La muerte que no le importó a nadie

Carlos Mira

La muerte anunciada de la denuncia del fiscal Alberto Nisman produce muchos efectos, cuando uno detiene la marcha y observa el horizonte.

En primer lugar se siente el impacto de corroborar cómo todo lo que se preveía se fue dando en los hechos, como si la obviedad no solo se hubiera naturalizado en la Argentina sino que también seamos inmunes a ella: aun cuando se termine verificando en la realidad aquello de lo que hasta un chico de cinco años se daba cuenta, es como que no nos importa, no nos afecta. Dale que va. Todo sigue, todo se olvida.

En este caso, la burda y grosera maniobra de esperar a que venza el turno del fiscal Ricardo Weschler para que la apelación del fiscal de Cámara Germán Moldes recayera en el Fiscal de Casación Javier De Luca, integrante de Justicia Legítima y partidario del gobierno, fue de tal magnitud que no se explica cómo el país la acepta así como así, como si todo estuviera bien.

De Luca empezó a cobrar notoriedad pública el año pasado en la Feria del Libro cuando en una ronda de debates por el Código Penal que impulsaba el gobierno bajo el sello de Zaffaroni, dijo que el Código actual era “sexista, clasista y oligárquico” y que una norma de ese tipo debe ser “no para castigar a quien infringe la ley, sino para proteger al ciudadano del poder punitivo del Estado… El anteproyecto da seguridad ante la posibilidad infinita de que alguien me castigue por cualquier cosa”, dijo en aquel momento De Luca.

Luego, ya en su intervención en la causa Ciccone con el vicepresidente Amado Boudou como imputado, dijo que los hechos no constituían delito y ahora dice lo mismo respecto de una denuncia que ni siquiera se abrió a prueba en ninguna instancia. ¿Cómo sabe que no hay delito si no propone investigar los hechos y producir la prueba propuesta por tres fiscales antes que él?

Una denuncia no constituye una sentencia. Nisman decía que la Presidente era una encubridora porque él era fiscal y su misión era acusar si creía que tenía pruebas para hacerlo. Pero eso no quiere decir que tuviera razón. La gracia de la investigación radicaba, justamente, en traer certeza judicial al caso. Ahora, dado lo que ocurrió, no sabemos. Quizás nunca sabremos si aquella denuncia era verosímil o no.

Recordemos que la Presidente y los demás denunciados no fueron sobreseídos. Eso significa que su situación procesal respecto del caso sigue abierta hasta que alguien impulse el proceso con hechos y pruebas nuevas. ¿No era preferible terminar definitivamente con esto con un sentencia de sobreseimiento emitida por los jueces, en lugar de terminar en una nube de dudas por las puertas que el fiscal De Luca cerró?

La otra cuestión impactante es, quizás, más preocupante. Y bordea lugares hasta difíciles de explicar. En efecto, el archivo de la causa cuyo denunciante apareció muerto con un balazo en la cabeza en el baño de su casa, mete miedo. Resulta efectivamente tenebroso pensar que ese hombre murió en vano, gratis. Que dejó dos hijas sin padre al divino botón, simplemente por trabajar de lo que trabajaba.

Tampoco sabemos si lo mataron, aun cuando todo hace sospechar ese final. Pero aun frente a un suicidio, no caben dudas que Nisman murió por el trabajo que cumplía. Y frente a ese hecho, cuatro jueces y un fiscal consideraron que no había mérito suficiente para investigar lo que él decía. Su muerte ni siquiera les pareció sospechosa en relación con su denuncia. La pérdida de su vida no le agregó un solo gramo de sospecha a nadie. Y eso, verdaderamente, da miedo.

Da miedo pensar lo inútil que pueden resultar ciertas empresas y lo peligroso que al mismo tiempo puede ser el hecho de intentarlas. Nisman pagó su épica con su vida. No es chiste: denunció al poder y murió de un balazo. Es escalofriante.

Pero es más escalofriante -si es que puede haber algo más escalofriante que eso- que el país siga como si nada. Enfrascados en sus propias miserias los argentinos no pedimos explicaciones, no enviamos mensajes electorales, no nos manifestamos de modo indubitable en el sentido de que esto no nos gusta.

¿Por qué hemos caído tan bajo? ¿Por qué tenemos entre nosotros un nivel de empatía muy cercano a cero? ¿Por qué estas barbaridades nos resbalan y se precisa muy poco tiempo para que nos olvidemos?

Es raro lo que le pasa a la sociedad. Pero no caben dudas de que el gobierno ha sido muy sabio en decodificar ese estado mental, cualquiera sea.

En efecto, la apuesta al olvido, a que todo se arregla con el lanzamiento de un plan para pagar en cuotas o con un verano a pleno en Mar del Plata, es algo que el gobierno ha desentrañado con maestría. Por lo tanto no es su culpa, sino nuestra. Somos nosotros.

La administración de los Kirchner claramente no aprovechó su lugar de privilegio para usarlo  en el sentido docente de la vida, para mejorar la condición humana de la sociedad. No. Utilizó ese poder para profundizar ese costado desechable de nosotros. Se apoyó en esas flaquezas para aumentar y consolidar su poder. Y nosotros lo hemos permitido.

Con una estrechez de miras francamente llamativa, con una claudicación barata a los efluvios del consumo y del clientelismo, la sociedad se dejó comprar. Y hoy hemos llegado a un estadio de tal profundidad en esos disvalores que la gente que habla aparece muerta en el baño de su casa y nadie se inmuta; todos se olvidan, los jueces se callan, los fiscales piden no investigar.

Nos hemos convertido, en gran medida, en una sociedad anestesiada. Nada nos mueve el amperímetro. Asistimos impávidos a cuestiones que en otros países serían escandalosas y ni siquiera tenemos una expresión de condena.

Por mucho menos, la presidente Dilma Rousseff, y su colega Michelle Bachelet han visto desplomarse su imagen pública, envueltas en la necesidad de dar mil explicaciones. Nadie murió ni en Brasil ni en Chile. Pero las oscuridades de Petrobras y un préstamo pedido en condiciones no claras por el hijo de Bachelet, fueron suficientes para una reacción social de repudio.

Aquí, sin embargo, rige el “dale que va”. Un hombre murió gratuitamente y sus papeles van camino de un archivo tan grande como aquel en el que terminará su propia causa.