Lo económico no tiene nada que ver con la economía

Carlos Mira

En la cena inaugural del Coloquio de IDEA en Mar del Plata, el economista norteamericano James Robinson, autor del libro Why Nations Fall (Por qué fracasan las naciones), se despachó con una novedad rutilante: el éxito económico no depende tanto de una acertada política económica como de la vigencia de instituciones jurídicas que aseguren la vigencia de un orden de derecho y una justicia independiente del gobierno. ¡Gracias Robinson por la novedad! De no ser por nuestros benefactores de IDEA que lo trajeron para que nos desayunara con la revelación de semejante misterio, no nos hubiéramos dado cuenta.

Pero más allá de las ironías, es verdad que para una subcultura política como la Argentina, semejante perogrullada puede tener el alcance de una iluminación; de una verdad dicha por alguien que nos hace ver la luz.

En efecto, ninguno de los países exitosos en el mundo, empezando por los EEUU -el país más innovador de la historia humana-, ha fundado su suceso económico en la aplicación de una determinada teoría económica. En realidad lo que estos países han hecho es vertebrar en un orden jurídico simple algunas verdades incontrastables de la naturaleza, organizarlas de modo armónico para luego dejar que, en el clima de confianza básico que ese mismo orden había creado, el ingenio humano invente, cree e innove para que la vida mejore.

Ese es todo el secreto: tratar de rebelarse lo menos posible contra la naturaleza humana y dejar que ella, sabiendo que cuenta con un sistema organizado de solución de disputas y con un decálogo de principios que todos reconocen como válidos, fluya en su inventiva para hacer la vida más confortable, y la abundancia más real y posible. Resulta de toda lógica y producto del más elemental sentido común que las personas traten de vivir mejor, de que su condición ascienda desde más privaciones hacia menos privaciones y de que su patrimonio les ofrezca una garantía de seguridad para el futuro de ellos y de sus hijos.

Para lograr ese objetivo las personas gobiernan apenas unas pocas variables: su esfuerzo, su compromiso, su trabajo. A su vez para que esas condiciones puedan desarrollarse, va de suyo que las personas deben tener cierta garantía sobre su vida y sobre su radio de acción (su libertad). Por lo tanto la primera condición de una economía exitosa consiste en garantizar derechos no económicos (la vida, la libertad, y la decisión del destino propio). Si las personas saben que el derecho a su vida, a su libertad y a elegir lo que quieren ser en la vida tienen el respaldo de la ley, desatarán sus trabas y generarán un producto.

Aquí sí podría considerarse que los órdenes jurídicos deben elegir por una primera definición “económica” o “filo-económica”: decidir de quién es ese producto. Los países exitosos no dejan lugar a dudas y emiten una señal clara: el producto pertenece a quien lo produce. Es lo que se llama inviolabilidad del derecho de propiedad. Lo de uno es de uno. No hay discusiones al respecto. En general los países que fracasan tienen este concepto discutido, difuso o directamente lo desconocen. Si las personas sospechan que su esfuerzo y su compromiso no les asegura la propiedad de lo que generen cuando lo ejercen, pues no se esforzarán y no se comprometerán. Sin esfuerzo y sin compromiso no hay producto y sin producto hay pobreza. Es así de simple. Lo mismo ocurre con el motor más dramático del progreso: la innovación. Esta no depende de programas económicos sino de una definición cultural previa que tiene que ver con saber cuánto grado de libertad están dispuestos los países a reconocer a los ciudadanos.

Los países que han fracasado son países regimentados en donde burocracias pesadas con un enorme grado de lentitud suplantan el rol protagónico del individuo. En ellos, generalmente se sospecha de la conducta individual y en los que rige una norma de clausura inversa a la que rige en los países que triunfan. Se entiende por norma de clausura una disposición que aclara qué ocurre cuando determinadas cuestiones no están legisladas. Las normas de clausura “pro-desarrollo” dicen que nadie está obligado a hacer lo que la ley no mande ni privado de lo que ella no prohíbe (por ejemplo entre nosotros, el artículo 19 de la CN). Las normas de clausura “antidesarrollo” expresan lo contrario: se presume que lo que no está regulado está prohibido.

En la Argentina existe un evidente choque entre lo que la doctrina llama “Constitución material” (esto es la que fue escrita por los constituyentes) y “Constitución real” (esto es la que rige de hecho por la vía de costumbres, tradiciones y creencias, en la vida de todos los días). Mientras la “Constitución material” pertenece a la escuela que da rienda suelta al ingenio individual, garantiza el fruto del trabajo y de las creaciones individuales, asegura la propiedad privada, cree que lo no legislado está permitido, y que las disputas entre individuos las resuelve un tercero independiente del gobierno; la “Constitución real” (la que heredamos por sangre y tradiciones) cree que todo debe regularse, que lo que no está regulado está prohibido, que el fruto del trabajo individual debe repartirse, que el repartidor es el Estado y que cuando hay un disputa el Estado debe ser juez y parte. Resulta obvio que un país atado entre regulaciones y prohibiciones esté a tal grado inmóvil que no pueda generar nada. Al no generar nada, cada día es más pobre y al ser cada día más pobre, cada vez vive peor.

Pero si deshacemos este camino que hemos descripto hasta aquí, veremos que la metodología seguida por los países que triunfan (así como la de los que fracasan) no es, en principio, de contenido económico. Es de carácter filosófico. Se trata de definiciones anteriores a saber cuánto dinero debe emitir la autoridad monetaria, cual es la tasa de presión impositiva aceptable por una economía oi siu en Banco Central debe ser o no una entidad autónoma. Esas decisiones caen de maduras si uno tiene definido lo anterior. Así, por ejemplo, ninguna política económica que envilezca el valor de la moneda será compatible con el principio de que no se puede desconocer la propiedad del fruto del trabajo propio, porque la impresión de dinero a destajo depreciará (simplemente por una relación elemental entre cantidad de cosas –billetes- y valor de esas cosas) el ahorro y eso es incompatible con las definiciones filosóficas de entidad mayor tomadas previamente.

En fin, no deja de resultar curioso como un país como la Argentina, puede seguir asombrándose por los dichos de un intelectual cuando el tipo se descarga con un vendaval de obviedades que tienen 400 años de antigüedad. Sólo aquellos que creen ser progresistas blandiendo ideas antidiluvianas pueden caer en semejante paradoja. Lo de Mar del Plata en IDEA no deja de ser una prueba más del atraso mental que nos gobierna, no de ahora, sino desde hace décadas y que ha tenido las consecuencias obvias de atraso y miseria -que se miden por índices económicos- pero cuyo origen está bien lejos de la economía.