La violencia está ganando

Christian Joanidis

Hace unos días mataron a un chico en la parada del colectivo. Salió en algunos medios, se hablaba de Barracas, es cierto, pero fue en las inmediaciones de la villa. Pero para entender un poco más las cosas es necesario saber dónde fue el asesinato y en qué circunstancias.

Eran las siete de la tarde, según me contaron. Era una parada de colectivos. En el barrio las paradas de colectivo están atestadas de gente, sobre todo a esa hora. Los negocios estaban abiertos, había movimiento. La parada está en una calle importante, esto quiere decir que hay iluminación y que todos caminamos tranquilos por allí, nos sentimos seguros. No quiero faltar a la precisión, pero hay un puesto de gendarmería a unos cien o doscientos metros de allí. Todo habla de una zona segura.

Contrario a lo que los mitos populares indican, caminar por las villas no es peligroso. Cualquiera puede recorrer las calles principales y nada va a pasarle. Quienes conocemos algo más podemos internarnos en algún pasillo ancho. Los pasillos más angostos ya son más dudosos: el poco tránsito de gente y el hecho de que solo los frecuenta un número reducido de personas permite que quede en evidencia el extranjero. Queda claro que a altas horas de la noche lo que acabo de decir no cuenta.

Así es que en una calle transitada, iluminada, con fuerzas de seguridad a unos metros, un chico está esperando en la parada del colectivo. Se acercan dos personas para robarle y ante la resistencia lo matan. Por un momento intento pensar con frialdad. Me pongo en el lugar de los delincuentes. Pienso que tengo que robarle a alguien. Llego a donde está este chico. Lo miro y pienso muchas cosas. Que hay un puesto de gendarmería cerca, que hay mucha gente que puede verme o incluso intervenir. Incluso pienso en que un golpe tan evidente va a redundar directamente en mi captura. Estoy sopesando los riesgos, mis probabilidades de éxito. Es lo que hacemos todos, porque ante cualquier acción nuestro instinto opera en ese sentido. ¿Acaso los delincuentes no pensaron lo mismo?

Sopesar riesgos, analizar probabilidades de éxito, es algo que estamos acostumbrados a hacer. El primer paso para hacerlo correctamente es comprender la relación entre causas y consecuencias. Eso nos permite proyectar en nuestra mente lo que sucederá si hacemos determinada cosa. Pero hoy está pasando algo extraño y es que el consumo de drogas hace que lo que todos hacemos con naturalidad se convierta en una tarea casi imposible para un creciente número de personas. Consumir drogas altera las funciones cognitivas e incluso afecta al sistema nervioso: basta con mirar a nuestro alrededor, no hace falta ser un experto en la materia para llegar a esta conclusión. Eso hace que estas personas no midan riesgos ni logren comprender del todo determinadas situaciones, mucho menos la relación causa-consecuencia.

Hoy, el narcotráfico nos está dejando delincuentes que son cada vez más temerarios. Pero esa temeridad no viene de una convicción o un acto de arrojo, viene de su incapacidad para entender el medio. Esta vez esto pasó en la villa, pero los delincuentes no reconocen límites geográficos y tal vez en algún momento algo así pueda pasar en medio de la 9 de julio o en alguna esquina de Palermo. Es posible que los capturen luego de delinquir, pero nadie puede devolver la vida que se llevaron. La cómoda y difundida convicción de que estas cosas pueden pasar solo en la villa es la causa de nuestra apatía y lo que nos va llevando lentamente a una situación de inseguridad cada vez peor.

En la Argentina, la policía difícilmente investigará el caso. No es una cuestión de desidia: lo harán, pero la pujante demanda por seguridad reactiva y presencia policial en las calles hace que los investigadores sean cada vez menos y que los que están en esa función sean cada vez más exigidos. Evidentemente la calidad del trabajo del investigador policial se degrada cada vez más. Situación que favorece a los delincuentes, quienes perciben esto de alguna forma y por eso sienten todavía más impunidad.

Contra toda creencia, la gente que vive en las villas es la que primero sufre las consecuencias de la inseguridad. La mayoría de sus habitantes son personas de bien, trabajadoras, mientras que unos pocos se aprovechan de la escandalosa ausencia del Estado para montar allí sus negocios ilegales. Hoy las villas son grandes depósitos y cocinas de droga y los clientes no están precisamente en su seno, sino en el exterior: viven generalmente en edificios importantes y creen que consumir drogas es algo recreativo. Una recreación que le cuesta demasiado caro a muchas personas. Hoy, la opresión de los débiles es el narcotráfico, que se nutre de los ingresos de las clases pudientes y usa la sangre de los pobres.

Aquellos que se vuelven parte de este ejército de delincuentes desesperados y temerarios son los efectos colaterales del narcotráfico, no el narcotráfico en sí. Ellos consumen lo que queda, lo que no se puede vender. Además funcionan como soldados en algunos casos. Son meros engranajes, incluso fusibles que pronto se quemarán. Pero hay muchos más de donde ellos vienen. Y esta es la gran injusticia del narcotráfico, que sirve a clases altas y medias que consumen sus productos, pero emplea en esta actividad ilegal a los pobres. El negocio del narcotráfico tiene su desarrollo comercial en las clases acomodadas, pero en su operación están los marginales y los que sufren los efectos colaterales son, como siempre, los pobres.