La clásica inocencia norteamericana

Carlos Mira

La Presidente concedió un reportaje a la revista The New Yorker que ella misma se encargó de difundir por las redes sociales oficiales. El reportaje se suponía que sería de persona a persona y con las características propias de una entrevista para un medio gráfico.

Pero el aparato de propaganda del gobierno transformó el hábitat del encentro en un verdadero estudio de televisión. El propio autor de la nota cuenta su asombro cuando entró a un lugar lleno se cámaras, artefactos de iluminación y cables.

La Presidente, incluso, lo peinó para que saliera “lindo” y cuando quizás tomó conciencia de su desubicación, pidió que alguien se acercara para hacer la tarea de un modo profesional.

El centro de la entrevista era la muerte del fiscal Alberto Nisman. El título de la nota (“A deadly conspirancy in Buenos Aires ?” [“¿Una conspiración mortal en Buenos Aires?”]) sugiere una investigación, dentro de la cual apareciera la entrevista con la señora de Kirchner. Pero pronto, esa aspiración se pierde y lo que podría haber sido una oportunidad para observar a la Presidente, quizás por primera vez, frente a alguien dispuesto de controvertirla, se diluye en un reportaje sin repreguntas y que toma como válidas las respuestas que escucha.

El periodista -como resulta típico en la mayoría de las entrevistas para medios gráficos- comenzó preguntando sobre otros temas que nos permitieron confirmar, por ejemplo, que la Presidente está convencida de que la verdadera democracia en la Argentina comenzó con su marido: curiosa conclusión para la esposa de alguien que alcanzó la Presidencia con el 22 % de los votos.

Descrita como alguien obsesionada por su imagen y dictatorial, la Presidente cuestiona seriamente la inquietud del periodista sobre sus cambios de opinión respecto de las circunstancias que rodearon la muerte del fiscal Nisman.

En efecto, interrumpiendo con un repetitivo “bad information”, la señora de Kirchner niega haber afirmado primero la teoría del suicidio y luego la del homicidio (con una diferencia de horas entre una postura y la otra), bajo el argumento de que fue mal interpretada.

No cuesta demasiado trabajo encontrar la verdad. La simple lectura de su primera nota en Facebook denota claramente la idea del suicidio. La Presidente habla allí de las cuestiones insondables que llevan a una persona a tomar la decisión de quitarse la vida. Más claro, agua.

A 48 horas en un mensaje grabado por cadena nacional dijo, sin embargo, que a Nisman lo habían matado: “No tengo pruebas, pero tampoco dudas”, sentenció como si fuera un juez al cabo de un largo proceso.

Pero ahora resulta que todo eso es “bad information”, poco menos que inventos de la prensa argentina. Dexter Filkins dio por buenas esas aclaraciones y no insistió.

A la misma conclusión llega la Presidente cuando se la interroga sobre las grabaciones cuya investigación la Justicia increíblemente se negó a profundizar. La señora de Kirchner dice allí que se trata de conversaciones armadas, protagonizadas por personas que ella no conoce o por funcionarios de quinto o sexto nivel.

Seguramente olvidó que Luis D’Elia suele aparecer en lugares privilegiados en las sillas de los actos oficiales, que fue secretario de hábitat de este mismo gobierno y que tiene trato fluido con más de un funcionario. En las grabaciones aparecen mencionados Julio De Vido, el canciller Héctor Timerman, el exagregado cultural de la Embajada de Irán en Buenos Aires y principal acusado de ser el autor ideológico del atentando a la AMIA, Moshe Rabbani, además de ella misma.

En varias grabaciones D’Elía dice tener instrucciones de la Casa de Gobierno para ser trasmitidas a la Embajada de Irán y en muchas otras es Rabbani el que pide una actualización sobre el estatus de la situación. De nuevo, The New Yorker decidió no repreguntar.

Pero, más allá de estas inconsistencias, lo que resulta incomprensible es por qué la Presidente no otorga una entrevista similar a un periodista argentino. ¿Será que teme ser repreguntada?, ¿será que sabe que no puede sostener el ritmo del relato frente a alguien dispuesto a controvertirlo con hechos?

No caben dudas de que el gran signo distintivo de la Presidencia de los Kirchner, pero en especial de Cristina Fernández, ha sido la mentira: la transmisión constante y sistemática de un montaje armado y repetido hasta el cansancio para que entre por saturación.

Esas realidades quedan lejos para un neoyorquino que probablemente haya pisado Buenos Aires por primera vez. Allí, ante él y ante el respeto mínimo que un desconocido suele mostrar por un presidente que no es el suyo, la señora de Kirchner pudo desplegar un capítulo más de su relato, segura de que, quien tenía enfrente no tenía los argumentos ni los conocimientos suficientes para desmentirla.

La Presidente sabe que ese escenario sería muy diferente con un periodista local, independiente, munido de la información y, la mayoría de las veces, de las pruebas, que harían estrellar contra el piso sus fábulas. Por eso no hay reportajes locales. Y por esa misma razón, y como un reaseguro adicional, la propia nota con The New Yorker fue deformada con el montaje de un estudio de TV. Dexter Filkins, el autor de la nota, cuenta su sorpresa al encontrase con esa escenografía. Ese factor siempre es desplegado por los que quieren ocultar la verdad. La desprevención del adversario es uno de sus fuertes. Y una vez más la maquinaria de invenciones del gobierno se salió con la suya frente a un medio que quizás no sabía con quién se enfrentaba.