Veinte años atrás, el sobresaliente y recientemente fallecido politólogo Samuel Huntington escribía uno de sus artículos mas taquilleros y con impacto mas allá del mundo académico: ”El choque de civilizaciones“. Como siempre polémico, punzante, afirmaba que superada la Guerra Fría ganada por los EEUU y Occidente, los conflictos de las décadas por venir tendrían un fuerte condimento ligado a las variables culturales y religiosas. Variables siempre presentes en la vida del hombre y de los Estados, pero que el los siglos recientes habían pasado un poco al costado de la mano de las ideologías y los nacionalismos.
En esta hoja de ruta que nos ofrecía Huntington, las lineas de toque entre el mundo occidental y las zonas dominadas por el Islam y por la tradición confusiana en Asia deberían ser miradas y tratadas con particular atención. No casualmente, mientras escribía ese ensayo existía una violenta guerra en la zona de los Balcanes, en la puerta de Europa, en donde se masacraban bosnios musulmanes, croatas católicos y serbios ortodoxos.
El siglo XXI, en especial el 11 de septiembre de 2001, puso nuevamente en el centro de la escena la advertencia de este profesor de Harvard. La invasión de los EEUU a Afganistán en su cacería de Al-Qaeda y su líder Bin Landen y la posteriores operaciones bélicas sobre Irak parecían terminar de configurar la llegada a toda orquesta de la profecías de esta “Casandra” académica. No obstante ello, una mirada más atenta de la violencia existente tanto en territorio afgano, iraquí y más recientemente a partir de la guerra civil en Siria, nos mostraría que los mayores niveles de letalidad no parecen ser necesariamente los quiebres entre civilizaciones sino dentro de ellas mismas.
Las constantes y aún presentes matanzas y atentados de todo tipo que llevan a cabo grupos fundamentalistas sunnis contra sus pares shiítas y viceversa son un claro ejemplo de esto. Ni qué decir sobre lo que acontece en territorio sirio, donde la minoría alawita de Assad con apoyo de los shiítas de Irán y del grupo libanés Hezbollah combate y busca aniquilar a facciones de sunitas ultrareligiosos y otros de matriz más secular. Los mismos apoyos externos a esta tragedia vienen de países en donde el rol de la religión esta profundamente enraizada en el accionar político.
Los Ayatollahs iraníes respaldando a Assad, en tanto las monarquías teocráticas del Golfo y el gobierno fundamentalista (moderado, si bien para algunos cada vez menos) de Turquía buscan sostener a los rebeldes sirios. Salvando las siempre imperfectas y odiosas comparaciones de fenómenos históricos diversos, el convulsionado y en plena mutación mundo islámico parece, en algunos momentos, inmerso en un escenario “pre Westphalia 1648″ de Europa. En las décadas previas a este acuerdo que entronizó en la arquitectura legal internacional la idea de Estado-Nación por sobre feudos y religiones, las potencias europeas en general y los territorios germanos en particular eran desgarrados por guerras civiles entre católicos y protestantes.
Todo ello cruzado por conflictos geopolíticos entre Estados. Comenzar a ver la situación en el Medio Oriente y parte de Asia Central en estos términos podría ayudar a complementar y complejizar las lineas divisorias y mapa del conflicto que nos heredó el gran Samuel Huntington. Como en aquella Europa de cuatro siglos atrás, los intereses nacionales de las grandes potencias se entremezclan con las matanzas religiosas y étnicas. El creciente cúmulo de pruebas sobre el uso de agentes neurotóxicos por parte del régimen sobre población civil siria ha llevado a la administración Obama a considerar planes de acción para punir esa acción. La Casa Blanca ha sido reticente a intervenir activamente en esta guerra, tal o aún más de lo que fue durante la guerra civil en Libia, que derivó en la caída y muerte de Gadafi. No obstante, el uso de armas de destrucción masiva es un límite que Washington ha venido advirtiendo que no se debería sobrepasar. El Pentágono parece haber comenzado a plantearle diversas opciones al mandatario demócrata. Algunas de ellas con ciertos tintes semejantes a lo hecho por la superpotencia en el caso de Bosnia 1994, Kosovo 1999 y en participaciones más modestas y selectivas como lo ejecutado en tierra libia pocos años atrás.
Esta postura sería acompañada, aun con más ansiedad que el mismo Washington, por Londres y París. En este escenario, los países de América Latina presentes en el Consejo de Seguridad de la ONU, y en especial la Argentina a cargo transitoriamente de su presidencia, deberán adoptar una postura que busque sintetizar el respeto al derecho internacional con la agenda de los derechos humanos que tanto y tan bien se ha potenciado en las última década.
Habrá que evitar la tentación de asumir que el silencio frente a una masacre de 100 mil personas y 2 millones de refugiados es menos malo que dar un plafón a una intervención de las potencias occidentales vistas como guerreristas e imperialistas. Menos aún cuando, por buenas o malas razones, los EEUU distan de entusiasmarse en apretar el gatillo y reciben agudas críticas dentro y fuera de esa país por la reticencia, fundamentada en la compleja retirada que aún las fuerzas americanas deben hacer a fines de 2014 en Afganistán, la presencia en Siria de un masa criticas de rebeldes anti-Assad claramente encolumnados en Al Qaeda y el delicado juego de ajedrez geopolítico que se desarrollará en el próximo año con Irán y su programa nuclear. En otras palabras, si la Argentina y otros países de nuestra región buscan un caso testigo para mostrarse como baluartes contra la maquinaria expansiva americana, el caso sirio dista de ser el más adecuado.