iglesia del Concilio Vaticano II —”gran timonel” lo llamó Francisco en la ceremonia de beatificación—, en plena continuidad con la Iglesia de todos los tiempos y, a su vez, con las características propias de la época contemporánea, llena de esperanzas y de desafíos. Durante su pontificado —aunque fue una constante en toda su vida— Gian Battista Montini observó con dolor el fuerte proceso de descristianización del mundo occidental, y puso todo su empeño en dialogar con ese mundo para iluminarlo con el Evangelio. Dirigió la Iglesia mientras estuvo reunido el Concilio, y la siguió gobernando en medio de las turbulencias del post-concilio. La amó entrañablemente, y por ese mismo amor sufrió indeciblemente su crisis.
En los apuntes que tomaba Karol Wojtyla en sus retiros espirituales, figura uno, fechado el 5 de septiembre de 1974. Es muy escueto, pero significativo. Dice así: “Gobernar la Iglesia apoyándose en toda la Voluntad de Dios; esto debe ir unido a cargar con la cruz (Prueba: el pontificado de Pablo VI)”. Desde Polonia, el futuro Juan Pablo II —o el predicador de su retiro— se daba cuenta de lo que sufría el Papa en Roma. El mismo Pablo VI, pocos meses después de ser elegido, escribía: “Me tengo que dar cuenta que esto es un Getsemaní, en el que debo permanecer todo lo que me queda de mi vida terrena: el sufrimiento de Cristo es mío… Quizá el sufrimiento —y Tú solo lo deberías conocer, oh Señor— valdrá más que la palabra, que la acción”.
Pablo VI gobernó la Iglesia desde la cruz. Asumió la carga pesada que puso sobre sus hombros el Espíritu Santo un día de junio de 1963. Todo parecía anunciar que se estaba por vivir una nueva primavera de la fe. Allí estaban los magníficos documentos del Vaticano II, que hablaban a la Iglesia y al mundo. En realidad, llegó un largo invierno, frío como la guerra no declarada entre las dos superpotencias de entonces, los Estados Unidos y la Unión Soviética. No esquivó las responsabilidades, y enfrentó la complejidad de los problemas que se le presentaban con serenidad de ánimo, basado en su profunda fe. Pero esa fe no le quitaba una expresión de preocupación y de dolor en su rostro. De sus manos brotó una gran luz para la evangelización del mundo, la Evangelii Nuntiandi, considerada por el Papa Francisco como «del todo actual».
Si la santidad consiste en la identificación con Cristo, necesariamente hay que pasar por la cruz. Pablo VI se encontró con la cruz y la abrazó, y con ese sacrificio invernal abonó el terreno para la primavera posterior. Por eso el Papa Francisco lo ha propuesto como ejemplo de vida para todos los cristianos, y lo proclamó beato el 19 de octubre de 2014.