Por la paz, ¿todo se vale?

Darío Acevedo Carmona

La campaña electoral, entrecruzada con las conversaciones de paz, está atravesada por el miedo. No es un sentimiento extraño en la acción política, pero casi nunca nos percatamos de su presencia. El temor al “otro”, que en ocasiones es comprensible y controlable, puede opacar el conveniente y saludable análisis racional.

Desde el pensamiento lógico nos hemos hecho la pregunta sobre las razones por las que sectores de la intelectualidad, que tienen a su alcance herramientas heurísticas, datos, información y capacidad de reflexión, sostienen un discurso que les da fundamento sociológico a las guerrillas. A título de ensayo lanzo la siguiente hipótesis: en el marco de las denuncias y luchas contra la democracia restringida del Frente Nacional, contra la apelación sistemática al estado de sitio y contra violaciones de los derechos humanos en el contexto de la “Guerra Fría”, se gestó una comunidad crítica de inspiración marxista que ha extendido al presente sus juicios negativos sobre el sistema político colombiano, de tal suerte que se niega la voluntad de este para reformarse. La causa primigenia de todos los males de la nación reside, según ellos, en factores estructurales y la responsabilidad del alzamiento y de todo lo que ha sucedido es achacable al estado.

Prevalece una actitud negacionista sobre el reformismo, la crítica a la democracia colombiana es despiadada y para completar, asemejan el régimen político con las dictaduras latinoamericanas del siglo pasado. Impera en su producción discursiva una bajísima (por no decir nula) autoestima frente a la institucionalidad vigente. Se avala la participación en las elecciones pero, no se confía en ellas, la desconfianza se extiende al sistema judicial. El país, dicen, hay que reconstruirlo o refundarlo.

Según ese punto de vista, las guerrillas nacieron como expresión de causas objetivas: injusticias sociales, restricciones a la libertad, democracia recortada o dictadura civil. Se elimina toda consideración a la incidencia e influencia de modelos revolucionarios (China, URSS y Cuba). No se reconocen variaciones en la lucha guerrillera, no se tienen en cuenta los cambios en la geopolítica mundial y regional ni la crisis del comunismo ni la conversión de China comunista al capitalismo ni el fracaso económico de Cuba. No se acepta, se descree o se minimiza la perversión de la lucha guerrillera en razón de su involucramiento en el narcotráfico y la comisión de delitos de lesa humanidad.

Esa forma de ver los problemas, que se presta a la controversia política racional, está cediendo su lugar al miedo. Con el fin de evitar que los supuestos enemigos de la paz agrupados en torno al uribismo triunfen en las elecciones venideras y ante el amplio apoyo que reciben de la opinión pública en las encuestas, se están haciendo y diciendo cosas que nos remiten a la tan criticada máxima del “todo se vale” para evitar que eso ocurra. En esa dirección toma cuerpo una operación de lavado de imagen de los comandantes de las guerrillas.

De la idea de las causas objetivas del conflicto han pasado a quejarse porque en una serie de televisión comparan a un comandante guerrillero con un capo de la mafia e insisten en defender el altruismo de las guerrillas como si todo discurso político fuese en sí mismo altruista. Expresan indignación cuando se les exige a las guerrillas la entrega de armas y prisión por sus crímenes de guerra y de lesa humanidad y agregan que eso es “humillante” para ellas. Ya no es la defensa del exabrupto del gobierno de haberles reconocido en pie de igualdad con el estado sino la invocación del respeto, manifestado por el presidente Santos cuando dijo que no se las podía acorralar ni arrodillar.

Otro ejemplo del lavado de imagen para vender un eventual acuerdo de paz es el reportaje realizado por el escéptico Antonio Caballero, en papel de optimista, y un atrevido periodista español (El País, España 17/11/2013) en el que hacen un reconocimiento a las “virtudes” de los comandantes de las FARC. La presencia del miedo, pues, causa estragos emocionales y sentimentales que obnubilan el pensamiento y la razón.

El desfile de políticos en trance de reelección al congreso, de activistas políticos, de directivos de colectivos enriquecidos a costa de la conversión de los derechos humanos en mercancía, alimenta un temor del otro lado de la controversia, a que se haga cualquier cosa mañosa con tal de firmar la paz.

Que ni los ecologistas ni los verdes protesten por el derrame de 4.500 barriles de petróleo sobre la vía pública, que las ONG defensoras de los derechos de la mujer y de la infancia no protesten en la debida forma contra el reclutamiento de menores y la práctica del aborto obligado a las guerrilleras. Que se unan en un solo haz el presidente de la república y el inimputable alcalde Petro en torno a la paz, y que en cambio enfilen sus baterías contra los “guerreristas”. Son preocupantes señales de extravíos éticos. El miedo al uribismo y la tradicional baja autoestima en la democracia colombiana se han juntado para justificar que cualquier alternativa, incluida la que proponen los responsables de crímenes horrendos, es preferible a lo que tenemos.