En el ya muy lejano comienzo de la década del 70, en plena Guerra Fría y en un mundo sin celulares ni internet, un saber convencional recorría América Latina. Una mezcla de análisis superficial y ganas o “la voluntad” de que se cumpliese: EEUU abandonaría más temprano que tarde la región, empujado por la crisis del petróleo, la derrota en Vietnam, el escándalo político en torno a Nixon, la paridad estratégica nuclear alcanzada por la URSS, el ascenso de Alemania y Japón y la ruptura del patrón oro-dólar de Bretton Woods.
Aquellos que miraban a los EEUU parecían sólo ver el fenómeno que representa tan bien la amada novia de Forrest Gump en esa memorable película. Una joven en crisis, drogada, pacifista y desorientada. Conviviendo con esa chica, en otra parte de los EEUU, el Pentágono desarrollaba su intranet, que en los 80 y 90 se transformaría en Internet global, y dos jóvenes genios como Gates y Jobs revolucionaban el mundo tecnológico informático. De manera contemporánea, la NASA y el Pentágono ponían en órbita una docena de satélites que brindarían el servicio de GPS a sus fuerzas militares y que décadas después podría ser utilizados por millones de personas a lo largo y ancho del mundo.
En este voluntarista escenario, la retirada estadounidense de América Latina seria acelerada por insurrecciones y resistencias armadas en su mayoría de matriz marxista-leninista y otras con orígenes más nacionalistas y telúricos.
Poco más de una década después, los países de la región avanzaban en procesos de normalización democrática en donde las expresiones insurreccionales poco o nada tenían de peso electoral y los presidentes y ministros de economía de esos nuevos y endebles regímenes buscaban algún mecanismo de solución a la calamitosa crisis de la deuda externa de 1982 por medios.
El “Consenso de Washington” con sus políticas promercado, desregulaciones y reformas tomaba el centro de la escena. Así como políticas exteriores que articulaban variantes con un mismo objetivo: tener una relación constructiva y fuerte con la superpotencia unipolar que quedó luego del colapso soviético de 1989-91. Esa imagen desarrapada de EEUU de comienzos de los 70 daba lugar a la evidencia clara y presente de un Estado vencedor y dotado del 25 por ciento de PBI global, el 50 por ciento del gasto militar del mundo y una capacidad de difundir sus valores y cultura incomparables. Todo finamente condimentado por un líder político inteligente, pragmático y carismático como lo fue Bill Clinton.
El “momento unipolar” había llegado y todo indicaba que quizás no fuese un período breve. Alemania y Japón, enfrentaban serios desafíos económicos. El primero soportando los costos de la unificación y el segundo luego del estallido de la burbuja inmobiliaria y financiera. Ni qué decir de la situación económica y social en que cayó Rusia y las ex republicas soviéticas. Sólo China parecía sobresalir, pero a años luz de los EEUU en todos los indicadores de poder. Un régimen chino que justamente había logrado hacer crecer su economía y prosperidad social a partir de la decisión en 1978-79 de sumarse al capitalismo y no combatirlo (cosa que vienen haciendo de manera ininterrumpida y exitosa hasta el día de hoy). Miles de sus jóvenes comenzaron a viajar a EEUU para estudiar en las mejores universidades carreras tan diversas como ingeniería, finanzas, contabilidad, etc.
El comienzo del siglo XXI le depararía a EEUU la presidencia de George W. Bush y un entorno en donde se combinaban pragmáticos y realistas con otros más propensos al voluntarismo y la cruzada. En otras palabras los neoconservadores y su propensión a la “reingeniería social” del sistema internacional. La extensión de la democracia a punta de pistola estaba, llegado el caso, incluida en el menú. En su ideario, el “momento unipolar” debía extenderse a una larga era. Los ataques terroristas del 11.9.01 no hicieron más que fortalecer a estos sectores ultras en Washington en detrimento de sus colegas más experimentados y prudentes. La necesaria campaña contra Afganistán lanzada a fines del mismo año, fue inadecuadamente descuidada por una guerra por opción como fue la de Irak en el 2003. Sin duda uno de los mayores errores estratégicos del último siglo y con costos económicos que van de 1 a 2 trillones de dólares. Ni qué decir de su impacto en la imagen americana en el exterior y la desviación de recursos y fuerzas de otros temas más relevantes en el mediano y largo plazo como lo fue y lo es el ascenso chino y el regreso ruso.
El fin de la década pasada vendría acompañada por otro golpe duro, tal como fue la crisis de Wall Street de septiembre del 2008, magistralmente mostrada por la película “Too big to fail”. El menú estaba servido para una versión reactualizada del “saber convencional” que mencionábamos al comienzo de este articulo. Esta vez la derrota no era Vietnam, sino Irak y Afganistán, la crisis era la de Wall Street y no la del petróleo y Bretton Woods y las potencias que emergían no eran Japón y Alemania sino China, India, Brasil y el regreso ruso. Todo ello condimentado por una sigla creada por un fondo financiero de los EEUU en el 2001 para vender bonos, los BRIC, Brasil, Rusia, India y China. Países con intereses y rivalidades geopolíticas más que densas, tal es el caso de India y China, pero sin duda una chapa tentadora y pegadiza. Más aun si uno ve y cree que se está frente al principio del fin de la hegemonía americana.
En este contexto, “la voluntad” vuelve a aparecer fuerte en nuestro país y la región. Esta vez, la palabra de moda ya no es Latinoamérica sino Sudamérica. Quizás una demostración de la legítima capacidad y sagacidad de Brasil para impulsarnos a sacar de nuestro mapa mental a dos países que le molestan en su legítima pretensión de ser el poder regional indiscutido. Nos referimos a México y obviamente a los EEUU. Países con los cuales Brasilia quiere buen diálogo, pero de manera “bilateral”. Jugada básica, pero no por ello menos eficiente, facilitada por el ascenso de gobiernos de raíz bolivariana en Venezuela, Ecuador y Bolivia y una Argentina que desde el 2005 y más aun desde el último lustro viene de mal en peor en su relación con los EEUU. A los diplomáticos brasileños, les basta con ser pragmáticos y racionales en su diálogo con sus colegas americanos y moderadamente anti-imperialistas y contestatarios con sus colegas sudamericanos. Todo condimentado por el rol simbólico y político de los hermanos Castro y sus óptimas relaciones con los bolivarianos y con Brasil.
De más está decir que el plato está servido para diagnosticar la existencia clara, visible y creciente, esta vez sí, de un mundo multipolar y en el cual las relaciones Sur-Sur pasarían a ser tanto o más importantes que las Sur-Norte (si bien el vínculo de ciertos Estados con la desaparecida URSS en el pasado y ahora y a futuro con China, tienen mucho de este tipo de relación como en lo geográfico obviamente como en lo político-económico-psicológico). Sin duda esta vez, a diferencia de cuarenta años atrás, hay posiblemente bases más solidas para poder hablar de una transición hacia un mundo de rasgos más multipolares pero con ritmos y formas muchos más lentos y complejos que lo que “la voluntad” quiere.
Pocas dudas hay, si uno usa más la cabeza que el corazón, que China enfrenta desafíos político, demográficos, sociales, morales y económicos mayúsculos en las próximas décadas. Comenzando por la compleja transición de una economía capitalista orientada al mercado a otra con mayor peso del mercado interno y el consumo. Enumerar los límites o encrucijadas estratégicos de Washington no debe, siempre y cuando uno no sea un propagandista, nublar el análisis de lo que le puede deparar el mediano y largo plazo a Rusia (su crítica situación demográfica, entre otras), Brasil, India y la misma China. Quizás esta última, el verdadero foco de atención y que a más de un analista ha llevado a pensar en la confirmación nuevamente de un mundo bipolar en 15 o 20 años.
Para ir concluyendo, en el caso especifico de nuestro país y su presente y futura política exterior cabría esperar que primara una visión que tome en cuenta estos matices e interrogantes y que no se deje llevar por una visión tentadora pero quizás precipitada de una mecánica e inevitable lógica de ascenso y caída de las grandes potencias. Asimismo, no es tampoco cuestión de cambiar alineamientos automáticos del pasado por otros pero de signo geográfico e ideológico diverso. Si es por estar en el sistema internacional que se va reconfigurando, no se trata de mirar desde el balcón con admiración como se mueven los BRICS (la S es de la recientemente sumada Sudáfrica) sino ser protagonista y articulador de una presencia activa, prudente y pragmática de la Argentina. Ni sobreactuaciones contra el hegemon que creemos que decae, ni seguidismo y subactuaciones frente a los que se cree y se quiere que vengan.
Finalmente y no menos importante, darle una mirada a los últimos textos de Moisés Naim, quien explica de manera clara y sencilla como la propia idea de poder debe ser reconsiderada en parte tanto en los planos domésticos como internacionales. Un poder que sigue pasando por los Estados, pero de manera decreciente. Un poder que se difunde entre actores no estatales. Que rápidamente se acumula y que rápidamente se diluye en muchos casos. Para bien o para mal, la revolución 2.0 tiene impactos múltiples y en todos los planos tal como lo tuvo la revolución industrial del vapor en el siglo XVIII y la del acero y el carbón en el siglo XX. No casualmente Adam Smith y Karl Marx desarrollaron sus obras en esas dos épocas.