Un clásico del proceso de transición democrática en América Latina del último tramo de los años 70 y hasta fines de los 80 fue el “saber convencional” que identificaba a los sectores políticos y sociales más afines con la derecha y el centro derecha como muy distanciados y antagónicos a temas como los DDHH, la calidad de las instituciones republicanas y la tolerancia frente a las protestas sociales y periodismo crítico. Su relación más o menos cercana con los gobiernos militares que iniciaban las salidas mega-pactada en el caso chileno, pactada en el brasileño y caótica en el argentino, le ponía ese sayo que, dependiendo el caso, podía ser más o menos certero y justificado.
Los años 90 y el síndrome de “fin de la historia”, con el auge de reformas neoliberales y promercado, tendieron a reactualizar esos estereotipos en amplios sectores de la progresía regional e internacional. El cliché de ver a la centroderecha como incondicional del los EEUU y sus intereses durante la puja con el comunismo soviético, había mutado a un supuesto alineamiento carnal de esos sectores con la “diosa globalizacion” y el “turbo-capitalismo” con eje Wall Street.
Por esos cursos y recursos de la historia, la segunda década del siglo XXI presenta una paradoja no menor para los debates políticos, ideológicos y electorales presentes y futuros. Nos referimos a cómo cuestiones como los DDHH, la tolerancia a la protesta social, la libertad de expresión y la no militarización de la vida social comienzan a aparecer como pilares de amplias capas sociales de la centro y centro derecha y de los partidos políticos o movimientos que canalizan sus agendas.
Un claro ejemplo de ello es la situación en Venezuela, con su escenografía de una extrema polarización enmarcada por alta inflación y índices alarmantes de inseguridad ciudadana. En un verdadero juego de espejos invertidos, los roles que cumplían los partidarios de la izquierda parecen asimilarse a primera vista a sus rivales-enemigos de lo años 70 y 80 y viceversa.
La llegada al poder de gobiernos bolivarianos y otras expresiones políticas, que de manera más o menos táctica, consistente y sincera, se atribuyen un barniz de izquierda y el lema de liberación o dependencia 2.0, es uno de los motivos fundamentales obviamente de esta inversión de roles. Aquellos que se formaron y actuaron con la lógica de resistencia frente al poder del Estado, ahora tienen ese Leviatán en sus manos. Mas aún, en un escenario de históricamente altos precios de materias primas como el petróleo, gas, soja, etc y un EEUU que los tiende a ver más como una molestia, en muchos casos pintoresca, que como amenazas a su seguridad nacional. Basta de ejemplo como durante los últimos 15 años Caracas nunca interrumpió los flujos de 1.5 a 900 mil barriles diarios de petróleo hacia el “sulfuroso” (recordado el olor a azufre que comento Chávez) Washington así como el funcionamiento de más de 12 mil estaciones de servicio en territorio del Imperio o un Ecuador que mantiene y sin mayor debate y trauma al dólar como moneda de circulante y reserva.
Por esas travesuras crueles que suelen darse en la historia, el control simbólico de agendas tan poderosas como los DDHH, el control civil sobre la Defensa y la libertad de expresión, iría pasando a ser parte constitutiva de los reclamos y alianzas políticas a nivel doméstico e internacional de los sectores del centro y centro-derecha.
Asimismo, la izquierda y la centro-izquierda, con capacidad de alguna autocrítica silenciosa y de reflexión, sabrá que en el fondo que en el pasado sus rivales y enemigos cuando condujeron al poderoso Leviatán tuvieron quizás las mismas tentaciones que ellos tienen hoy o sea imponerse cueste lo que cueste. De la prudencia, visión de largo plazo y el autocontrol en ese ejercicio, dependerá que sus idearios no arrastren el desprestigio y cuestionamientos que acompañaron a la centro-derecha en los tiempos posteriores a la transición democrática.
Por el momento, la situación en Venezuela no parece ser un ejemplo en este sentido. Si algo positivo se podrá sacar de todo ello, será que los polos ideológicos enfrentados durante décadas ya no entablarán a futuro su choque en el plano simbólico como víctima versus victimario o el soñador vs el ejecutor de la cruda praxis del poder. Será una pelea entre iguales, con las manos igualmente manchadas por el fango del poder.