A dos años de la agitación popular desatada en Túnez luego de la inmolación de un humilde vendedor ambulante que había sido despojado de su mercadería por parte de las fuerzas de seguridad y que derivó en la caída del déspota laico que regenteaba ese país musulmán, y a casi dos años del estallido social en el siempre influyente y clave Egipto, surgen voces más y más pesimistas acerca de lo que se denominó la “Primavera Árabe“.
Como suele suceder, las excesivas expectativas iniciales y una tendencia de análisis y proyecciones lineales “occidentales-céntricas” derivan al poco tiempo a que ese péndulo se acerque a abordajes fatalistas y hasta catastrofistas. La guerra civil a gran escala en Siria y la reciente agitación en diversos países del islam por la difusión de un provocador film, de dudosa calidad, sobre el profeta Mahoma, son condimentos en este sentido.
Las primeras reacciones del nuevo gobierno democrático en Egipto, encabezado por la Hermandad Musulmana, de tradición teocrática pero también dúctil y pragmática como lo demostró durante las largas décadas en que fue oposición prudente del régimen militar que rigió por medio siglo, no hicieron más que agudizar estos abordajes que tendían a transformar la “primavera” en un crudo y extremo “verano” de furia.
No obstante, el nuevo presidente Egipcio, Mohamed Morsi, hombre clave de la Hermandad, sólo tardó pocas horas en subrayar que el camino no es la violencia contra Occidente y el cristianismo. Morsi invoco los sagrados mandatos de la religión musulmana acerca del respeto y la convivencia, rérminos que fueron barridos de amplios sectores de la opinión pública internacional por el activismo de los grupos más extremistas pero también minoritarios como lo son el salafismo integrista que pregona Al Qaeda y otras fracciones que apuestan al choque de civilizaciones y a guerras civiles dentro del mundo árabe que dobleguen a los sectores moderados tanto sean laicos como religiosos.
En esta búsqueda fanatizada y violenta, encuentran aliados tácticos en minorías ínfimas ultraconservadoras y racistas en los países occidentales que tienden a provocaciones como quema de Coranes y o películas ofensivas. De más está decir que estas actitudes impactan -en esta era donde la tecnología tiende a hipercomunicar y mostrar de manera infinitamente mas rápida que a analizar y entender- en sociedades musulmanas que en la mayoría de los casos no han conocido las libertades políticas y el derecho a la libre expresión y en donde el sentimiento religioso tiende a estar más presente en la vida cotidiana y política que en las más seculares sociedades occidentales.
Esto no necesariamente justifica las visiones fatalistas que citáramos al comienzo, pero sí deben ser entendidas para pensar el mediano y largo plazo de la relación con el Islam. El notable politólogo Giovanni Sartori advertía tiempo atrás que Occidente debía tener en cuenta que en aquellas sociedades en donde lo divino y lo religioso siguiesen teniendo peso importante, la idea básica de una democracia republicana -tal como es que el poder reside en la voz del pueblo y que ese poder es delegado de manera transitoria a los gobernantes- enfrentará dificultades que deberán ser reconocidas y afrontadas.
Cuando existe un grupo que afirma tener la comunicación con lo trascendental y la adecuada interpretación de la voluntad divina en las escrituras, la relevancia de la “voz del pueblo” pasa a ser secundaria. No obstante ello, no pocos analistas y estudiosos han remarcado que existen experiencias que muestran la posibilidad de construcciones políticas y sociales más compatibles con practicas más democráticas y pluralistas. El relativamente ordenado proceso electoral en Egipto luego de 60 años de dictadura, varios siglos de colonialismo y milenios de monarquía, se muestra como un ejemplo en este sentido.
La ensangrentada Irak ha logrado ciertos estándares mínimos de convivencia democrática entre las facciones político-religiosas.
Aquellos que vivimos en América Latina deberíamos ser particularmente capaces de comprender las idas y vueltas, euforias y decepciones, espasmos de violencia, miserias del poder, liderazgos a los que les cuesta comprender que el poder no es eterno ni un bien de uso personal o familiar, prácticas cleptocráticas, manipulación del pasado y la historia, pensar que todos los países de una región tendrán evoluciones semejantes, etcétera. Padecimientos o fenómenos que algunos atribuyen a ciertos determinismos culturales y religiosos del mundo árabe.
En otras palabras, en estos momentos de violencia y pasiones encendidas de manera más o menos espontánea, cabe recordar que los muertos y heridos por el terrorismo islámico han sido básicamente y en su gran mayoría hombres, mujeres y niños de musulmanes atrapados en ataques suicidas, camiones y autos-bomba, ataques a mezquitas y metralla en escenarios tan diversos como Irak, Yemen, Somalia y Líbano, entre otros. En relaciones de 20 o 30 a 1 con respecto a los “infieles” abatidos.
Tal como sus pares de Occidente en el siglo XX, estas facciones armadas suelen caer en lógicas de “búnker”, de autocomplacencia y de una invocación de una supuesta representación popular mayoritaria de la que carecen. Por todo ello, Occidente debe ayudar de manera sincera, respetuosa y activa al los centenares de millones de fieles del Islam a luchar contra los mesiánicos que en nombre de Dios ofenden a Dios.