El cubo mágico de Obama

Para EEUU la política exterior siempre fue un asunto serio. Ser una potencia requiere, antes que nada, entender cómo funciona el mundo y reaccionar con certeza y determinación para que no queden dudas de quién lleva la batuta del ritmo global.  La administración de Barack Obama no es una excepción en ese sentido. Desde el primer momento en que el actual presidente pensó el armado de sus dos gestiones, lo hizo de modo tal de asegurarse tener en su mesa a los pesos pesados de la materia. Como sostiene Marco Vicenzino, director del Global Strategy Project  y miembro de la Junta de Directores de Afghanistan World Foundation, Obama es un producto de la política de la ciudad de Chicago y, si bien no tenía experiencia internacional antes de candidatearse, es muy juicioso respecto a su importancia por lo que “se rodeó de gente del Partido Demócrata con experiencia en política internacional’’.

Una realidad preocupa a los grandes líderes: el mundo está que arde. Si bien los conflictos existen desde los albores mismo de la humanidad, esta dinámica multipolar, de economías interdependientes, donde la información es cada vez más poderosa, veloz y globalizada, lleva a que se aceleren y se enreden, como una madeja al viento, al punto de tornarse un desafío inédito. Con esto se encuentra EEUU ahora. Con un laberinto internacional muy intrincando, donde cada movimiento genera múltiples impactos a nivel externo e interno, muchos de ellos no buscados ni deseados. Un juego de ajedrez donde las piezas del tablero tienen varias caras, según cómo se las mire. Aquí radica la novedad.

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El sufrimiento de los inocentes

¿Por qué los niños deben pagar los platos rotos de lo que los adultos no pueden o no quieren resolver? ¿Tienen acaso algún argumento que pueda justificar la muerte de un chico? ¿Qué supuesta verdad puede diluir el sufrimiento de un pequeño, sólo con propaganda? ¿Cómo resiste un adolescente escapar de la violencia de su tierra, para encontrarse con más odio y rechazo en el país donde pensaba salvarse? ¿Cómo pueden cientos de chicos de la calle vivir en el infierno por años, sin que haya un Estado cómplice de los abusos? ¿Hasta dónde puede llegar la crueldad sin que nadie diga basta?

Hay un denominador común en las noticias internacionales que coparon las portadas de los últimos días: la obscena cantidad de víctimas menores de edad. Niños desamparados, mutilados, torturados, desplazados, hambrientos. Niños con ojos de hielo. Niños con esas miradas de espanto que apuñalan el alma y abruman la conciencia.

En México, casi 500 chicos fueron rescatados de un antro de pudrición. Abusos sexuales, psicológicos y físicos. “El pinocho” se llamaba el pozo de aislamiento sin agua ni comida en el que se encerraba a quienes se negaran a tener sexo oral con los pedófilos y sádicos a cargo del lugar. ”Mamá Rosa“, la responsable del albergue “La Gran Familia” en Michoacán, está libre. La fiscalía dice que está muy vieja y débil como para conocer lo que allí ocurría. En esa tierra de nadie, dominada por el narcotráfico, el crimen y la corrupción, cuesta creer que esto ocurría sin la connivencia de las más altas esferas. ¿Pero a quién le importan esos niños? ¿Cuánto puede cuestionarse el trato a quienes, ni siquiera eran queridos por sus propios padres? ¿Quién va a protegerlos, a garantizarles derechos básicos que los conviertan en seres humanos, el segundo después en que yo no sean ni noticia? Golpes, privaciones, mugre, comida podrida, violaciones y desamor es lo único que conocen en la vida.

Más al norte, solo hay pesadillas para los miles de chicos que intentan ingresar a los EE.UU cada año. Con ellos, la gran potencia muestra su cara oscura, tanto para los que lograron entrar con sus familias, y que viven con el yugo de las 1400 deportaciones por día, como para quienes llegaron a sus fronteras tras una travesía plagada de maras, coyotes, narcotraficantes y demás delincuentes que comercian con el tráfico humano. Y allí se quedan, hacinados en los centros fronterizos, como en un Caballo de Troya que amenaza con explotar.

Los datos hablan por sí mismos: 52.000 menores interceptados en menos de un año, solo en la frontera de Río Bravo; y, en los últimos siete años, 2850 personas muertas intentando cruzar, de los cuales más de cien eran niños. Es que EE.UU no ha logrado gestar una política migratoria exitosa, y los países de origen casi no ofrecen oportunidades por fuera de las mafias, cada vez más poderosas y extendidas. Mientras tanto, las cosas pasan; sus infancias se pasan, y más rápido de lo que el reloj diría.

Al Oriente, más pequeños atrapados en un conflicto que lleva miles de años, miles de muertos, miles de horrores, miles de fracasos por la paz. Los enfrentamientos entre Israel y Hamas, se reavivaron justamente a partir de la muerte de adolescentes: tres israelíes y uno palestino en represalia, más la feroz golpiza a otro de 15 años.

Todas las muertes violentas resultan inútiles y crueles. Sin embargo, en el caso de los soldados, se trata de adultos entrenados, armados y que, en muchos casos, lo escogieron como profesión. Ahora, cuando son niños inocentes, que no saben de terrorismo, ni de fronteras, ni de historia, ni de ni de posiciones radicales, ahí es cuando indignan y no hay eufemismos que logren justificarlas.

En alguna parte de la opinión pública internacional todavía sobrevive cierta sensibilidad que la hace reaccionar frente a lo que es inaceptable. Inaceptable es que mueran niños, sean judíos o gazatíes. Ni hablar de los desplazados, de los mutilados y de los heridos en hospitales a los que ni siquiera pueden llegar suministros básicos. A quién le importa de quién es la culpa mientras esos horrores sigan pasando porque los adultos no son capaces de buscar la manera de que los inocentes queden afuera de su locura y crueldad.

Y sólo nos quedamos con tres ejemplos. Pero recordemos el drama sin precedentes de los niños en Siria, de los desplazados, de los muertos, de quienes murieron asfixiados como ratas por el uso totalmente ilegal de armas químicas contra ellos.

Recordemos a las víctimas de las redes de esclavitud y de trata. Recordemos a los niños soldados, no sólo los del África -de los que nos hablaron alguna vez-, sino también de nuestros, de los niños del norte argentino vendidos como carne de cañón al crimen organizado local e internacional, de los que nadie habla.

¿Quién sabe encontrar las palabras o argumentos para explicar algo en este escenario tan dantesco, en el que muchos prefieren mirar para otro lado?

Un vergonzoso silencio

Desde hace más de dos años, la barbarie y la muerte ganaron las calles de Siria. Ese bello país que mira la orilla oriental del mar Mediterráneo se ha convertido en el infierno viviente para quienes lo habitan. Todo comenzó con los reclamos y manifestaciones que vinieron de la mano de la Primavera Árabe y que chocaron con la voluntad de hierro de su presidente, Bashar Al-Assad, de mantenerse en el poder a sangre y fuego, aún cuando el fuego fuese contra sus propios conciudadanos y la sangre, de inocentes.

Desprecio y crueldad sin límites por parte del máximo mandatario hacia su pueblo. La pareja presidencial ni siquiera parece estar a tono con lo que ocurre, como lo demostraron los mails que salieron a la luz, apenas iniciado el conflicto, en los que la primera dama aparecía preocupada sólo por sus carísimas compras online y alardeaba con una amiga de ser ella “la verdadera dictadora”. Lo propio vale para su marido que, en medio de la crisis, sube fotos a Instagram en una cuenta que ha sido calificada de “despreciable” por la portavoz del Departamento de Estado de Estados Unidos, quien dijo además que “es repulsivo que el régimen de Assad use esto para ocultar la brutalidad y el sufrimiento que causa y lo que realmente está pasando”.

Siria es hoy el ejemplo de cómo la espiral de violencia puede ir in crescendo hasta salirse totalmente de control. Las atrocidades se cometen no solo desde el gobierno. Según Jesús Núnez, Codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria “en la locura violenta que vive Siria ya es imposible determinar a primera vista quién es el responsable de cada una de las atrocidades cometidas. A estas alturas está suficientemente documentado que ambos bandos comparten la idea de que todo vale en el campo de batalla para conseguir sus respectivos objetivos. Son múltiples los ejemplos de desprecio al derecho internacional humanitario y de violación de los derechos de los civiles en cualquier rincón del territorio.”

En un comienzo, quienes luchaban contra las fuerzas gubernamentales era el propio pueblo, disconforme con la dictadura. Hoy, los sirios escapan en masa para convertirse en refugiados en los países vecinos, incluso en Gaza, donde reemplazan el terrible conflicto que viven en casa, por otro un poco menos álgido. Se trata de la peor crisis de refugiados del mundo de los últimos 20 años, con un millón de niños arrancados de sus casas y viviendo en condiciones infrahumanas, de cuales 768.000 tienen menos de 11 años.

En tanto, las filas “rebeldes” se convierten en un grupo cada vez más heterogéneo, profesionalizado y radicalizado. Yihadistas llegan al país desde Egipto, Irak, Paquistán y Chechenia para luchar en Siria, lo que está haciendo cada día más cruenta a esa guerra civil. Por eso, hoy, la opción de que Al-Assad siga en el poder es igualmente terrible que el caos y el extremismo que puede suceder a la caída del régimen.

Hasta estos últimos días y durante estos dos años, la comunidad internacional estuvo mirando a un costado. La reacción comenzó ahora, en parte, porque se cruzó la “línea roja” con el uso de armas químicas en la zona de Gutha, al este de Damasco -aunque algunos ponen en duda si fueron arrojadas por el régimen o por los bandos opositores. Los relatos del ataque son estremecedores, como se ve en el video, subido por los rebeldes a YouTube, en que un médico narra la desesperación de ver pasar por sus manos los cadáveres de más de 50 niños.

Como advierte el ex vicecanciller, Roberto García Moritán, “Siria es uno de los pocos países que no adhiere al Tratado que prohíbe la utilización de estas armas y cuenta con un importante arsenal, principalmente de gas zarin y otras sustancias toxicas de gases venenosos.” ¿De dónde provienen las armas químicas? Según García Moritán “el origen de ese armamento es materia de polémica, pero algunas versiones indican que fueron asistidos técnicamente hace algunas décadas por Alemania, pero nunca hubo pruebas al respecto. Asimismo, se calcula que el otro país que pudo haber colaborado es Irak, en la época de Saddan Hussein.”

Mientras los jefes militares de varios países debaten en Jordania que hacer o no con respecto a Siria, y más allá de las respuestas de las armas, hay una crisis humanitaria que necesita atención y solidaridad urgentes. Como señala el máximo responsable del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), Antonio Guterres, sólo disponen del 40% del dinero que necesitarían realmente para asistir a las víctimas. Los países no envían los recursos ni tampoco buscan soluciones políticas que detengan los éxodos y los asesinatos.

El resultado es la muerte de 100.000 personas, 7.000 de ellas menores de edad. Ante esto, Guterres advierte que “está en juego la supervivencia y el bienestar de una generación de inocentes”. La delicada situación humanitaria genera desnutrición, traumas y desesperación. Los organismos de la ONU están dando cuenta de también de casos de “explotación sexual, matrimonios y trabajos forzados y tráfico de menores”. Los niños también son utilizados por ambos bandos como soldados, incluso de escudos humanos. “Estamos ante una forma real de arrancar a los niños de sus hogares y, en algunos casos, de sus familias, enfrentándolos a horrores que apenas estamos empezando a comprender”, relata el director ejecutivo del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), Anthony Lake

Las cifras son alarmantes. Detrás de cada número hay historias de carne y hueso y el sufrimiento humano de miles de inocentes que, desde hace más de dos años, son desplazados y masacrados, en un vergonzoso silencio.

Quiénes ganan con la destrucción de armas químicas

Ya se encuentra en Siria la comisión de la ONU que tiene como tarea revelar la cantidad y tipo de armas químicas con las que cuenta el régimen de Bashar Al Assad. Se trata de un grupo de unas veinte personas entre las que se encuentran químicos, ingenieros químicos, médicos y expertos en seguridad. Es el inicio de una tarea que continuará con su destrucción en un plazo estipulado para mediados de 2014. Todo supervisado por la OPAQ (Organismo para la prohibición del uso de armas químicas). Esta medida fue posible gracias al acuerdo que se logró el viernes en el seno del Consejo de Seguridad de la ONU, con el voto unánime de todos sus miembros y que vino a dar marco legal al acuerdo ya conseguido hace 15 días por los ministros de relaciones exteriores de EEUU y Rusia, John Kerry y Serguéi Lavrov, para eliminar el arsenal químico de Siria.

Pero que esta resolución se haya conseguido y votado por unanimidad no garantiza que pueda llevarse a cabo con éxito. Los expertos coinciden en señalar lo dificultoso que puede ser desplegar este tipo de misiones en un contexto de conflictos, especialmente de guerra civil. Porque las misiones necesitan contar con un mínimo de garantías de seguridad o no pueden operar hasta que estén dadas las condiciones. Dado el panorama, pueden surgir resistencias tanto del ala más dura del propio ejército sirio -en contra de lo que considera una “intromisión” de la comunidad internacional- como de los rebeldes a quienes esta resolución no los beneficia. Recordemos que a esta guerra la iniciaron no porque el régimen tenga armas químicas, sino para sacar a Bashar Al Assad del poder.

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¿Hacia dónde va la guerra?

La delicada situación que se vive en Siria está demostrando la impotencia y el desconocimiento de Occidente de cómo situarse frente al conflicto y del impacto que pueden llegar a tener las definiciones que se tomen al respecto. “El gran problema es que somos verdaderamente ignorantes sobre Siria”, confesaba el ex embajador de Estados Unidos en ese país, Ryan Crocker, al The New York Times. Una realidad muy peligrosa ya que se trata de una pieza clave en el equilibrio de la región.

La guerra civil que hoy se libra en Siria tiene como protagonistas a la minoría gobernante alauita (secta chií) y a los rebeldes sunníes. Es, precisamente, este carácter sectario el que hace que el conflicto pueda extenderse, no sólo en el temporal, sino también territorialmente, más allá de las fronteras de Siria.

Como advertía Fabián Calle en su columna de Infobae,  el choque de civilizaciones profetizado por el politólogo de Harvard Samuel Huntington, parece haber cedido a una lucha intracivilizaciones: “Una mirada más atenta de la violencia existente tanto en territorio afgano, iraquí y más recientemente a partir de la guerra civil en Siria, nos mostraría que los mayores niveles de letalidad no parecen ser necesariamente los quiebres entre civilizaciones sino dentro de ellas mismas”.

El hecho de que el conflicto en Siria tenga que ver cada vez más con una guerra sectaria lo vuelve más violento, complejo, largo y difícil de solucionar. Esto, debido a que comienzan a despertarse los fundamentalismos y los viejos rencores, a la vez que se da lugar a nuevo hechos que alimentan odios futuros. Porque lo que se está disputando hoy en suelo sirio es una batalla clave de la guerra milenaria entre sunníes y chiies, esta vez a las puertas de Israel.

¿De dónde surgen estas dos facciones del Islam? De una histórica confrontación a cerca de quién es el verdadero sucesor de Mahoma. El Islam, como religión monoteísta universal, es de las más jóvenes del mundo, ya que fue fundada en la primera mitad el siglo VII d. C. A la muerte del Mahoma comenzó una disputa entre quienes avalan una sucesión por parentesco y que veían en Alí, primo y yerno de Mahoma, casado con su hija Fatimah, la continuidad. Fueron los chiíes, que hoy representan alrededor del 10% de los creyentes.

Sin embargo, la mayoría, los sunníes (el 85%) consideraban que eran los notables quienes debían elegir al sucesor del profeta y que, por lo tanto, este deber recaía sobre el gobernador de Siria, Muawiya, miembro de la familia de los Omeya. Así, la batalla de Kerbala (Irak) en el 680 marcó el principio del cisma entre los chiíes y los vencedores sunníes.

Pero la división política del mundo musulmán en dos bloques sólo se generalizó a partir del siglo XVI. Se trata de dos troncos principales con diversas ramas, algunas más radicales que otras. Entre ambos hay diferencias históricas y doctrinarias, pero lo más importante es observar que la base de los sucesivos enfrentamientos entre ambos bandos tiene que ver con una feroz disputa de poder político, económico y religioso.

La violencia en Siria comenzó siendo una protesta contra el régimen, eco de la primavera árabe, para convertirse hoy en una excusa más en la vasta disputa en la que entran a jugar otros actores,  cada vez más fuerte y agresiva y peligrosamente. Por un lado, la cúpula del régimen sirio cuenta con el apoyo incondicional de los chiíes iraníes (con alimentos, dinero, armas, inteligencia y entrenamiento), Irak y de la milicia libanesa de Hezbolah. Asimismo, también Rusia y China dan apoyo diplomático y militar del régimen y, como vimos, traban cualquier acción de la comunidad internacional contra el régimen en el seno del Consejo de Seguridad de la ONU donde tienen poder de veto.

Del otro lado, Turquía, Arabia Saudita y Qatar apoyan al ala sunní y estas dos últimas grandes y riquísimas potencias están abriendo cada vez más sus arcas a financiar a grupos extremistas de esa secta. En el juego también entra Al Qaeda (sunníes), que han comenzada a contemplar la posibilidad de mudar a Siria bases de operaciones y entrenamiento.

Es por ello que una profundización del conflicto en Siria puede llevar a extender la inestabilidad al resto de la región y a agravarlo. Frente a esto, y más que nunca, Occidente debe comprender y analizar la delicada y compleja situación que se delinea en Siria.

El silencio de los inocentes

Desde hace más de dos años, la barbarie y la muerte ganaron las calles de Siria. Ese bello país que mira la orilla oriental del mar Mediterráneo se ha convertido en el infierno viviente para quienes lo habitan. Todo comenzó con los reclamos y manifestaciones que vinieron de la mano de la Primavera Árabe y que chocaron con la voluntad de hierro de su presidente, Bashar Al-Assad, de mantenerse en el poder a sangre y fuego, aun cuando el fuego fuese contra sus propios conciudadanos y la sangre de inocentes.

Desprecio, frialdad y frivolidad sin límites por parte del máximo mandatario hacia su pueblo. La pareja presidencial ni siquiera parece estar a tono con lo que ocurre, como lo demostraron los mails que salieron a la luz, apenas iniciado el conflicto, en los que la primera dama aparecía preocupada sólo por sus carísimas compras online y alardeaba con una amiga de ser ella “la verdadera dictadora”. Lo propio vale para su marido que, en medio de la crisis, sube fotos a Instagram en una cuenta que ha sido calificada de “despreciable” por la portavoz del Departamento de Estado de Estados Unidos, quien dijo además que “es repulsivo que el régimen de Assad use esto para ocultar la brutalidad y el sufrimiento que causa y lo que realmente está pasando”.

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“Primavera” se escribe con sangre

Los sangrientos hechos ocurridos estos días en Egipto siguen sumando víctimas fatales a la larga lista de muertos producto de la violencia que impera en el mundo árabe-musulmán. A casi tres años del inicio de las revueltas populares de la llamada Primavera Árabe, cabe preguntarse en qué acabarán estos reclamos de libertad, mejoras en la calidad de vida y democracia, inéditos en el mundo árabe.

Entre politólogos y especialistas en la región, encontramos dos posturas, casi opuestas entre sí: aquellos que temen que esta violencia redunde en un mayor deterioro de los estados y un acrecentamiento de viejos y nuevos rencores que acaben generando regímenes más duros y, sobre todo, el aumento y consolidación de grupos terroristas en la zona. Y otros que, en cambio, entienden que la transición hacia un estado democrático, libre, y por qué no, laico, es un proceso que puede durar décadas y que requiere aprendizajes que se construyen sobre experiencias, muchas veces no tan buenas, ni exentas de errores y horrores.

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