Por: Muriel Balbi
¿Por qué los niños deben pagar los platos rotos de lo que los adultos no pueden o no quieren resolver? ¿Tienen acaso algún argumento que pueda justificar la muerte de un chico? ¿Qué supuesta verdad puede diluir el sufrimiento de un pequeño, sólo con propaganda? ¿Cómo resiste un adolescente escapar de la violencia de su tierra, para encontrarse con más odio y rechazo en el país donde pensaba salvarse? ¿Cómo pueden cientos de chicos de la calle vivir en el infierno por años, sin que haya un Estado cómplice de los abusos? ¿Hasta dónde puede llegar la crueldad sin que nadie diga basta?
Hay un denominador común en las noticias internacionales que coparon las portadas de los últimos días: la obscena cantidad de víctimas menores de edad. Niños desamparados, mutilados, torturados, desplazados, hambrientos. Niños con ojos de hielo. Niños con esas miradas de espanto que apuñalan el alma y abruman la conciencia.
En México, casi 500 chicos fueron rescatados de un antro de pudrición. Abusos sexuales, psicológicos y físicos. “El pinocho” se llamaba el pozo de aislamiento sin agua ni comida en el que se encerraba a quienes se negaran a tener sexo oral con los pedófilos y sádicos a cargo del lugar. ”Mamá Rosa“, la responsable del albergue “La Gran Familia” en Michoacán, está libre. La fiscalía dice que está muy vieja y débil como para conocer lo que allí ocurría. En esa tierra de nadie, dominada por el narcotráfico, el crimen y la corrupción, cuesta creer que esto ocurría sin la connivencia de las más altas esferas. ¿Pero a quién le importan esos niños? ¿Cuánto puede cuestionarse el trato a quienes, ni siquiera eran queridos por sus propios padres? ¿Quién va a protegerlos, a garantizarles derechos básicos que los conviertan en seres humanos, el segundo después en que yo no sean ni noticia? Golpes, privaciones, mugre, comida podrida, violaciones y desamor es lo único que conocen en la vida.
Más al norte, solo hay pesadillas para los miles de chicos que intentan ingresar a los EE.UU cada año. Con ellos, la gran potencia muestra su cara oscura, tanto para los que lograron entrar con sus familias, y que viven con el yugo de las 1400 deportaciones por día, como para quienes llegaron a sus fronteras tras una travesía plagada de maras, coyotes, narcotraficantes y demás delincuentes que comercian con el tráfico humano. Y allí se quedan, hacinados en los centros fronterizos, como en un Caballo de Troya que amenaza con explotar.
Los datos hablan por sí mismos: 52.000 menores interceptados en menos de un año, solo en la frontera de Río Bravo; y, en los últimos siete años, 2850 personas muertas intentando cruzar, de los cuales más de cien eran niños. Es que EE.UU no ha logrado gestar una política migratoria exitosa, y los países de origen casi no ofrecen oportunidades por fuera de las mafias, cada vez más poderosas y extendidas. Mientras tanto, las cosas pasan; sus infancias se pasan, y más rápido de lo que el reloj diría.
Al Oriente, más pequeños atrapados en un conflicto que lleva miles de años, miles de muertos, miles de horrores, miles de fracasos por la paz. Los enfrentamientos entre Israel y Hamas, se reavivaron justamente a partir de la muerte de adolescentes: tres israelíes y uno palestino en represalia, más la feroz golpiza a otro de 15 años.
Todas las muertes violentas resultan inútiles y crueles. Sin embargo, en el caso de los soldados, se trata de adultos entrenados, armados y que, en muchos casos, lo escogieron como profesión. Ahora, cuando son niños inocentes, que no saben de terrorismo, ni de fronteras, ni de historia, ni de ni de posiciones radicales, ahí es cuando indignan y no hay eufemismos que logren justificarlas.
En alguna parte de la opinión pública internacional todavía sobrevive cierta sensibilidad que la hace reaccionar frente a lo que es inaceptable. Inaceptable es que mueran niños, sean judíos o gazatíes. Ni hablar de los desplazados, de los mutilados y de los heridos en hospitales a los que ni siquiera pueden llegar suministros básicos. A quién le importa de quién es la culpa mientras esos horrores sigan pasando porque los adultos no son capaces de buscar la manera de que los inocentes queden afuera de su locura y crueldad.
Y sólo nos quedamos con tres ejemplos. Pero recordemos el drama sin precedentes de los niños en Siria, de los desplazados, de los muertos, de quienes murieron asfixiados como ratas por el uso totalmente ilegal de armas químicas contra ellos.
Recordemos a las víctimas de las redes de esclavitud y de trata. Recordemos a los niños soldados, no sólo los del África -de los que nos hablaron alguna vez-, sino también de nuestros, de los niños del norte argentino vendidos como carne de cañón al crimen organizado local e internacional, de los que nadie habla.
¿Quién sabe encontrar las palabras o argumentos para explicar algo en este escenario tan dantesco, en el que muchos prefieren mirar para otro lado?