Una de las premisas básicas del milenario Realismo afirma que los Estados no tienen amistades sino intereses, los cuales son cambiantes dependiendo las relaciones de poder y amenazas percibidas en cada momento de la historia. Un saber convencional basado en hechos sólidos suele remarcar la histórica constructiva relación de Brasil vis a vis con los EEUU. Situación que se remonta al siglo XIX y que se extendió, consolidó y llegó a su cúspide entre 1940 y principios de la década de los 70.
Tanto los gobiernos monárquicos cómo luego los de la República -y ni que decir Getulio Vargas para comienzos de la Segunda Guerra Mundial o el gobierno militar brasileño que toma el poder en 1964- no dudaron en estar del lado de Washington en diversos momentos claves, ya sea las dos grandes conflagraciones mundiales del siglo pasado y uno de los tramos más calientes de la Guerra Fría entre 1946 y entrada la década del 60. La estrategia de largo plazo impulsada de manera clara e impecable a principios del 1900 por el entonces canciller, el Barón de Río Branco, se basaba en articular una relación estrecha y cooperativa con los EEUU cómo forma de apuntalar al Brasil en su búsqueda de superar a la potencia sudamericana de ese momento. O sea, la Argentina.
Cabría recordar que recién en 1955 la economía de nuestro gigantesco vecino logró equiparar el PBI argentino. De manera sutil, Río Branco buscaba lograr ese vínculo especial pero al mismo tiempo era muy prudente y cuidadoso de no generar una escalada militar en el Cono Sur y en especial con la poderosa Argentina. Su idea era crear un curso de acción sostenido en el tiempo que derivaría en poder desplazar a los rioplatenses como principal actor de la región sin que por ello se produjese un desembarco activo y hegemónico de Washington en la zona.
A mediados del siglo pasado, desde las escuelas geopolíticas y diplomáticas del Brasil se impulsó la idea de un “trato leal” entre Río de Janeiro (luego Brasilia) y la Casa Blanca. Consistía en una parcial pero no por ello menos amplia delegación de las responsabilidades “hegemónicas” de la superpotencia en sus confiables aliados brasileños. Mas aún después de las fuertes tensiones existentes entre Buenos Aires y Washington por la neutralidad en la Segunda Guerra Mundial y el posterior “Braden o Peron”. Todo ello, combinado por una recurrente inestabilidad política que se acentuará en la Argentina desde 1930, así como la fuerte erosión del poder politico-militar y ni que decir económico del Reino Unido a nivel global y en su condición de socio clave de nuestro país.
Las ahora tan mencionadas y actuales lógicas de “stop and go” y periodos de alta inflación y bajo crecimiento o directamente recesión (estanflación), erosionaban de manera lenta pero constante la diferencia de poder de Argentina vis a vis con el Brasil. La inestabilidad política y económica no se lograba alcanzar ni con gobiernos radicales, peronistas o militares. Ergo, sin esa gobernabilidad de largo plazo nuestro país pasaría ser visto por la élite decisoria de Brasilia como un Estado que había perdido definitivamente la carrera por la primacia regional de manera nítida al promediar los años 70.
En ese mismo momento, el entonces secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger hizo su famosa referencia al Brasil cómo “Estado llave” o clave. No obstante, esas agradables palabras se veían acompañadas por fuertes restricciones a la venta de tecnología nuclear de uso civil a los brasileños y un creciente proteccionismo comercial de los EEUU. Ello, iría generando un gradual y poco estridente giro de la política exterior del Brasil y de su gobierno militar hacia una más orientada a buscar canales de interacción más fluidos con otras potencias ascendentes en ese momento como Alemania, Japón, etc. El ascenso en las capacidades materiales y simbólicas brasileñas se consolidarán entre los 80 y el presente siglo.
En esa tres décadas se irán sumando y combinando estabilidad democrática, luego control de la inflación y estabilidad macroeconomica en los 90 y finalmente, el boom de los precios de las materias primas cómo hierro, soja y petróleo y la llegada al poder de la izquierda con Lula y su demostración de moderación, prudencia y eficiencia en el manejo de la economía. En este escenario de un Brasil con más recursos materiales y simbólicos que nunca, sin olvidarnos el ser elegido para organizar el Mundial de fútbol y los Juegos Olímpicos, y una superpotencia norteamericana afectada por la crisis financiera en Wall Street del 2008 y el trauma de dos guerras largas y sangrientas cómo Irak y Afganistán, es lógico que las tendencias neoautonomistas iniciadas por Brasil casi 40 años atrás tomasen más fuerza. Mas aún cuando los EEUU no ve la zona sudamericana cómo una zona clave y caliente para su seguridad nacional como las regiones Asia-Pacífico, Medio Oriente y Golfo Pérsico.
En este escenario los gobiernos bolivarianos fueron interpretados por la Casa Blanca de los últimos tres presidentes como una liturgia folclórica molesta más que como una amenaza a sus intereses vitales. No es para menos, cuando se asume el rol clave de los dólares entregados día a día desde EEUU a Venezuela por la venta de, ahora mismo, casi un millón de barriles diarios de petróleo (a más de 100 dólares cada uno), un Ecuador de Correa que convive sin mayor trauma con una economía con el dólar como moneda circulante y una Nicaragua que tiene un acuerdo de Zona de Libre Comercio con los EEUU. Así las cosas, la superpotencia no tuvo mayor inconveniente en contar con Brasil como un estabilizador y contenedor de conflictos en la zona. Las crecientes tensiones de Buenos Aires con Washington en los últimos años no hicieron más que potenciar esa parcial y condicionada “delegación”. Cualquier observador informado e interesado entre los decisores de los EEUU vería claramente el doble juego brasileño, o sea, consolidar su relación con los bolivarianos y por ende incrementar las retóricas anti norteamericanas en el sur de América Latina y al mismo tiempo mostrarse cómo garante de que los mismos no cruzarán algunas líneas rojas.
La escalada de conflicto, violencia y muertes en la Venezuela de los últimos meses no hacen más que poner en riesgo este juego inteligente, sencillo y pendular. Un desmadre de la situación en ese país caribeño y la continuidad y acentuación de la polarización y del deterioro económico (con una inflación esperada en torno al 60% anual) y social, dejaría al Brasil en una difícil posición. La paciencia americana, y de amplios sectores sociales y políticos de América Latina, puede agotarse si la diligencia brasileña no asume que el liderazgo tiene beneficios pero también costos y que la situación venezolana requiere algo más que un nuevo capítulo del juego pendular y ya casi rutinario con Washington y Caracas. La Presidenta Rousseff ha dado algunas señales de haber comenzado a entender que zanahorias sin palos no será la mejor forma de poner en caja la situación en la tierra del difunto Chavez.
Una Venezuela signada por muertos y deterioro acentuado de algunas prácticas democráticas básicas es claramente una de las líneas rojas. Una de esas, que un pretendido estabilizador confiable cómo Brasil, no puede permitir que se traspasen. El proceso de diálogo entre el oficialismo y la oposición que tendrán a cargo los enviados de Bogotá, Quito y la misma Brasil así como los buenos, y claves, oficios del Vaticano, será quizás la última oportunidad para evitar un trauma mayor para la región. El fracaso en encauzar en parte la explosiva situación política y socioeconomica (y quizás aun dentro mismo de sectores militares que no concuerdan con un exceso de injerencia cubana ni con muertes civiles) y una Brasilia más propensa a resguardar al gobierno de Maduro que a ser un interlocutor válido y confiable para todas las partes, tendría dentro del misma vida política de la potencia sudamericana un grave costo para el PT y la izquierda oficialista brasileña. Un sector que por no poder y, en muchos casos, también por un sabio y prudente no querer, dista de buscar emular a sus pares bolivarianos en el manejo de la economía, relación con el mundo y prácticas republicanas. Es por ello que un libero cómo Lula da Silva, ya no atado, a la responsabilidad de ser Presidente, podría y debería ser un sostén de Rousseff en este esfuerzo. A riesgo, de no lograrlo, de serios costos para el Brasil en general y para el Partido creado por el en particular.